El corazón entre ortigas es la posibilidad de la esperanza que se espía a través de la sinrazón de las guerras y las muertes que éstas acarrean en pos de unos ideales que nos tan naif como nos los pintan. Con la herramienta del simbolismo estético que trata de abrirnos la caja en la que guardamos a nuestra alma, Paco de la Zaranda se recrea en la necesidad de lo majestuoso mediante unas soluciones escénicas tan sencillas como líricas, tan directas como demoledoras, tan mayestáticas como iconográficas. Baste recordar si no, la presencia de los actores, de pie, tapados por unas mantas que simbolizan el anonimato impune del que se sirven los asesinos escondidos bajo las coordenadas de las grandes causas. En este sentido, el año pasado ya tuvimos la oportunidad de ver un primer montaje de esta obra en el Festival Surge de Madrid, en el que ya nos quedó claro que el teatro es símbolos y metáforas, gritos y ecos, reflejos y sombras, vida y muerte. Una propuesta de por sí extraordinaria, y que sin embargo, ha sido mejorada para dar como resultado una versión más compacta, coral, lírica y demoledora de esa idea tan bien rebatida sobre el escenario como es la inutilidad del arte frente a la muerte. No obstante, también hay espacio en este montaje para la copla y el costumbrismo, el recuerdo del amor y de la juventud, y la pureza de aquel que sólo desea reencontrarse con sus seres queridos —soberbia la actuación de Inma Barrionuevo en el duelo del dolor y la falta que de nuevo nos regala sobre el escenario—, para mostrarnos una vez más la idea de ciclo que todo lo puede. Ese ciclo que nos advierte de que «otras ideas y el mismo miedo», quizá, porque la rebeldía del artista frente al silencio de la muerte sea la única forma de no volver a caer en los mismos errores, porque tal y como nos recuerda Nereida San Martín al inicio de la obra: «también ustedes serán parte de la historia y de su olvido».
Ángel Silvelo Gabriel.