Te fuihte*

Publicado el 15 abril 2015 por Claudia_paperblog

A las dos serán las tres. Nunca me había hecho tanta ilusión oír esas palabras en el telediario. Nunca, de verdad. Necesitaba luz ya, luz que se abriese paso entre las tinieblas de mi vida, para aportarme ese calor que tanta falta me hace. Con una hora más de sol al día me sobrará incluso tiempo para hacer todo lo que quiero. Esa hora más es algo simbólico, igual que la fecha, ese momento concreto de la noche en que los relojes se adelantan (¿o se atrasan? Es algo que nunca me ha quedado claro del todo). De todos modos, a mi reloj de muñeca no ha hecho falta moverle las agujas, ya que en el último cambio de hora me negué a seguir lo impuesto, me negué a asumir que el verano y el buen tiempo llegaban a su fin, que vendría el duro invierno, el frío, la noche, esa noche que en verano adoro, pero que durante los meses de frío me provoca tanta soledad…

Habrá gente que me considerará rara y que celebrará esa noche en la que se nos concede un deseo, en la que –sin aparentemente pedir nada a cambio- se nos regala una hora más de vida, una hora que todos creen tener que aprovechar al máximo. ¡Pobres ilusos! Todo tiene un precio. Lo que la vida te da en un momento dado, te lo arrebata cuando menos lo esperas.

Por eso yo celebro esa noche mágica en la que nos quitan algo que creíamos nuestro, esa noche en la que la vida te quiere decir algo, que no aflojes, que no has llegado al precipicio, que no mueres el día en el que pierdes algo. Al revés, te dice que debes seguir esa carrera contrarreloj; debes tomártelo como un aviso, una advertencia, el toque de atención que te dice lo que ya sabes, que vivas. Que esa hora de menos algún día te será devuelta, o no, y en ambos casos debes continuar y disfrutar al máximo. Y las noches de cambio de hora hay que salir de fiesta; mis amigos y yo tenemos ese ritual obligatorio, ya que esas noches cosas extrañas e impredecibles suceden…


Y me fui. Como todos hemos hecho en algún momento, decidí huir. En realidad, no sé si es esta la palabra adecuada porque me da la sensación de que implica ser cobarde, implica temerle a algo, encontrarte ante un problema y a la más mínima salir corriendo, no enfrentarte a los pormenores que surgen a lo largo del camino.

No, las personas como yo no huimos. Además, tampoco podríamos por mucho que lo intentásemos. Porque se puede huir de esa persona a la que tanto quisiste, de un trabajo extenuante, de una ciudad que no te deja respirar, de una familia que no te entiende, de unos amigos pesados, de las aburridas clases en la universidad, de las conversaciones banales y de las personas tóxicas. Pero no podemos huir de nosotros mismos, de nuestros propios pensamientos, de esa caprichosa imaginación que nos juega malas pasadas. Así que no, yo no hui, simplemente me salté una de esas aburridas clases de universidad de los viernes y me fui con unos amigos y un coche a la aventura.

Necesitaba ir acompañada, temía quedarme a solas con mis pensamientos, pero en el fondo estaba convencida de que lo había superado, había pasado tiempo más que suficiente para haberlo superado, pero me equivocaba. ¿Quién decide cuándo ha pasado suficiente tiempo? ¿De nuevo la sociedad?

Apareciste en mis pensamientos en esos largos trayectos en coche en los que yo no me podía quedar dormida porque iba de copiloto. Es curioso que cualquier cosa me recordase a ti. Esa canción de reggaetón de la que tanto nos reíamos tú y yo y que mis amigos habían metido en el USB (junto a otros de los “grandes”, por llamarlos de alguna manera, como Daddy Yankee o Dany Romero. Menudo espectáculo dábamos). Cuando sonó, después de mi adorado Leiva, tu ya reverbalizada canción mientras me duchaba en el hostal y la canté a pleno pulmón. El momento en que mis amigos y yo, después de tanta iglesia, catedral y convento, empezamos a recitar los 7 pecados capitales. Nos faltó uno: la soberbia, el mismo que tú y yo nos dejamos por decir y que buscamos juntos borrachos tras dos botellas de vino. Había olvidado esa palabra: soberbia, que te faltó por enumerar pero que siempre te sobró conmigo. O cuando vi la bandera republicana, o cuando casi pierdo los pendientes. O el olor a vainilla negra de mi pañuelo, esa colonia que solo usé para ti, una pequeña muestra gratuita de una revista, fugaz, igual que nuestra relación, con fecha de caducidad.

De vuelta en la ciudad (qué casualidad que mi amiga y tú seáis de pueblos vecinos), te vi caminar por la acera, silbando despreocupado, con tu estúpido chándal de los domingos, ese que te ponías cuando el sábado habías salido de fiesta. Y te habría pitado, habría parado el coche en mitad de la carretera y me habría enfrentado a ti, a tu mirada, pero tampoco habría sabido qué decirte y lo más probable es que tú ya no te acuerdes de los rasgos que forman mi rostro ni de la complejidad de mi alma herida.

¿Cuántas veces habré acabado llorando en un tren? He perdido la cuenta; se acabarán quedando con mi cara. Conclusión: ¿De qué me sirve salir de esta inmensa ciudad si de quien pretendo huir seguirá dentro de mí?

*NO me juzguéis. Nunca me ha gustado el reggaetón, pero debo admitir que es una música que acompaña para los viajes y si debéis culpar a alguien esos son mis amigos ;)