Transmitiendo lo aprendido

Por Angela Monasor @AngelaMonasor

Pipas de girasol con cáscara

Cuando uno vive en el extranjero desarrolla al menos dos habilidades: la de apreciar los pequeños detalles de la cultura autóctona y la de buscar estos elementos – o sus equivalentes más cercanos- en el nuevo ambiente donde nos desenvolvemos. Por suerte, hay un supermercado turco frente a mi casa donde nos surtimos de productos mediterráneos poco comunes en Inglaterra. Allí es donde compramos pipas de girasol, con cáscara y un poco de sal. Todavía no las hemos encontrado tostadas, pero todo se andará. Una vez que llegas a casa y te sientas en el sofá equipado por el combo película, manta y bolsa de pipas, no hay nada más desagradable que toparse con una de esas pipas amargas, que para más INRI, suelen aparecer al final de la bolsa, dejándonos con un sabor horrible en la boca.

El sabor amargo de las pipas normalmente se debe a la descomposición del aceite que contienen, es decir, están rancias. Ingerir aceites rancios no es bueno para la salud – a largo plazo-  y nuestro cerebro parece haber asociado este sabor amargo con una sensación de disgusto que nos impulsa a escupir la pipa en cuestión o incluso, a no querer comer ninguna más por un rato. Lo mismo pasa con otros muchos sabores u olores que nos resultan automáticamente repugnantes a la mayoría de los humanos. ¿Cómo se ha desarrollado este instinto de supervivencia?

Hace unos meses, un nuevo y controvertido estudio intentó lanzar algo de luz sobre este asunto. En su artículo de la revista Nature Neuroscience, los investigadores explican cómo tras entrenar a un grupo de ratones para que reaccionaran negativamente al olor de un producto químico presente en las naranjas conocido como acetofenona, los hijos y nietos de estos ratones también reaccionaban negativamente a este producto.  Para demostrar que no se trataba de un comportamiento aprendido durante la crianza, los ratones eran separados de sus progenitores al nacer, y aún así, seguían manifestando gran rechazo  al olor de la acetofenona. Por último, se realizó el experimento tomando esperma de ratones que ya habían desarrollado el rechazo a este olor particular, y se realizó una fertilización in-vitro en ratones hembra sin entrenar y de nuevo se observó la reacción negativa frente al olor de la acetofenona.  Pero además, lo mismo ocurría si los ratones eran entrenados para reaccionar negativamente frente a otros olores, es decir, no se trata de una propiedad específica de un solo producto químico.

Generaciones de una familia. Seguro que a ninguno le gustan las pipas amargas.

Parece que los ratones aprender a reaccionar frente al olor de la acetofenona a través de ciertos cambios en una región particular de su cerebro. Y estos cambios se reproducen en su descendencia. Es más, siguiendo la teoría propuesta por estos investigadores, los cambios en el cerebro no serían más que un reflejo de transformaciones en su ADN. Nuestro código genético se compone de un abecedario sencillo que consta sólo de cuatro letras: A,T, C y G y se repite en cada las células de un mismo organismo. Pero además, existen ciertos signos de puntuación que favorecen la interpretación del código genético y que cambian en cada célula, dando lugar a sus diferentes formas y funciones. Pues bien, parece que estos signos de puntuación, conocidos como código epigenético, serían los responsables de los cambios cerebrales que se dan en los ratones cuando aprenden a asociar este olor con reacciones negativas.

Cuando los científicos observaron la región del genoma responsable de detectar el olor a acetofenona, vieron que el código epigenético de esta zona había cambiado. Tras las modificaciones inducidas por el aprendizaje, el gen se encontraba más expuesto y era “más fácil de leer”. Esta modificación se encontró en los ratones entrenados, en su esperma y también en las dos generaciones siguientes de ratones, explicando el cambio de comportamiento.

Lo que llevó a este experimento a las portadas de las secciones de ciencia de muchos periódicos, fue el hecho de que cambios de comportamiento debidos a una experiencia externa puedan transmitirse de padres a hijos. Quizá a nosotros nos pase algo parecido y por eso nos repugnen las pipas amargas. Alguno de nuestros ancestros pudo haber detectado que no son buenas para la salud y el recuerdo negativo ha prevalecido y se ha ido extendiendo durante generaciones. Sin embargo, si llevamos el estudio un poco más allá podemos encontrar consecuencias no tan positivas, como el hecho de que se hereden traumas o miedos irracionales o de que se aprovechen estas propiedades para ejercer un cierto tipo de control sobre la población. Pero bueno, quizá es mejor no adelantarnos demasiado, ya que no ha sido probado que esto sea posible. De momento, siendo prácticos, lo mejor será comprar dos bolsas de pipas. Si la última nos sabe amarga, siempre tendremos otra más con la que resarcirnos.


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