Si Narciso Ibáñez Serrador se preguntaba en los años setenta ¿Quién puede matar a un niño?, la respuesta previa a esta cuestión puede ser este clásico dirigido por Mervyn LeRoy, toda una leyenda de la etapa dorada del sistema de estudios del Hollywood, que, en la línea de cierto cine de terror, escoge a una niña como inquietante vehículo para la intriga, el suspense, el misterio y el horror. Como no puede ser de otra manera, el tono elegido ya desde los créditos iniciales (el apacible perfil sereno y tranquilo de una pequeña localidad norteamericana contrasta con la turbulenta lobreguez del embarcadero agitado por las olas en una noche de temporal) oscila continuamente entre la atmósfera plácida, soleada e inocente de los cuentos infantiles y los escenarios góticos, tenebrosos, tormentosos y lúgubres asimismo propios de esos mismos cuentos.
LeRoy utiliza así el clima para acentuar simbólicamente la aparente doble personalidad de la dulce y tierna Rhoda (Patty McCormack, candidata al Óscar), una niña sensible, buena y muy espabilada (demasiado, superando con creces la delgada línea de la repelencia repipí) que, a medida que van transcurriendo los 129 minutos de metraje, se va revelando como una mente cínica, obsesiva, calculadora y especialmente retorcida y perversa. Tal es así que, cuando, precisamente en el embarcadero, un niño pierde la vida ahogado durante un feria escolar, su propia madre, Christine (Nancy Kelly, también nominada al Óscar), empieza a sospechar que su hijita tiene algo que ver, y no precisamente para bien: la víctima del “accidente” acababa de vencer a Rhoda en el concurso escolar de redacción, y la niñita no lo había encajado bien. Como, además, Christine descubre en el joyero de Rhoda la medalla al premio de redacción, ata cabos, y esas ataduras la llevan a otros sucesos del pasado, muertes sobrevenidas y “misteriosos accidentes” de personas cercanas pero no especialmente receptivas a los deseos de Rhoda que, de repente, habían desaparecido violentamente de sus vidas… El terror que esto le infunde a Christine, y la necesidad de torear la situación sola, dado que su marido, coronel del ejército (William Hopper) está en su base, la llenarán de angustia e incertidumbre, y también poco a poco de un miedo a convertirse en una pieza prescindible del rompecabezas de la mente de su hija… El puzle se completa con Leroy (Henry Jones), el peón que hace trabajos manuales en el edificio de apartamentos donde vive la familia, y que desarrolla una turbia atracción por la pequeña Rhoda que, aun así, no le impide leer su verdadera naturaleza, la señora Breedlove (Evelyn Varden), la propietaria, que ejerce como abuela ‘de facto’ de la niña, y con Hortense (Eileen Heckart, tercera de las seleccionadas para el Óscar de entre el reparto), la madre del pequeño fallecido que, desesperada y alcoholizada, frecuenta la casa para intentar sonsacar -y luego acusar- a Rhoda por su intervención en la muerte de su hijo.
La película se construye con una estructura y un formato que se muestran direcamente deudores de la raíz teatral (una obra de Maxwell Anderson) y literaria (una novela de William March) del guión de John Lee Mahin. Excepto en escasos momentos (la merienda campestre, los aledaños de la casa), toda la acción transcurre en interiores, y en la mayor parte de los casos (excepto los despachos de la base y las dependencias del hospital) dentro del edificio y la propia casa de la familia. Igualmente, la carga dramática de la cinta descansa en especial sobre el texto, en algunos aspectos extremadamente valiente para la época (el insinuado interés inicial de Leroy por la niña, las consecuencias de la patológica obsesión de Christine con la patología criminal de su hija), aunque en otros puramente superficial y barato (la coartada psicológica de lo que ocurre, la parte más débil y menos interesante, por forzada e inverosímil, del guión), destacando por encima del conjunto el nivel interpretativo de las mujeres del film, que son las que sostienen con su entrega y buen hacer una trama que bordea constantemente el riesgo de deshacerse con el paso de los minutos. El vértice del drama es la actitud de Christine: una vez que sospecha, o averigua, la verdad, ¿qué hará? ¿Denunciará a que ella está convencida de que es la asesina de un puñado de personas o bien protegerá a su hija contra todos y contra todo, incluida la ley, bajo el riesgo de que vuelva a hacerlo otra vez (como sospecha que ha ocurrido con el fuego accidental que prende en casa de Leroy, o como está a punto de sucederle a la señora Beedlove como consecuencia de una forma muy particular de endender la piedad y la compasión por parte de Rhoda), de que ella misma pueda convertirse en su víctima? El desenlace de esta encrucijada personal y moral resulta de lo más osada, y es tratada por LeRoy con gran sensibilidad y tacto que a su vez desembocan en un resurgimiento final del terror de nuevo solapado bajo una atmósfera de placidez recuperada con un sustrato íntimo de dolor.
En el plato negativo de la balanza, hay que apuntar las líneas argumentales que se esbozan y se abandonan sin más (la investigación policial, inexistente, la intervención de la directora del colegio, que no llega a ninguna parte, y la doble irrupción de Hortense, que, excepcionalmente tratada desde el punto de vista del dolor -los momentos en que su marido va a buscarla a la casa se hacen especialmente duros-, más allá de la pista inicial no termina de aportar nada en cuanto al conocimiento de la verdad sobre lo que está pasando), pero, sobre todo, la justificación “psicológica” del asunto, que tiene lugar con la visita del padre de Christine, Richard (Paul Fix, veterano actor conocidísimo por su habitual encasillamiento en papeles de sheriff o de médico en una buena cantidad de westerns), cuando Christine recuerda de repente y porque sí un extraño sueño que la visita de vez en cuando y que la conecta con el caso de una famosa asesina psicópata investigado en su día por su padre, a través del cual pretende instalarse un discurso acerca de algún “gen” criminal que incline al asesinato, en contraposición a las tesis sobre los condicionantes económicos, sociales, familiares, etc., que podrían decantar a alguien por la transgresión de la ley. Este aspecto, liquidado en apenas dos conversaciones que no se sostienen desde el punto de vista de la lógica narrativa, que aparecen como metidas con calzador para intentar hacer cuadrar el guión allí donde quizá no hacía falta forzarlo, hacen que la película naufrague en un momento dado, y que no recupere la línea de interés hasta el demoledor final.
Todo esto antes de un epílogo que, además de subrayar nuevamente la naturaleza en origen teatral del relato (todos los personajes, de uno en uno, mientras el nombre del actor que los interpreta aparece en pantalla, entran por el vano de una puerta y saludan a los espectadores), lanza un guiño cómplice y amistoso al espectador: Nancy Kelly y Patty McCormack se encuentran de nuevo en el salón de la casa, una vez finalizada la historia y, por fin, Nancy hace con Patty eso que el espectador lleva más de dos horas esperando ver. Una viñeta, casi de dibujos animados, innecesaria y anticlimática pero simpática en contraste con la sordidez de lo visto y con las implicaciones que genera. Como dice un personaje de una de esas vergonzantes “películas” de Mariano Ozores: “caray con las niñas bien, qué mala leche tienen…”.