Dos tipos muy mal encarados llegan una noche cualquiera a un solitario pueblo del este de Estados Unidos. Apenas hay movimiento en las calles; sólo las luces de un café dan alguna muestra de actividad en el lugar. Allí se dirigen y se acodan en la barra mientras encargan la cena. Y esperan. Sus modales son rudos, su actitud autoritaria, sus preguntas, intimidatorias. Y esperan. Se hacen con el local y encierran a los empleados y a un cliente en la cocina. Y esperan. Pero esperan a alguien que no llegará, que, a su vez, les está esperando a ellos. Tumbado en la cama, los barrotes del cabecero haciendo sombra en la pared, como si se tratara de un preso del corredor de la muerte aguardando a que el verdugo lo conduzca a la silla eléctrica. Y, pese a los esfuerzos de un joven por llegar a casa de El Sueco (Burt Lancaster) y advertirle de que van a matarlo, nada cambia. Ni se inmuta. Él sigue esperando su hora y, finalmente, escucha el abrir y cerrar de una puerta y los pasos por la escalera, ve las siluetas por la puerta entreabierta y, finalmente, los fogonazos, al tiempo que escucha las detonaciones que rompen esa noche en un pueblecito perdido del este de Estados Unidos. Descubierto el crimen, un investigador de una compañía de seguros (Edmond O’Brien) comienza a indagar en la vida del asesinado sobre todo para saber por qué ha legado la indemnización por su muerte a una persona a la que parecía no conocer. Eso le lleva a introducirse en el pasado de El Sueco: sus inicios como boxeador, la derrota que le retiró, la mujer a la que abandonó, la morena que lo volvió loco, sus malas asociaciones con tipos dudosos y su final trágico, su condición de pelele en un juego que le venía grande, en el que no fue más que un instrumento para otros, un pobre iluso que de héroe pasó a espantapájaros…
Así, con tanta simpleza, puede resumirse el argumento de una película rica, compleja, caleidoscópica, magistral. Como tan a menudo ocurre con el cine, o al menos ocurría con el buen cine, la simplicidad es engañosa, oculta capas, estratos, detalles, recovecos, que la enriquecen, completan, construyen, embellecen. Que la convierten en una arquitectura sólida, equilibrada, de personajes auténticos, creíbles, verosímiles, de perdedores predestinados, de situaciones al límite, a vida o muerte, a todo o nada, grandes historias en las que se dan cita la ambición, el deseo, el amor, el riesgo, el odio, la avaricia y la huida, por supuesto, con la muerte como la mayor y más definitiva de sus encarnaciones. La muerte observada, estudiada, diseccionada, entendida como un proceso natural e inevitable pero cuya llegada con antelación y de forma violenta está sujeta a condicionantes de tiempo y lugar que nosotros mismos podemos mutar, incluso provocar, a menudo sin saberlo, entrando en una espiral de acontecimientos sucesivos y consecuentes que, incluso hasta de la mano de la criatura más dulce, nos conducen engañados, ilusos, felices, embriagados por el deseo o la ambición, al final que alguien ha escrito previamente para nosotros conforme a un plan en el que la felicidad de la víctima nunca estuvo contemplada salvo como instrumento egoísta de avaricia, odio y crueldad.
El alemán Robert Siodmak, huido de su país con la llegada del nazismo, asímismo posteriormente perseguido por los anticomunistas norteamericanos durante la Caza de Brujas, momento en el que regresó temporalmente a Alemania, adaptó, prolongó y enriqueció el relato de Ernest Hemingway The Killers para crear una obra maestra del cine negro y también de todos los tiempos, un prodigio narrativo y visual al que hoy en día todavía se sigue “homenajeando” (eufemismo para la palabra “copiar” muy en boga en la actualidad), con muchos y diversos puntos de interés que bien valdrían un visionado de la cinta o, mejor, hacerse con un ejemplar para visitarlo de vez en cuando.
