Un cuento chino y de Roma a Las vegas

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
La China se merece el calificativo de "legendaria" con razón sobrada.

Durante milenios, sus gobernantes cultivaron un sistema de poder centralizado y autárquico, facilitando el desarrollo de una de las civilizaciones más avanzadas y originales que se hayan conocido.

La lejanía geográfica y el escaso interés de la población china por mantener contactos con el exterior propiciaron en Occidente su aura de misterio, que adquirió carácter de fascinación tras la publicación del viaje emprendido por Marco Polo (n.1254-m.1324) y sus familiares.

El proverbial ingenio de los chinos se tradujo en innumerables inventos, siglos antes de que se transmitiesen a Occidente o se descubriesen aquí tecnologías semejantes: el hierro fundido; el acero; el estribo para las monturas; la carretilla, innovación tecnológica de enorme repercusión pues permitió a un solo operario acarrear cargas de doscientos o más kilos; la pólvora; el papel y la imprenta; el reloj; el papel moneda; la brújula; el sismógrafo, junto a otros menos conocidos como el uso del gas natural, acumulado y transportado en troncos de bambú.

En este contexto, no sorprende que muchos afirmen que los chinos también inventaron la lotería, el keno, entre otros muchos juegos. La versión más extendida sostiene que la lotería fue creada mil años antes de nuestra era (periodo de la fundación de Cádiz, la ciudad más antigua de la Europa occidental) por un general, llamado Cheung Leung, para financiar una larga guerra local sin necesidad de recurrir a la extorsión fiscal de una población ya exhausta. El juego pronto tuvo tal éxito que se propagó hasta comarcas lejanas. Al ser tan accidentada la geografía china -prosigue la leyenda- se utilizaron palomas mensajeras para comunicar los resultados de los sorteos a las comunidades distantes. Por eso se conoció a este sorteo con la poética expresión "Juego de la Paloma Blanca". El sistema aplicado en el juego tenía su base en un poema popular, El Libro de los Mil Caracteres, que enseña a contar hasta mil en los complicados sinogramas, sin repetir ninguno de los signos. La generalización del keno en todo el país posibilitó la financiación de esa obra colosal que conocemos como Gran Muralla.

Este relato cuenta con los ingredientes imaginativos y estéticos que se requieren para consolidar y perpetuar un mito. Sin embargo, los hechos son muy otros. Comencemos con una vista panorámica de la Gran Muralla, la más ingente de las construcciones humanas, conocida también, desde un ángulo siniestro, como el cementerio más largo de la tierra. No existe acuerdo sobre su verdadera longitud; los expertos mencionan números que oscilan entre 5.000 y 8.000 kilómetros. Para zanjar el debate, el Gobierno chino se propuso facilitar un mapa oficial en el olímpico 2008.

En cualquier caso, el recorrido es, cuando menos, similar a la distancia que separa Madrid, en el centro de España, de Santo Domingo, en la República Dominicana (6.700 km.). Esas dimensiones descomunales han dado origen a otra leyenda que se resiste a la evidencia: la Gran Muralla -con una anchura máxima de 10 metros- sería la única creación del hombre que puede ver el ojo desnudo desde la Luna, situada a más de 380.000 kilómetros. Sin embargo, para que esto fuera cierto, nuestra percepción visual debería permitirnos distinguir una línea de un milímetro de anchura, por larga que sea, situada a treinta y ocho kilómetros de distancia.

Pero lo que importa destacar aquí es que una empresa de construcción semejante requiere un poder unificado. Y la historia de China, como la de otros grandes imperios, conoció periodos de unión, desunión y reunificación.

Entre los siglos VII y IV a. C., los estados feudales levantaron por su cuenta murallas defensivas en sus respectivas fronteras con el fin de protegerse de los ataques de los hunos, los turcos, los mongoles o los manchúes, tribus nómadas y ganaderas del norte que amenazaban los asentamientos agrícolas chinos. Y también para protegerse de los estados rivales, en conflicto permanente. En el año 221 a.C. (periodo inmediatamente anterior a la dinastía Han), Chin Shi Huang, uno más de esos señores feudales, derrotó a los otros seis estados y unificó al país que adoptaría su nombre: China. El triunfador se erigió en "Primer Emperador", título reservado hasta entonces a los personajes semidivinos del pasado mítico, y gobernó con mano férrea hasta 210 a.C. Uniformizó los sistemas de pesos y medidas y los caracteres de la escritura, si bien ordenó la quema de libros confucianos, favorables a la libertad de pensamiento. Promovió las obras públicas, acometiendo por primera vez con criterios nacionales- el enlace de los tramos de muralla existentes y su ampliación, con el empleo masivo de mano de obra, en gran parte forzada. Nace así la Gran Muralla de los Diez Mil Li, precedente de la actual muralla, que continuaría adquiriendo miles de lis con las sucesivas dinastías en los siglos sucesivos; todo ello en vano pues los mogoles superaron la gran barrera y conquistaron el país a finales del siglo XIII, y los manchúes en 1644.

