Cine italiano de los 70, mezcla de comedia y cine político pero sin emitir denuncia o condena alguna, Un borghese piccolo piccolo funciona como radiografía costumbrista de una sociedad donde la recomendación, el favor debido y el comadreo mueven relaciones sociales ancladas en el más puro clientelismo. Una asombrosa Shelley Winters y un extraordinario (y desconocido) Alberto Sordi (porque su etiqueta son los papeles puramente cómicos) avalan el retrato tragicómico y oscuro de la época. Él interpreta a un modesto administrativo, funcionario ministerial; ella a su señora: aspiran a dejar en herencia el preciado puesto paterno a su único hijo, para lo que el padre no dudará en llegar a formar parte de una hermandad masónica, si es necesario, que se agota en los estrechos límites del grupo de empleados de la oficina donde trabaja, incluido el jefe, pero que garantiza un sistema cerrado de relaciones de casta que deja escasas o nulas alternativas a los excluidos.
Claro que todo se viene abajo cuando el hijo resulta accidentalmente asesinado por unos chorizos que pretenden atracar una sucursal bancaria en el preciso momento en que se dirige a presentarse a la oposición de rigor (porque lleva las preguntas en el bolsillo), y el piccolo padre-funcionario se encuentra en el brete de no poder vencer la burocracia más allá de su propia oficina, siquiera para obtener un ataúd con el que dar digna sepultura al hijo. Crecido por su propia ira se transformará de víctima en verdugo, tan inevitablemente loco como la sociedad de la que procede.
Sus personajes, siempre condenados al fracaso cómico, son seres sencillos inmersos en un mundo dirigido por fuerzas que les son hostiles e incomprensibles, frente a las que carecen de los recursos y las habilidades necesarias para enfrentarse sin ser apartados o destruidos. La película retrata con pasmosa crueldad la forma de ser y pensar de una sociedad vencida por la hipocresía institucional, sustentada por unas relaciones de base que no han terminado de romper el cordón umbilical que les une al feudalismo. Retrato grotesco, terrorífico y amargo, cuyo elemento caricaturesco no pierde nunca la referencia de lo humano pero que hace gala de una hiriente y pasmosa crueldad en escenas como la del cementerio, el secuestro o el negrísimo final. Decía Monicelli en una ocasión que “El humor a la italiana siempre tiene un poco de drama, de melancolía. Pero el humor toscano (en referencia a su región de origen) es incluso más feroz, porque parte de la idea del aprovechamiento del prójimo con bastante más maldad“. Lo que es indudable es que Monicelli ha logrado, a través de su Cine, que esa mirada tan italiana de la realidad, mezcla sutil y lúcida de risa y amargura, forme parte de la proyección del modo de ser italiano a nivel universal.