Al final de su carrera, Luchino Visconti todavía conservaba prácticamente intacta su capacidad para combinar una minuciosa puesta en escena con su característico poderío visual y la consecución de un estilo cinematográfico muy literario, casi teatral, tan grandioso y solemne como intimista y cercano. Aunque su última obra es El inocente (L’Innocente, 1976), sin duda es Condifencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), a la vista de su biografía personal y los temas y tonos empleados a lo largo de su filmografía, la que puede considerarse su testamento cinematográfico y artístico, el resumen de todos los contradictorios puntos de vista personales y profesionales que salpican su vida y su obra.
A pesar de que Visconti negara repetidamente que el Profesor (Burt Lancaster) fuera un personaje autobiográfico, su porte distinguido, sus modales aristocráticos, su entorno vital y su postura ante los problemas del Hombre y del mundo no parecen del todo ajenos al perfil del cineasta-aristócrata italiano. Este Profesor vive el retiro de su jubilación alejado del mundo en su lujoso pero decadente palacio de Roma, solamente acompañado por su personal de servicio, compuesto por dos criadas. Sus intereses se reducen a la lectura de obras clásicas, la contemplación de obras de arte y la concentración en sus pensamientos. No quiere mezclarse con el mundo, no soporta a la gente, la música, los ruidos, las prisas y la agitación de la vida moderna. Su caserón parece un mausoleo, un catafalco, una nave varada en el tiempo, en un pasado barroco o neoclásico, con sus salones alfombrados, repletos de librerías llenas de ejemplares, tapices, frescos, cuadros, pinturas, armas antiguas, bustos, retratos y toda la imaginería decimonónica en la que se adivina un pasado de esplendor y riquezas hoy muy venidas a menos. Esa tranquilidad se rompe con la llegada de una vulgar y ordinaria marquesa, Bianca Brumonti (Silvana Mangano), cuya intención es alquilar la planta del palacio que el Profesor (del que en ningún momento llegaremos a conocer su auténtico nombre) no utiliza y mantiene cerrada a cal y canto. Sintiéndose obligado a recibirla, quizá por su condición de marquesa y, por tanto, por cierta deuda fundamentada en el espíritu de cuerpo, el Profesor declina su oferta, pero los modales toscos, avasalladores, su capacidad para arrastrar todo lo que la rodea a su terreno, junto con la oportuna intervención de su hija Lietta (Claudia Marsani) y su novio Stefano (Stefano Patrizi), consiguen que el Profesor ceda bajo determinadas condiciones a la ocupación del piso. Lo que no sabe el Profesor, es que, bajo la pantalla de alquilar la vivienda para su hija y su novia, la marquesa quiere instalar en él a su “protegido”, Konrad (Helmut Berger), joven aparentemente frívolo, díscolo, vividor, holgazán y huraño. Pronto el Profesor empieza a arrepentirse de su decisión: aquello que tanto odia, lo que abomina, tener que mezclarse con la gente de su tiempo, escuchar sus ruidos, oír sus gritos, sus pasos por la escalera, sus golpes, soportar sus problemas y avatares cotidianos, se convierte en el pan de cada día. Pero, extrañamente, siente internamente cierta simpatía por aquellas personas que han desembarcado en su vida tan aparatosamente, se identifica en algunos de sus comportamientos, en especial en algunos rasgos que descubre en el joven Konrad, lo cual le lleva a dejarse arrastrar en cierto modo por el caos en que convierten su vida, al mismo tiempo que se destapa la nostalgia y los recuerdos de una juventud perdida, de un pasado luminoso y bello, vuelven a él implacables, dolorosos, para hacerle darse cuenta de que se equivocó al haber apostado por su soledad.
La película se construye sobre una serie de duplas (bueno, en un momento dado se convierten en terceto…) que acentúan los contrastes entre los temas y puntos de vista escogidos por Visconti. En primer lugar, entre el mundo presente y el pasado rememorado con nostalgia. El Profesor aborrece las convenciones, las formas, los intereses de la vida de su tiempo, y por ello encuentra placer, reposo, la tranquilidad que tanto ama en las pinturas y los libros del pasado, un pasado recreado con ternura y armonía, con melancolía y sensibilidad a flor de piel. Este amor por el pasado encierra una trampa: el Profesor odia el presente porque no quiere sus problemas, sus dilemas, la necesidad de tomar decisiones sobre un mundo que rechaza. Los problemas del pasado ya están enunciados, estudiados, comprendidos y resueltos, para bien o para mal. Se puede volver a ellos para conocerlos, pero sin dramas, sin jugarse la vida en ello. No quiere que los conflictos de otros perturben su presente, sus memorias, sus rutinas. El miedo, por tanto, suple a la comodidad. Es el temor, inseguridad, la duda sobre su capacidad para estar a su altura lo que le hace encerrarse en un mundo intelectual hecho a la medida de sus necesidades y querencias. Cuando, gracias a la frescura y espontaneidad de Lietta (y a sus apetitos), el Profesor introduzca en ese nostálgico mundo personal el recuerdo de las mujeres de su pasado -Dominique Sanda y Claudia Cardinale, en vaporosas, breves, casi espectrales secuencias de tintes fellinianos-, súbitamente perderá la acostumbrada comodidad y se pervertirá en sus recuerdos el carácter de refugio ante la llegada de un dolor, de un sentimiento de pérdida, de la convicción de que su soledad, que él siempre creyó deseada, es forzosa, y por tanto, como decisión racional fue un error, y como resultado de su vida, un fracaso. Por tanto, su memoria, sus recuerdos, ya no le servirán ante la nueva situación creada por sus vecinos.
