Otra vez el humor cambia. Los ojos se llenan de lágrimas. La indiferencia por todo lo que habita, camina, respira y vive en este mundo es tan grande que la fosa oscura y marchita es mi nuevo hogar. No paro de sentir cosas tan dolorosas, que están penetrando en lo más profundo y arden. La puta madre, hiere, duelen, lastiman. Se encuentran muy lejos de poder soportar. Me hago daño a mi misma, lo entiendo. Lo sé. Lo capto. Pero no puedo hacer nada contra eso. Nada. Intento no pensar en aquello y mi mente lo piensa el doble. Busco que no me persiga y se termina aferrando a mi como una pulga a un perro de la calle.
Hablar del tema es tabú. Terminaría todo en un problema, caos, llantos, dolor. ¿Para qué? Si es tan solo una automutilación. ¿Para qué? Si el ciego por más que quiera no lo va a ver. ¿Para qué? Si el cristal tan solo se va a quebrar en dos. ¿Para qué? Si consumirlo a oscuras y en silencio es más intoxicante que gritarlo a los cuatro vientos. No se justifica. Existe. Aparece. De a ratos. Más seguidos. Menos seguidos. Existe. Están. Está. Él. Los. Están. Siempre van a estar, ¿no? Siempre me van a jugar una mala pasada. Un horrible rato. Nunca van a parar de hacerme daño. Nunca. Porque para eso están. Para dañar. Para jugar con la mente. Para llenarme de deseo. De ganas de arrancarme el cerebro, el corazón, ese punto exacto en mi diafragma que siente un agujero cuando veo un nombre que no es el mio. Cuando siento que esa sonrisa no es para mi. Cuando el gesto perdió la intención. Cuando la intención perdió el sentimiento.