Las relaciones entre artista y musa siempre han dado mucho que hablar, pero si nos atenemos sólo a esta premisa no habremos entendido la sentida actuación de María Giménez de Cala en el papel de Elizabeth Siddall, la mujer que aparece sumergida en el famoso cuadro prerrafaelista de Millais, Ophelia, y que dijo: «El amor de una mujer nunca es breve». Giménez de Cala va mucho más allá a la hora de crear un personaje más completo y complejo, porque da luz a la faceta artística de una Siddall pintora, escritora y creadora, pues su mundo es un universo cuyo objetivo es el de ser otra por más que sea consciente de que será recordada por ese cuadro. En este sentido, en la obra de teatro, los límites del amor se ven superados por la búsqueda de un yo que trascienda al tiempo y que deje huella de la forma de sentir de una mujer en una época diametralmente opuesta a la actual, donde las mujeres tenían un papel secundario en la sociedad. Esa lucha por manifestar la propia libertad se ve envuelta en una puesta en escena sencilla e impactante, y que nos recuerda la importancia del simbolismo y la metáfora a la hora de crear mundos propios y espacios únicos, porque único es el eslabón de la cadena al que Elizabeth trata de vencer y al que María (su caracterización con su pelo rojizo, y su desnudez apenas cubierta con una faja, tienen un marcado carácter gótico) da voz y materialidad a través de su cuerpo y sus gestos. A lo que sin duda habría que unir la música de violín o clavicordio que se desprende sobre la escena como una nube (y que con un esmero exquisito nos trae Bruno Axel), y con el que consigue darle a la atmósfera (teñida con la niebla londinense), un tinte sonoro y visual que el romanticismo inglés exploró con anterioridad. Todas ellas, son las claves de un destino que se precipita sobre nuestros sentidos de una forma épica y trascendente, como épica y trascendente es la actuación de una María Giménez de Cala impactante, sensible y entregada en el personaje que interpreta. Una forma de sentir que nos acerca, sin duda, a esa Lizzie a la que ella tanto admira.
La obra, Elizabeth Siddall, es un altar de manifestación y sentimiento. De reivindicación y lucha. De amor y muerte en la que su figura, a través de la actriz que la interpreta, quiere llegar a estar en ese otro lado: el soñado. Esta obra, en poco más de sesenta minutos, recorre ese atlas vital y sentimental de un personaje que se adelantó a su tiempo, y por tanto, vivió a contracorriente del mundo y las personas que le rodeaban. Ese tránsito que se desarrolla de la vitalidad a la decadencia. De la vida a la muerte, y que termina del amor al vacío, es un paraje plagado de guiños y homenajes a una mujer que nos dice en boca de María: «Yo he elegido la intemperie y la vida incierta… [en soledad]… [a encontrar palabras que se abran como rosas]». Rosas que se alzan como altares post-románticos y que simbolizan una nueva época de búsqueda. De intemperie. De soledad que se engendra por la necesidad de ser una misma. De lucha y activismo. De sobreponerse a esa bañera de agua fría en la que ella se sumergió durante horas y horas para que Millais la inmortalizara sin ser éste consciente de la tortura a la que la sometía, lo que le provocó un quebranto en su salud que la marcaría el resto de su vida. Quizá, por eso, Siddall se planteara qué habría sido de su vida si hubiese continuado trabajando en la sombrerería de la que salió. O si hubiese tenido marido e hijos. Y si hubiese tenido que luchar por hallar su habitación propia. En este sentido, Elizabeth Siddall es una heroína más que, desde las hermanas Brönte nos llevarán hasta Virginia Wolf, y a tantas otras mujeres que dieron su vida por ser ellas mismas en un mundo plagado de páramos en las que no se las tenía en cuenta. De ahí, sin duda, la necesidad del láudano (el opio del s. XIX) de Elizabeth. Láudano que fue el combustible que la permitió seguir adelante hasta que todo acabó. Pronto. Muy pronto. Cuando tan sólo tenía treintados años. Sumida en un sueño de amor.
«La lujuria de los ojos. The Lust of the Eyes, Elizabeth Siddal (1829-1862)
No rezo por el alma de mi Dama,
aunque antaño haya adorado su sonrisa;
Su destino final no me atormenta,
ni cuándo su belleza perderá su encanto.
Sólo me siento a los pies de mi Dama,
mirando fijo sus ojos salvajes,
sonriendo al pensar cómo mi amor huirá
cuando su radiante belleza muera.
No me atribulan las plegarias de mi Dama,
pues sordo yace nuestro Padre en el cielo.
Mi corazón late con alegre melodía
al sentir que su amor me ha sido otorgado.
Entonces, quién cerrará los ojos de mi Dama?
Quién doblará sus frágiles manos?
Alguien la asistirá cuando sus ojos lluevan,
mientras, silenciosa, camine hacia las Tierras Desconocidas?»
Ángel Silvelo Gabriel.