Hoy, por fin, he dejado de oír los golpes, su angustiada voz preguntando a todas horas por los motivos de mi encierro. Se ha limitado a dejarme el plato del día (potaje de espinacas) al otro lado de la puerta, y yo he esperado un rato después de oír sus últimos pasos, hasta estar seguro de que había salido. Sólo entonces he abierto la puerta para recogerlo. Poco me ha importado que ya estuviera frío.
A estas alturas, estoy completamente aclimatado. He dejado de sentir la humedad, que se me había instalado en las articulaciones como herrumbre en bisagras chirriantes. Ya no añoro la luz natural ni sufro el picor de la barba en el cuello que tanto me molestó la primera semana. Poco es lo que puedo echar en falta. Dedico el cien por cien del tiempo a la tarea que minuciosamente he planificado. Cuando me asalta el sueño, me tiendo sobre el cartón de las cajas que he desmontado para conseguir un confort que ahora juzgo aceptable y duermo. Al despertar, continúo el trabajo.
Después de comer me he cortado las uñas atrapándolas con el cajoncito del detergente de la lavadora, una técnica que he conseguido perfeccionar extraordinariamente. En la tina de plástico que solíamos usar para hacer la colada he encontrado una buena solución al problema de las aguas menores y mayores. Cuando termine, verteré su contenido al jardín a través del respiradero. No es más que un estrecho ventanuco, pero resulta suficiente para tal menester. Si necesito concentrarme, conozco el modo de hacerlo. Me basta con dejar que los ojos se posen una vez más sobre mi anotación manuscrita en la primera página de Los cuadernos de Fritz Kocher: “Regalo de Rogerio. Verano de…”.
Verano, ¿de hace cuántos años? No tantos en realidad, pero la memoria es débil. Ya casi habíamos olvidado a Rogerio. El hecho es que no hemos vuelto a saber de él. De algún modo dimos por hecho que regresaría en breve plazo para recuperar las cosas que se dejó, embaladas en tres cajas de cartón y un maletín de lona. En el peor de los casos, pensábamos, se pondrá en contacto con nosotros cualquier día para pedirnos que se las enviemos por correo. Nada de eso ha sucedido hasta la fecha.
Rogerio era tímido, discreto, de maneras exquisitas, pero no incapaz de pedir pequeños favores. Sin embargo, lo de pasar una temporada en casa no fue idea suya. Ella le invitó, e insistió ante sus reparos. Nos detuvimos en Oporto a recogerlo, de vuelta de vacaciones. Se demoró mucho más allá de la hora convenida, pero de todas las formas de descortesía tal vez la impuntualidad sea la más fácil de reparar: basta una conversación educada. Y él dominaba ese arte. Entretuvimos la espera comprando artículos para el hogar en una tienda de la calle de Santa Catarina.
Un día reparamos en que nuestro antiguo invitado no había dejado señas de contacto. Cierto que con él tuvimos contados momentos de pausa, esos momentos en los que la gente habla y habla hasta que la conversación acaba encauzándose hacia temas lo suficientemente personales como para tentarnos a pensar que estamos empezando a conocer a nuestro interlocutor. Rogerio paraba poco en casa. Solía llegar tarde, se hacía algo de cenar y comentaba los sucesos del día sin demasiado detalle. Luego, con ritmo moroso, llevaba la conversación hacia algún terreno polémico, donde se movía con suma habilidad. Nunca se empecinaba en sus posiciones y la mayoría de las veces acababa por darme la razón. Ahora pienso que lo hacía para tenerme de su parte. Recuerdo que le torturaban los pies y que, sin embargo, rechazó las sandalias que le ofrecí. Prefería seguir cociéndolos dentro de unos espantosos zapatos negros. Acudir a la cita con el especialista en el centro de salud fue su última disculpa para prolongar la estancia más de lo previsto, si es que alguna vez hubo previsión sobre el tiempo que había de quedarse con nosotros. Por entonces, me refiero a cuando empezó a quejarse de los pies, ella llevaba ya algunas semanas evitándolo.