En cuanto a interpretaciones, la película es sobresaliente. Burt Lancaster está perfecto como El Sueco en su combinación de hombre duro y sensible, de víctima y verdugo, de enamorado atormentado y de hombre común con un pasado que prefiere olvidar, de ser devorado por el deseo que se deja arrastrar a una dinámica autodestructiva que es capaz de prever pero a la que no logra resistirse. Ava Gardner hace aquí gala de su condición de animal más bello del mundo en su momento (cuando uno compara con las bellezas oficiales de hoy no puede evitar que le entre la risa floja), como la mujer fatal que atrapa el corazón de El Sueco, que lo maneja como una marioneta, que lo hace respirar, amar, sentir, únicamente a través de ella. Un títere manipulado al servicio de otras ambiciones y otros deseos. Ava irrumpe en la pantalla con toda la fuerza de la que es capaz un ser humano hermoso y magnético, de pie, junto al piano, en una fiesta a la que El Sueco, instantáneamente embobado nada más contemplarla, es invitado (véase la foto superior, el juego de miradas, muy ilustrativo del propio devenir del filme). Sólo hay una aparición sobrevenida tan brillante, tan impresionante: Rita Hayworth en Gilda, sacudiéndose el cabello y sonriendo al papanatas de Glenn Ford. Edmond O’Brien es la apoteosis del sabueso, del investigador que combina talento, inteligencia, olfato profesional y mucha psicología para analizar los asuntos en que se ocupa, que atesora un gran instinto y que, más importante todavía, consigue empatizar con la parte débil del caso que se trae entre manos, quizá porque no le cuesta nada identificarse con él. Sus pesquisas, ordenadas, precisas, tenaces y apasionadas, casi más producto de su propio orgullo profesional que de su condición de asalariado de una compañía de seguros, articulan el magnífico guión, dirigen la narración a la que asistimos. A esta tripleta protagonista se une una legión de eficaces intérpretes como reparto de lujo: Albert Dekker, Sam Levene, Vince Barnett, Virginia Christine…
El guión es una pieza de relojero, un mecanismo preciso, exacto, perfectamente engrasado. Complejo, construido en forma de continuos flashbacks que van ilustrando el pasado de El Sueco a medida que el detective se interna en él, constituye por sí mismo una obra maestra de la escritura cinematográfica (obra de Anthony Veiller), no sólo por lo excelso del material de origen que da pie a la adaptación, sino por la extraordinaria forma en la que es desarrollado, introducido y conectado con una narración mayor, más ambiciosa. Un ejemplo que algunos “grandes” de la actualidad (nos referimos una vez más a Tarantino) han diseccionado y adaptado a sus propias películas, al menos a las mejores de ellas, gracias a las cuales se han hecho un nombre que ahora tiran por tierra toda vez que abandonan las fuentes de “inspiración” que escogieron sabiamente y se lanzan a apologías de la serie B. Un guión calculado, medido hasta el último extremo, sólido, coherente, con un sabio manejo de la tensión y con las notas adecuadas de suspense, emoción y el punto justo de insinuación que permite al espectador ir muy por delante en algunos aspectos (conoce el final de El Sueco nada más empezar) pero que consigue reservarse un clímax inolvidable y un buen puñado de momentos irrepetibles con su dosis justa de sorpresa para enganchar al espectador.
Tanto la fotografía (de Elwood Bredell) como la puesta en escena son ejemplares respecto a lo que significan ambos aspectos en el cine negro clásico, de la carga simbólica con que acompañan la trama principal, de la recreación de ambientes sórdidos, oscuros, en los que se desenvuelven los personajes, con una amenaza en cada esquina, con la sombra del fracaso siempre pendiendo sobre sus cabezas. Sin duda, el pasado de Siodmak en el cine alemán le ayuda a explotar adecuadamente toda aquella riqueza visual del expresionismo en esta historia. Igualmente, la histriónica, estridente música de Miklos Rozsa acompaña adecuadamente cada aspecto diferente de la trama, subrayando el tono cada momento o telegrafiando cambios o interpretaciones diversas a la aparente: disipa la sombra de tranquilidad que domina el pueblo a la llegada de los forasteros, como advirtiéndonos de que algo terrible va a ocurrir, sirve de marco a los momentos más íntimos y románticos de la pareja fatal, aunque al mismo tiempo mantiene cierto halo de inquietud que hace que no nos llevemos del todo a engaño sobre lo que vemos, eclosiona apoteósicamente con cada zarpazo de violencia, en el momento del clímax final…
Una obra maestra, en suma, versionada e imitada hasta la saciedad sin que, excepto quizá en Código del hampa, de Don Siegel (1964), con Lee Marvin, Angie Dickinson y John Casavettes como triángulo protagonista (en una escena inicial que Tarantino fusila en Pulp fiction, créditos incluidos), se haya llegado jamás a sus cotas de excelencia y de perfección. Película imprescindible, de manual, debiera servir de vehículo para enseñar a los espectadores qué es el cine, cómo se hace, de qué va. Y, sobre todo, qué tiene forma de cine pero no lo es. Una película, en fondo y forma, inagotable.