Moscú como edén donde cumplir nuestros sueños. Moscú como entelequia que nos permite tejer un manto que nos proteja de todo aquello que no hace mal, hasta incluso de los malos recuerdos. Moscú, espacio donde reivindicar la esperanza de un futuro mejor… En esa infructuosa, por insulsa, búsqueda de la felicidad por parte de tres hermanas: Olga, Masha e Irina, es donde el maestro Chéjovubica una de sus últimas obras dramáticas, y donde quizá, también, mejor sitúa su particular búsqueda del demiurgo existencial del ser humano. La idiotez o la estupidez del hombre, a la hora de intentar cambiar el rumbo de su vida, convierten a esta obra de teatro en un perfecto espejo en el que mirarse en la situación actual de un mundo sólo inmerso en sus propios vicios y errores, donde el hedonismo rampante es, quizá, el más abrumador de todos ellos, pues cada vez menos, el ser humano se muestra interesado por salir de esa zona de confort en la que vive y habita, siendo un buen ejemplo de ello, la falsa plenitud personal que alcanza a través, y en, las redes sociales. En contraposición a todo ese infinito ejército, una vez más, Juan Pastor se alza como un faro que nos intenta iluminar a lo largo de nuestro oscuro camino, y lo hace, bajo la también falsa apariencia de las cosas sencillas y los acontecimientos banales que transcurren en la no menos banales vidas de la familia Prózorov. La propuesta del director y los actores, del ya mítico Teatro Guindalera, se ve engrandecida por el escenario y la sala que acogen a esta función dentro de los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid, pues la amplitud de espacios, permiten a la compañía afrontar la representación en un lugar más holgado donde llevar a cabo su trabajo, más si cabe, en este caso, al encontrarnos en una obra de teatro coral, donde atrezzo y actores cambian y se combinan en un perfecto juego de idas y venidas, pones y quitas que representan de una forma muy acertada ese axioma que nos dice: «vamos a cambiarlo todo, para que todo siga igual», pues es en esa inconsistente capacidad para llegar a cambiarlo todo, en la que se mueven Olga, Masha e Irina junto al resto de personajes que componen esta obra de teatro en la que, Chéjov, de una forma pacífica y sin grandes aspavientos, dirige a sus actores hacia el abismo, en contraposición, por ejemplo, con los dramaturgos norteamericanos de mediados del s. XX.
En Tres hermanas, también, una vez más, asistimos al espectáculo que nos presenta lo cómico dentro de lo trágico, y donde, de nuevo, el papel protagonista de las mujeres en las obras del dramaturgo ruso es más que sobresaliente, pues siempre nos dibuja almas femeninas con esa carga existencial que, en ocasiones, las aparta de la realidad que las rodea y las lleva a crearse un mundo propio (como por ejemplo el de Masha cuando recita un poema que nunca es capaz de terminar). En este sentido, la huida, como válvula de escape por la que llegar a poder afrontar la pérdida de la felicidad, es la opción que adoptan unas hermanas, y por ende, una sociedad a la que representan, y que son el más fiel reflejo del final de la era zarista en Rusia, que camina sin mayor determinación, que la del propio paso del tiempo, hacia su extinción. Usos, ideales y costumbres que, como en la época actual, van a cambiar sin que el ser humano que va a ser protagonistas de ellas, sepa cuál y cómo va a ser ese cambio, ni cuándo se va a producir, por lo que la representación de la deriva alcanza en esta obra tintes más bien catastróficos y demoledores. Hay que aprender a leer tras las apariencias, y a eso es a lo que nos invita Chéjov en Tres hermanas, y lo hace bajo el signo de un juego coral constante; un juego que emite un eco de voces embarulladas a las que les une, como ya se ha dicho antes, la esperanza de un futuro mejor, quizá, porque como dice Olga al final de la obra; “Queridas hermanas. Nada acaba como esperábamos. Nuestra vida no ha terminado aún. Nos queda mucho por vivir». Un fatídico final en el que nada más que sobrevivirán los más fuertes, como hace la propia Natacha, la mujer de Andrei, cuando se apodera de la casa de la familia Prózorov, una manifestación de fuerza que, años más tarde, también reproducirá Harold Pinter en El portero.
Ángel Silvelo Gabriel.