Si traspasamos el límite de aquello que vemos y oímos, nuestra osadía seguramente nos lleve a preguntarnos dónde radica el éxito de esta obra. Quizá en que nos pasamos la vida buscando el amor, sin saber ni el cómo, ni el cuándo ni el por qué. A veces el amor está a nuestro lado y no lo vemos, cegados como estamos por el tópico de la felicidad total, un sentimiento que la vida día a día nos demuestra que no existe. Esta entelequia que nos lleva toda una vida descifrar, es lo que le lleva a uno de los personajes a decir que el verdadero amor crece con el conocimiento, y quizá esté en lo cierto, aunque también otro de los actores nos recuerda que la felicidad está en la aceptación de la realidad. En este sentido, la pasión inicial de Alejandro deviene en ese desamor que el paso del tiempo se encarga de acrecentar, mientras que la desidia o el desinterés por su marido que inicialmente expresa Julia se convierte en el amor que sólo da el paso del tiempo y el conocimiento de la persona nos puede dar. En definitiva, un juego de contrarios que nos muestra lo caprichosos que son los designios que conducen nuestras vidas.
Si bien Tres años está situada en España en los azarosos años que precedieron a la Guerra Civil Española, a poco que nos dejemos llevar por nuestro subconsciente literario y fílmico, nos desplazaremos sin mucho esfuerzo hacia esos otros ámbitos genuinamente rusos que por ejemplo existen en El jardín de los cerezos con sus dachas y sus grandes propiedades, y que en la obra de teatro que ahora abordamos, tienen su punto álgido en la escena donde Alejandro (Raúl Fernández) coge una sombrilla y se pone a bailar con ella, porque ahí, y casi sin darnos cuenta, parece que estemos viendo a Marcello Mastroianni en su personaje en Ojos negros de Nikita Mikhalkov sobre un relato corto del propio Chéjov. Similitudes al margen con las múltiples representaciones que sobre nuestro subconsciente colectivo tiene el universo del ARTE, de lo que sí nos congratulamos es del alto nivel de todos los actores que dan vida a unos personajes encadenados al amor en sus distintas vertientes, que como en una montaña acaban en un cima llamada FELICIDAD. Paulina (Alicia González) es una hábil y atenta interlocutora, que aparte de dirigirse con soltura y sencillez al público, proporciona de las dosis necesarias a su personaje para que creamos en él y en sus particulares contradicciones. Del mismo modo, que Gregorio (José Maya) explora con éxito las dotes de bon vivant de su personaje y ejerce de necesario contrapunto a la amargura de Alejandro. Jaime (José Bustos) es un guaperas que no explota su físico a la hora de enamorar a mujeres bonitas, sino que más bien intenta darle una solución química a sus exploraciones sobre el amor, a lo que hay que añadir su faceta musical tocando el piano de una forma más que solvente (doble acierto). Julia (María Pastor) tiene esa rara habilidad de irnos ganando a medida que avanza la representación para convertirse al final de la misma en el gran hallazgo interpretativo de la noche, solvente, risueña, pizpireta, cómica o realista, en fin, maravillosa, sobre todo cuando en la escena en la que canta acompañada del piano de Jaime, es capaz de transmitirnos todo un mundo de sensaciones con un brillo en sus ojos que enamora. Alejandro es el alma más atormentada de la obra y al que Raúl Fernández sabe darle las dosis necesarias de un existencialismo que recorre como un tobogán los diferentes estados de ánimo del ser humano, y lo hace de una manera acertada, pues lleva en todo momento con gran acierto el peso de la representación, aunque si algo hay que destacar de la misma es el alto nivel de todos los participantes a la hora de mostrarnos cómo el amor es una mera ilusión.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.