Aclaración preliminar: suponiendo que Jean-Luc Godard no hubiese hecho otra cosa que dirigir À bout de souffle, su película de 1960 basada en una historia de Truffaut, su obra seguiría estando a mil años luz que la de una enorme mayoría de cineastas que han y siguen pululando, ayer y hoy, como una casta de malditos, por el mundo.
Hace un par de noches me descubrí estupefacto frente al televisor. Alrededor de la medianoche, haciendo zapping, había encontrado que anunciaban Le Petit soldat, uno de los primeros largometrajes de Godard. Fue una verdadera casualidad, pues (más allá que no es frecuente encontrarse con películas de este calibre en la televisión) en las semanas anteriores me había dedicado a ver varias realizaciones del reconocido director francés (hasta una revisión esclarecedora de Pierrot le fou). La cuestión es que, al tiempo que disfrutaba la más radical y mejor escena de tortura que jamás mis ojos hayan contemplado, o la exquisita sesión de fotos que Michel Subor le realiza a la resplandeciente Anna Karina, me vino a la memoria un artículo que tuve ocasión de leer días antes en la revista cultural de “Clarín”.
En el mismo, el escritor peruano Santiago Roncagliolo comienza afirmando que en su época de estudiante universitario, la mejor manera de arrebatar la atención de las compañeras del sexo opuesto era hablándoles del cine de Godard. Anoticiándome que Roncagliolo nació en 1975, su método de seducción me resulta, cuando menos, curioso. Me explico: si el escritor que nos ocupa hubiese cursado sus estudios en los años sesenta o setenta, su aseveración podría sonar más lógica, más creíble, pero lo cierto es que en la década del noventa el nombre de Godard lejos estaba ya de reputarse como afrodisíaco. La cosa no ha cambiado sustancialmente: salvo excepciones, si hoy en día uno pretende que la mera invocación del artista parisino redunde en un encuentro sexual con una estudiante de Humanidades, está tirando un anzuelo sin carnada. Existen mil y una vías más idóneas para la consecución de tan loable finalidad, comenzando por tener una abultada cuenta bancaria o un aspecto parecido al de George Clooney. No jodamos, simplemente soy realista: si yo le hablo a una mina sobre Godard, lo más probable es que me mire con estupefacción, para luego emprender una despavorida huida por los pasillos de la universidad.
Pero Roncagliolo sigue, y más adelante dice: El único inconveniente era que había que ver sus soporíferas películas, pero en caso de emergencia, uno podía salir del paso con algunos clichés del tipo “una mirada oblicua a la condición contemporánea” o “un poema visual sobre la otredad” que servirían para describirlas a todas. Sobre Godard han corrido ríos de tinta, pero yo he hallado pocas oraciones tan equivocadas como la anterior. No condeno al paisano de Vargas Llosa por hacerle honor a su apellido, durmiéndose con los filmes de Godard, dado que nadie tiene la obligación de apreciarlos positivamente (aunque, vale decir que el calificativo de “aburrido” solía ser aplicado a otro descomunal genio como Antonioni y no a Godard), pero los lugares comunes que inventaba para acostarse con sus compañeras lejos están de describir en conjunto la esencia de una filmografía tan contundente como variada.
Sin embargo, todo esto sólo oficiaba de introducción, pues como si no fuera suficiente, el novelista peruano remata su artículo con la exposición de una teoría sustentada en la lectura de la biografía escrita por Colin MacCabe: ante su escasamente agraciada anatomía, nos dice Roncagliolo, Godard concibió toda su obra pensándola como un medio para conseguir mujeres. Para probar semejante dislate tan sólo recurre a narrar un par de anécdotas sobre la relación del director con Anna Karina, Anne Wiazemsky y Anne-Marie Miéville. Me gustaría tener su capacidad para experimentar revelaciones tan singulares en base a disparatadas interpretaciones de biografías canónicas.
Hay que dejar en claro que Jean-Luc no fue, ni hoy tampoco debe serlo, ningún monje replegado en las virtudes de las prácticas ascéticas, y que sus films rebasan carnalidad, concupiscencia y erotismo (sin llegar a los extremos de Pasolini, por cierto). Por otra parte, se podrá argumentar que no es un “intocable”, que sus películas distan muchísimo de ser geniales, etc. Lo que resulta inaceptable es lo que expresa Roncagliolo, quizá guiado por esa “filosofía de bar”, vaga, ligera y fanfarrona, que se complace en afirmar que todo lo que hacen los hombres solamente es un recurso para “levantar” minas”.
Por último, lo que omite mencionar Roncagliolo es que Godard, sobre todo a partir de su experiencia con el grupo Dziga Vertov y de la estrecha colaboración que mantuvo con Jean-Pierre Gorin (co-dirigieron seis películas juntos), oponiéndose claramente al lenguaje instaurado por Hollywood, jamás renunció a la idea de cooperación dentro del séptimo arte.
En definitiva, no me sorprende, ya que este joven escritor latinoamericano, como tantos otros que firman columnas de opinión en diversos periódicos del mundo, entienden que las vanguardias son latosas, y que el compromiso artístico es una falsedad, o en todo caso, algo del pasado. Suerte que no todos somos de su opinión.