Teorías convenientes para mi mentalidad: IX. Los herbívoros, el nuevo Contrato Matrimonial y la paradoja Huxley-Houellebecq

Publicado el 03 diciembre 2011 por Sesiondiscontinua

1. Las fases en una relación de pareja
2. La invisibilidad no sincronizada y la doble decepción masculina
3. Hombres
4. Ese universal e irrefrenable deseo de convivencia
5. Wapis
6. Madres profesionales. Madres eclipsadas
7. Historia universal de la convivencia en pareja
8. Numeritos conyugales: que no te los cuelen sin avisar
El matrimonio, la institución romántico-sentimental que actualmente conocemos, no es más que el resultado jurídico-legal de dos mil años de obsesión masculina por tener la certeza de que los hijos que pare su mujer son suyos. El matrimonio estableció la monogamia, la fidelidad y (antes de que se inventaran los anticonceptivos) también la virginidad como requisitos capaces de satisfacer esa extraña garantía de masculinidad.
Pero ha llovido mucho desde entonces, y hoy --por fortuna-- la mujer se ha sacudido buena parte (no toda) de la carga machista que le imponía el matrimonio y lo que venía con él pero no se decía ni se quería ver: hogar, hijos, sacrificio, ninguneo social, sumisión, infraeducación. En los años sesenta del siglo XX se produjo el ataque definitivo a la virginidad, que quedó definitivamente desprestigiada. En un momento indeterminado entre los ochenta y los noventa, le tocó el turno a la fidelidad. La definición de matrimonio que han logrado llegar al siglo XXI apenas consisten en una declaración formal de monogamia, más que nada para garantizar las premisas legales sobre las que se levantaron en su día leyes tan fundamentales como el Código Civil (herencias, propiedades, nacionalidad...). El matrimonio debe seguir siendo monógamo porque de lo contrario deberíamos cambiar determinados fundamentos sociales, y el poder político tendría la sensación de que demasiadas cosas escapan a su control (las uniones de hecho son una primera amenaza ante la que ha tenido que sucumbir). En todo este entramado legal la fidelidad era una mera fórmula protocolaria, así que no había problema si la perdíamos por el camino. La práctica social realmente existente del matrimonio consiste hoy en una secuencia de relaciones monógamas separadas por períodos desiguales e imprevisibles de infidelidad, desencanto y soltería. Sólo falta acabar con la monogamia.
Hace falta un nuevo Contrato Matrimonial que se ajuste, no a la necesidad del hombre por saber que cría al heredero de sus genes (que heredará las propiedades y el dinero, de ahí su obsesión, si no de qué le iba a importar de quién era el hijo que paría su mujer), sino a la realidad biológica del hombre y la mujer. Y no me refiero a lo que parecen ser pulsiones genéticas que no encajan demasiado bien con la monogamia o la práctica continuada del sexo con la misma persona, sino a la evidencia de un deterioro físico y hormonal que tiene efectos sobre la actividad sexual y el significado que eso tiene sobre las expectativas de una convivencia que --al menos en el plano teórico-- se encara como inacabable.
De entrada, para los que aún creen que hay cosas intocables, líneas rojas infranqueables o intituciones que no pueden/deben modificarse, en Japón asisten a los primeros síntomas de lo que --en cuestión de décadas-- podría acabar mutando en una revolución... o un nuevo modelo de relación: en ese país, casi el 50% de los hombres entre 18 y 34 años, prefiere evitar toda relación (de convivencia o sexual). Son los denominados «hombres herbívoros», una generación que huye de la presión por el ascenso laboral, pero también del evidente desgaste que supone buscarse las lentejas sexuales o mantener viva una relación convivencial. Estos jóvenes prefieren vivir solos, disfrutando de sus ingresos (que esperan estables y constantes), y no complicarse la existencia con parejas, obligaciones y rutinas. Son hombres que han comprendido que la maldición del hombre es precisamente su deseo sexual insaciable e inacabable, y han emprendido --en solitario y con todo en contra-- una cruzada para obligar a la genética a plegarse ante unas pautas sociales. Exactamente lo que predice Houellebecq en Las partículas elementales (1998).
Por contra, las treintañeras japonesas todavía no se han sacudido la presión de la maternidad o el emparejamiento obligado, y su agresividad a la hora de buscar marido aumenta respecto a generaciones precedentes. Son las mujeres carnívoras. Se está produciendo una curiosa inversión de roles: ellas fuerzan el contacto --aportando una mayor agresividad sexual-- mientras que ellos alegan dolor de cabeza para escabullirse. Los hombres renuncian al placer sexual porque creen que tras él sólo hay obligaciones sentimentales y, más allá, una convivencia que mutará en decepción. Como lo que quieren no es posible, prefieren renunciar antes que arriesgarse.
Si esto se convirtiera en una pauta mayoritaria significaría que no habríamos evolucionado nada, simplemente dar la vuelta al calcetín para que todo siga funcionando igual de mal. El nuevo Contrato Matrimonial no está al final de un mundo de herbívoros y carnívoras (o viceversa en cuanto a géneros y etiquetas), sino en una redefinición completa de dos factores:
a) Acceso libre, múltiple y simultáneo a la sexualidad mediante pautas desligadas de toda ingeniería social (cortejo, roles, prevenciones, objetivos, intereses...).
b) Completamente desvinculado del punto anterior, establecer un nuevo Contrato Matrimonial que, además de reflejar las mutaciones biológicas de hombres y mujeres, sea capaz de ofrecer un vínculo sentimental y convivencial sólido y --esto es fundamental-- sin expectativas de larga duración.
Para que ese nuevo Contrato Matrimonial se imponga, antes tendríamos que resolver el acceso al sexo en términos muy parecidos a los que describía Huxley en Un mundo feliz (1932). Pero para que eso suceda hace falta dilapidar mucha energía y renunciar a lo que hoy consideramos la gasolina que nos mantiene en pie: una sexualidad dotada de significación profunda y sentimental. Y por si eso no fuera poco, a continuación habría que resolver satisfactoriamente el problema de la caducidad de la convivencia sin que afectara a la estabilidad emocional y afectiva de las generaciones que nos toca críar y educar. No será facil.
La paradoja de Huxley-Houellebcq ya no se parece a una utopía ni a una pesadilla. No descartemos nada todavía...
(continuará)