Tendencias estéticas de dirección escénica en la ópera de nuestros días

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
La puesta en escena en la ópera es un mundo cambiante que ha logrado por fin un desarrollo propio, después de 350 años de estar sometido a la música.

El discurso escénico de la ópera de nuestros días se ha convertido en la polémica más importante de las artes escénicas de los últimos veinte o treinta años.

Aunque hay una enorme variedad de opciones y vertientes escénicas en todos los teatros del mundo, he podido reconocer seis tendencias estéticas reconocibles en el mundo lírico Iberoamericano.

La primera tendencia, quizá la más recurrente en los últimos años, es la que plantea un cambio de tiempo o lugar geográfico con la intención de acercar la trama de la ópera al espectador, permitiendo también, confirmar la universalidad del libreto. Los ejemplos son innumerables, desde el cambio sutil de época que plateó Luchino Visconti en el montaje de La traviata con Maria Callas en la Scala de Milán en la década de los años 50 hasta Toscas que suceden en la segunda guerra mundial, o La Bohème que sucede en la luna. Uno de los más polémicos directores de esta tendencia es Peter Sellars, con su Don Giovanni en el Bronx de Nueva York, o Le nozze di Figaro en la 5ª avenida de Manhattan, etc. El cambio de época no significa, en realidad, una relectura auténtica, es sólo un recurso más, no el único, pero completamente válido. Algunos de estos montajes son aciertos imprescindibles para la historia de la ópera y otros meras formas de salir del paso. Sin embargo son los que generan mayor incomodidad en los espectadores.

Las puestas antropológicas que tratan de rescatar montajes famosos del pasado o tratan de recrear el aspecto histórico de la representación de esa ópera de una manera minuciosa y precisa. Algunos de los casos más recientes de este tipo en España es la producción de Aida que presentó el Gran Teatro del Liceo en la temporada 2002-03, para la que se restauraron los decorados que el escenógrafo catalán Josep Mestres Cabanes hizo a mediados del siglo XX para esa ópera, o la representación del L'Orfeo de Gluck de Gilbert Deflo que presentó una reproducción exacta de cómo eran las representaciones operísticas en el siglo XVIII.

Mucho se discute de la validez de estos montajes como entes vivos y se les considera más un asunto museográfico que una experiencia vital, que es al final la necesidad de cualquier arte escénica. Al mismo tiempo, estos montajes son muy valorados por los aficionados de "toda la vida" de la ópera.

Por otro lado, está también la posibilidad de que el planteamiento escénico tenga como objetivo usar la ópera para hablar de temas de la actualidad del público estén o no relacionados con la trama de la partitura original, en ese caso estamos hablando de otra tendencia escénica, la cual busca significados externos a los que tiene la obra por sí misma, denominado extrateatratalidad. Para ejemplificarla menciono montajes como Il trovatore de Luís Miguel Lombana (Palacio de Bellas Artes, México 2000), que en realidad trataba de hablar de la guerra civil de la antigua Yugoslavia, o las diversas versiones de La traviata en las que el objetivo era hablar de la problemática del sida, la situación social de la mujer, etc. Un ejemplo mucho más feliz es el Lohengrin que el director alemán Peter Konwitschny realizó para el Gran Teatre del Liceu y la ópera de Hamburgo para la temporada 1999-2000, donde la ópera servía para contar el nacimiento del nazismo.

Algunos de estos montajes buscan la provocación directa del público, tratando de crear una conciencia y un cuestionamiento social, político o moral. Algunos directores como Nikolaus Lehnhoff (1939-) o Peter Konwitschny (1945-) han logrado verdaderas obras maestras que vitalizan la acción escénica y les dan una perspectiva completamente distinta al espectador. En ellos uno sí puede entender la búsqueda del momento "acontecedor", como lo denominan los dramaturgistas alemanes de nuestros días: el instante de vivencia plena de la acción dramática de manera irrepetible.

En cuanto al realismo tradicional, hablamos de la tendencia de recrear exactamente no sólo la época solicitada por el autor, sino que toda la puesta en escena se inscriba dentro de la lógica realista. Como ejemplos de esta tendencia quisiera mencionar casi todos los montajes de Franco Zeffirelli, sobre todo La bohème (Metropolitan Opera House, NY, 1982), y muchos de los primeros trabajos de Pier Luigi Pizzi.

Estos montajes son los más apreciados por la mayoría de los fanáticos de la ópera, aunque para los innovadores o la gente de teatro parecen aburridos y complacientes con los gustos tradicionales del público.

Los montajes abstractos o esteticistas, donde el planteamiento visual no se refiere específicamente a un lugar o un tiempo, sino más bien a una atmósfera, ambiente o imagen, son otra tendencia escénica muy influida por la enorme valoración que se le ha dado al diseño en la cultura contemporánea. En este caso pueden plantearse la convivencia de diferentes épocas como lo plantea el estilo posmodernista, o la simbolización del espacio.

Esta tendencia fue iniciada en la ópera por Wieland Wagner. Se caracteriza por su enorme belleza plástica y ha encontrado seguidores en todo el mundo. Entre los ejemplos a mencionar están: Die Frau ohne schatten dirigida por Andreas Homoki (Opera de Ginebra 1997), Xerxes de Michael Walling y David Fielding (English National Opera 2002) y casi el trabajo de Bob Wilson en la ópera.

Las lecturas contemporáneas se refieren a los montajes que, si bien no cambian la temporalidad de la obra, si la inscriben en una actualización del lenguaje teatral. Puede respetarse la época o el lugar donde ocurre la acción, pero la tendencia al minimalismo escénico o la composición visual contemporánea, no deja lugar a dudas de que se trata de un montaje moderno.

Los casos más claros y algunos de los montajes cumbre de esta tendencia son Idomeneo de Jean Pierre Ponnelle (Metropolitan Opera House, NY, 1990), o Macbeth de Pier Luigi Pizzi para la Scala de Milán, L'incoronazione di Poppea de Peter Hall para el festival de Glyndebourne en 1984. Esta tendencia es muy valorada tanto por los espectadores que provienen del teatro como los que se acercan desde la música.

No hay una tendencia que asegura la vida escénica de una ópera, ni su éxito en la recepción de su público. Es el trabajo meticuloso, sincero y basado en conocimientos profundos de música y teatro lo que hacen que un montaje operístico sea bueno, terrible o un milagro. Hay montajes logrados y grandes fracasos en todas estas formas de abordar la escena. No son fórmulas, son tendencias estéticas, que han permitido que viviamos una de las mejores épocas de la ópera. Porque en un tiempo donde tenemos grandes cantantes-actores, excelentes producciones y un público que puede seguir la ópera que se hace en cualquier parte del mundo desde un cine en su ciudad natal, es algo que se pude denominar como una era dorada.

Se diga lo que se diga, la gran aportación del siglo XX a la ópera (además de muchas herramientas de difusión y desarrollo que no tuvo a lo largo de toda su historia: cds, videos, transmisiones televisivas, cine, desarrollo técnico y logístico, cantantes capaces de interpretar de una manera óptima tanto desde el punto de vista vocal como actoral) es el trabajo del director de escena, que permite que una historia sea comprensible y tenga vigencia entre seres humanos de costumbres, lenguas y concepciones del mundo distintos. Él es el verdadero responsable en nuestros días de que una idea se materialice, y quizá su gran magia no sea otra cosa que esa increíble y sutil capacidad para hacer tangible lo intangible.