Ello introduce el segundo tema: el choque generacional. El intelectual de su tiempo, el hombre repleto de sabiduría y conocimientos, el laureado docente universitario, no encuentra recetas, fuerzas, argumentos para estar a la altura de los jóvenes, de quienes desconocen, relativizan o ningunean todo su caudal de pensamiento y cultura porque no encuentran la forma de aplicarlo a los problemas cotidianos de la modernidad. La película incide en esta incapacidad del intelectual para enfrentarse a los problemas modernos; esta reveladora concepción de la realidad influye notablemente en el personaje del Profesor, en cierto modo lo desnaturaliza, le obliga a salir de sí mismo, a ser otro, a comportarse como otro, a, impostadamente, adquirir los modos y maneras de las personas que antes creía odiar, de las que huía, a fin de resolver situaciones que ya nunca más serán ajenas. Esta conciencia del choque, este darse cuenta de que el Profesor vivía en un teatro de función única para un espectador único -él mismo-, le marcará de por vida, haciendo que cuando todo termine, ya nada vuelva a ser como antes, y su refugio de antaño, su continua vuelta a un pasado diseñado a la medida de sus necesidades, se ha derrumbado. La conflagración entre el hombre mayor sin esperanzas ni alicientes para lo que le queda de vida y la juventud irracional, impulsiva, descreída, vitalista, fascinante, resulta en última instancia trágica para todos.
Así, Visconti construye una parábola sobre la cultura de su tiempo, sobre su incapacidad para adaptarse a los problemas del presente -de 1974, crisis económica incluida, no digamos ya a los actuales-, y, por tanto, sobre el fracaso de toda una generación. Para ello utiliza dos de sus vehículos narrativos habituales. Primero, el típico “héroe” viscontiano, que encuentra su mejor encarnación en un Burt Lancaster realmente extraordinario, y por otro, en uno de los temas fetiche del director italiano, la crónica íntima del desmoronamiento de la familia como metáfora de la pérdida de valores, conocimientos, referentes culturales, puntos de vista válidos sobre la vida y conciencia de derechos y deberes. El conflicto entre la vida y el arte, entre el caos y la calma, entre la memoria y la deuda moral y la improvisación y lo efímero, lo material y lo espiritual, el recuerdo monolítico, conservado inerte como un bloque de mármol en un museo o la vida sorprendente, tramposa y caprichosa pero llena de sensaciones reales, auténticas, inagotables, sirve a Visconti para retratar, de nuevo en su cine, la desaparición de un mundo, el hundimiento de un pasado cuyos retazos se recogen de manera imperfecta en libros que ya nadie leerá y en pinturas que ya nadie mirará. A los lujos decimonónicos del piso del Profesor y a sus tapices, pinturas, bibliotecas y objetos de coleccionista se contrapone la planta superior, reformada a golpe de mazo y martillo, convertida en una estancia de paredes blancas, moquetas, espacios diáfanos y muestras exóticas, casi psicodélicas, de arte contemporáneo.
Además de la soberbia puesta en escena, de las estupendas interpretaciones, en especial Lancaster y Mangano, pero también Berger, resulta especialmente estimable el guión de profuso texto, riqueza de contenidos y situaciones -de lo más intelectual a lo más carnal-, el trabajo de cámara y la atmósfera solemne, sólida, teatral en el buen sentido, del trabajo de ambientación y vestuario. Con todo, lo más destacado de esta cinta es su colofón, esa reunión de todos los personajes en torno a una mesa en una cena elegante que, a la manera de las historias canónicas de detectives, sirven bien para resolver el crimen o bien para que se cometa. Visconti enfrenta a sus personajes, los lleva a una guerra en la cual los odios, resentimientos, fracasos y traiciones se convierten en verdades lanzadas como cuchillos, hasta un desenlace, homicidio o asesinato, queda a voluntad del especatador, que constata la pérdida de perspectivas y anclajes de un mundo deshilachado en el que el Profesor ya no tiene sitio, y la destrucción de un mundo de nostalgias y recuerdos al que ya no es posible volver una vez que se ha abandonado para probar la amargura de la vida real.