El ictus es una de las enfermedades cerebrovasculares que afecta especialmente a los vasos sanguíneos que conducen la sangre desde el corazón hasta el cerebro. El origen del ictus está asociado a la rotura o el bloqueo físico (por un coágulo u otra sustancia) de alguno de los vasos sanguíneos que conducen al cerebro. Esta interferencia en la conducción natural de sangre hasta el cerebro puede ocasionar insuficiencias en el flujo necesario para el mantenimiento de las funciones cerebrales (el cerebro no recibe oxígeno en cantidades suficientes, por lo que se puede producir la muerte de varios grupos de neuronas).
Los principales riesgos de sufrir ictus van en alza con la edad (después de los 55 años aumentan las probabilidades de padecer esta enfermedad), la herencia familiar, la presión sanguínea, el tabaquismo y la diabetes, entre otros. Los síntomas del ictus se presentan de manera repentina y causan una lesión cerebral en cuestión de pocos minutos. Los síntomas clásicos del ictus son la confusión repentina, la aparición de dolores de cabeza muy agudos, problemas del habla o del lenguaje, parálisis del lado izquierdo o derecho del cuerpo, pérdida de memoria y problemas de visión.
Los tratamientos para las personas que han sufrido ictus o alguna de las enfermedades cerebrovasculares asociadas a este problema de salud consisten están centrados en la aplicación de cuidados intensivos y en la rehabilitación. Después de concurrir a un servicio de emergencia en el hospital puede ser necesaria una rehabilitación específica en función de los síntomas residuales que haya dejado el ictus (aunque esto no sucede en todos los casos). El pronóstico que se puede esperar para cada caso en particular varía notablemente de acuerdo a la gravedad del ictus y a las condiciones de salud iniciales para cada persona.