En Los cuadernos de Fritz Kocher, Robert Walser simula que los textos que componen el libro son trabajos escolares de un joven fallecido de manera prematura. Las supuestas redacciones están llenas de un ingenio danzarín que desarrolla muy bien la condición adolescente del supuesto autor. El chico reflexiona con desparpajo sobre los temas más variados: la patria, la amistad, la vida profesional, la fortuna, la naturaleza, el hombre…, demostrando de ese modo que un jovencito de la edad que se le supone, un jovencito brillante en cualquier caso, es capaz de hilvanar las más agudas observaciones con enternecedoras muestras de candidez. ¿Qué mensaje puede haber en un regalo como ése? ¿Tenía Rogerio alguna intención particular, aparte de mostrar agradecimiento por la hospitalidad, cuando decidió agasajarme con el libro de Walser? ¿Por qué he esperado tanto tiempo para hacerme esta pregunta?
Un noche, después de su habitual cena fría, me confesó su preocupación por el vacío al que ella había decidido someterlo. Creía que el cambio de actitud tenía su origen en una discusión sobre arte contemporáneo en la que ambos había defendido con cierta vehemencia posturas contrapuestas. Le dije que su teoría no me parecía verosímil y me las arreglé para cambiar de tema. El último favor que nos pidió antes de despedirse fue que le ayudáramos a recoger unos trastos que se había dejado en el último piso donde había estado de alquiler. La mudanza fue más liviana de lo que llegué a temerme. Ella echó una mano sin rechistar, pero apenas le dirigió la palabra.
No me ha costado llegar a la conclusión de que, si alguna clave puede desvelar las motivaciones de nuestro antiguo invitado al regalarme el libro de Walser, debe encontrarse entre las cosas que dejó abandonadas (a estas alturas, me siento plenamente autorizado a utilizar el término abandono). Recuerdo con nitidez el día que, harto de tropezarme con ellas en el pasillo, decidí deshacerme de las tres cajas y el maletín. Pensé que habíamos cumplido sobradamente nuestro deber de custodia y que era hora de llevar aquellos estorbos al contenedor de la basura. Sin embargo, cuando me disponía a ello, me entró la duda: antes de deshacerme del material ¿no sería conveniente averiguar de qué se trataba? Tal vez hubiera entre los trastos de Rogerio algún objeto de valor. Era necesario, en definitiva, abrir las cajas. Pero la sensación (casi un vértigo) de estar a punto de cometer una profanación me detuvo. Decidí entonces llevarlas al sótano, donde a duras penas conseguí hacerles sitio. Aquí habría que explicar que acondicionar el sótano es un viejo proyecto para el que nunca hemos encontrado la energía necesaria. La reforma exigiría, como mínimo, poner un suelo de terrazo o tarima, enlucir y pintar las paredes, ocultar las bajantes, reparar la escalera, sustituir la vieja lavadora e instalar un radiador con la suficiente potencia para evitar que la humedad haga de él un cubil insufrible durante nueve de los doce meses del año. Nos gusta ver en la televisión esos programas canadienses en los que una pareja se enfrenta a la reforma de su hogar y donde el acabado del sótano es casi siempre un reto imposible.
He tratado de ordenarlo todo del mejor modo posible, agrupándolo por géneros y especies. A un lado he colocado la ropa: media docena de camisetas de algodón estampadas, algunos calcetines gastados y un jersey de verano de color caqui y cuello de pico cuyo olor me recuerda ligeramente el pis de gato. Junto a ellos, varios CD de música comercial en los que no he encontrado mayor interés. Papeles, centenares de pliegos DIN A-4 mecanografiados por las dos caras con lo que parecen ser transcripciones de entrevistas, apuntes, ejercicios de traducción portugués – castellano, documentación variada impresa directamente de páginas de internet.
En otra pila, lindante con el montón de folletos turísticos de media Europa, he reunido las revistas de cine, varias decenas, y las monografías que diseccionan las obras de sesudos realizadores: Tarkowski, Bergman, Truffaut… A su lado varias novelas en edición de bolsillo de autores británicos. He tomado nota de dos que me resultan familiares: Graham Greene y Jane Austen. Con los programas de estudios de postgrado y máster, correspondientes a varias especialidades, he formado una gran torre cuyo último piso es el Máster de Documental Creativo de la Universidad Autónoma de Barcelona. A la sombra de la torre, un buen puñado de manuales y vademécum para la elaboración de guiones cinematográficos. Entre éstos me ha llamado la atención Cómo se cuenta un cuento, que transcribe las sesiones de un taller celebrado en la cubana Escuela Internacional de Cine y Televisión San Antonio de los Baños, bajo la dirección de Gabriel García Márqez.
