Tom Stall (Viggo Mortensen) es el honrado dueño una cafetería, un miembro querido y respetado de su pequeña comunidad (rural, por supuesto) y un amante esposo y padre de dos hijos: un adolescente y una niña que es la encarnación de la pureza, el candor y la inocencia como siempre la ha representado el cine estadounidense (rubia platino, educada y siempre preguntando lo que no se puede responder), una imagen que evoca inevitablemente a la joven y angelical Laura Dern del filme de Lynch.
Tom mata, en defensa propia, a dos indeseables (les hemos visto actuar en el previsible pero magistral plano secuencia que da inicio a la película) que tratan de atracar su local y amenazan a una de sus empleadas, lo que le convierte en un momentáneo héroe nacional. A los pocos días, otros hombres de aspecto aún más peligroso se presentan en el pueblo, orgullosos de haber encontrado finalmente a Joey (Tom), un asesino con el que tienen cuentas pendientes. Tom, por descontado, lo niega todo: ante su mujer, ante sus hijos, ante el sheriff, ante sus amigos... Y todos le creen.
No hay tiempo para extrañamientos ni distanciamientos: la duda ya ha germinado (el espectador incluido) y nadie sabe si Tom es quien dice ser o un indeseable huido de un mundo cruel y violento que parecía tan lejano y ajeno... El agua ya está sucia y los acontecimientos se precipitan: ahora sabemos la verdad y la única incógnita --aun queda un tercio de película-- es saber lo que hará Tom para recuperar su apacible existencia de esposo y padre.
El estilo deliberadamente lento y la forma tan directa de hacer avanzar la historia recuerdan mucho a su predecesora, haciendo que el necesario maniqueísmo del argumento no parezca tan irreal. Otros dos aciertos en este último tercio: el incómodo polvo de Mortensen y su esposa (Maria Bello, con ese perturbador matojo intuido) posee la virtud de justificar y superar una situación que limitaba con el absurdo; el segundo, resolver sin florituras técnicas ni dramáticas el ajuste de cuentas definitivo. La escena final es completamente previsible, pero posee la virtud de incluir una carga metafórica impecable en fondo y forma: sin una sola palabra, cada personaje expresa lo que ha sido, lo que es y lo que será después de que la violencia le haya marcado para siempre. Un filme que roza el mejor clasicismo eastwoodiano.