He reservado un rincón especial para el diccionario español – italiano, italiano – español y otro para los libros de poesía, de los que hay varios volúmenes en lenguas gallega, portuguesa y castellana. Todos ellos acreditan haber sido premiados en certámenes de poca monta. He colocado aparte Bartleby el escribiente, de Herman Melville, en la minúscula edición de bolsillo de Alianza Editorial, y dos volúmenes en portugués, O livro das igrejas abandonadas y O Mel, ambos de Tonino Guerra, quien escribió para Federico Fellini el guión de Amarcord, entre otras maravillas. A su lado, contemplo desplegada una amable carta de la biblioteca municipal en la que se reclama a Rogerio la devolución de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, y una lacónica misiva de una tal Lucia que le informa del reintegro de cierta cantidad de dinero, le da las gracias y le pide como nuevo favor que le consiga en Portugal alguna película de Manoel de Oliveira en DVD, dejando a su buen criterio elegir cuál.
He vuelto a comprobar que el jersey y las camisetas me vienen grandes. He descartado hacer la prueba con los raídos calcetines. Cada día reservo las horas de mayor frescura mental (no sabría decir cuáles son, puesto que hace tiempo que el reloj ha dejado de organizar mi tiempo) al penoso estudio de los manuales de guión, dejando la heterogénea información descargada de páginas de internet para los momentos en que mis fuerzas flaquean y mis cansados huesos comienzan a desear la cama de cartón como si se tratase del más delicioso de los lechos. He repasado las cartas una y otra vez, pensando en los diferentes sentimientos que pudieron haber prendido en su destinatario. Mis cálculos y elucubraciones se han infiltrado en los mil vericuetos por los que haya podido discurrir la relación entre Rogerio y la tal Lucia. Es indudable que en las sobrias palabras de ella hay un rastro de admirativo respeto, pero no se puede descartar un aliento más profundo bajo la tapadera del pudor. Un amor inconfesado, tal vez ¿La ceniza de una relación hace tiempo consumida?… ¿Quién sabe? Las posibilidades son prácticamente infinitas.
Hasta el momento, las dos pequeñas obras de Tonino Guerra me han regalado las horas más placenteras entre estas cuatro paredes en las que transcurre mi encierro, voluntario y no obstante necesario. Ambas fueron escritas en emiliano-romañol después de que su autor abandonase Roma para refugiarse en su aldea natal de Santargangelo di Romagna. Una la dedica a sus ancestros y a quienes conservaron la lengua propia de la región. La otra, a “los campesinos que no abandonaron la tierra”. Ahora recuerdo que Rogerio nos habló varias veces de su pueblo, un lugar próximo a Paços de Ferreira, y de cómo ese pequeño y apartado lugar, pese a su vocación por el cine, la literatura y otras formas de arte que uno se cree obligado a buscar en las ciudades, ejercía sobre él una atracción a la que no siempre era dueño de resistirse.
Sé que en los libros, en los programas de estudios, en los discos, en las revistas y folletos, en las cartas, en los cientos de páginas impresas que con tanto esmero nuestro antiguo invitado guardó en el maletín de lona y las cajas de cartón que ahora, desguazadas, me sirven de espartano lecho, se encuentran las piezas del rompecabezas. ¿A qué vino, adónde se marchó, cuál fue la verdadera causa del desencuentro con la persona que con tanta insistencia le ofreció su hospitalidad, por qué no hemos vuelto a saber de él? ¿Por qué eligió Los cuadernos de Fritz Kocher como regalo de despedida? ¿Quién fue (es) en realidad nuestro invitado de aquel verano?… La claridad ha empezado a filtrarse por el ventanuco. Creo sentir, al otro lado de la puerta, la familiar pereza de unas zapatillas que se arrastran. Huele a café recién hecho. Me siento rendido. Dormiré un poco y luego continuaré. Estoy decidido a resolver el enigma de Rogerio.