Obsesionado con la idea de la inmortalidad, Chin dedicó asimismo ingentes recursos a su tumba, un inmenso palacio subterráneo, cercano a Xian y descubierto en la década de 1970, en el que montan guardia siete mil soberbios guerreros de terracota para proteger tesoros aún intactos.

El esquema imperial que inauguró Chin se perpetuó, como una Gran Muralla temporal, hasta 1924, cuando el cinematográfico Puyi, el Último Emperador, es expulsado de la Ciudad Prohibida, en Pekín.

¿Puede creerse que alguno de los Hijos del Cielo habría necesitado crear una lotería para ejecutar cualquier proyecto de "dimensión china", ya sea una tumba o una muralla grandiosas? En el improbable supuesto de obtener una respuesta afirmativa, ¿puede creerse que esa lotería se desarrolló con "terminales" y "mensajería" colombófilas? Todos los mitos tienen un componente poético que les aporta su elixir de larga vida.

Más digna de crédito es la referencia al Libro de los Mil Caracteres, que aún hoy día se sigue utilizando en el aprendizaje de la caligrafía y para enseñar a los niños chinos a contar hasta mil con versos rimados. La obra fue compuesta a principios del siglo VI de nuestra era y es, por tanto, muy posterior al tiempo de la dinastía Han (202 a.C.-220 d.C.), periodo al que se viene atribuyendo la creación del keno.

Naturalmente, esta discrepancia cronológica no obsta para que en China, al igual que en tantas otras civilizaciones, se jugasen formas de lotería desde tiempos ancestrales. En la versión más antigua del juego, se utilizaron los ciento veinte primeros caracteres del Libro, reducidos a ochenta posteriormente. Ésta es la modalidad de Lotería China que los inmigrantes asiáticos introdujeron a finales del siglo XIX en la California de la fiebre del oro, en Panamá y otros lugares del Pacífico americano.

En pleno siglo XXI se emplean los guarismos arábigos y no los chinos, si bien persiste un rastro distintivo del origen oriental del keno. Son los "spots", las "marcas" en los números (más de cuatro y menos de diez en cada jugada) que elige el jugador en un cartón de ochenta números. Originariamente, los números elegidos se marcaban con pincel de pelo de camello y tinta china. Hoy en día se perpetúa esta práctica en dos locales de los Estados Unidos: el club CalNeva, de Reno, y el Showboat de las Vegas.

ROMA, LA POTENCIA CON LUDOPATÍA

China es a la implosión lo que es Roma a la explosión. Muy pocas civilizaciones han dejado una impronta tan extensa, variada y duradera como la romana. Los romanos supieron hacer un arte del sincretismo religioso, cultural y tecnológico a lo largo de los siglos que median entre el año 753 a.C., mítica fecha de la fundación de la ciudad por el primer Rómulo -significativamente criado con leche de loba- hasta la destitución del último emperador de Occidente, otro Rómulo (ahora ya en diminutivo, Augústulo) por orden del bárbaro Odoacro en 476 d.C.

A partir de este momento, y durante otros mil años, la luz de Roma se emite desde Bizancio para atenuar las sombras de la Edad Media europea e ilustrar, en sentido estricto, el auge de las nuevas sociedades islámicas. El imperio romano ganó batallas incluso después de muerto. Tras la caída de Bizancio Nova Roma-Constantinopla, rebautizada Ishtambul tras pasar a manos turcas el 29 de mayo de 1453, la intelectualidad bizantina se refugia en Occidente, llevando consigo un enorme acervo filosófico, científico y artístico (con frecuencia atribuido erróneamente a los árabes) que posibilitó en gran medida el fenómeno del Renacimiento europeo y, con él, la modernidad.

Pero no existe civilización o sociedad inmaculada y una mácula de Roma, tal vez la más notoria junto con la vocación de depredación territorial incansable, era la fiebre del juego y las apuestas.

"Tan intensa era la pasión de los romanos por los juegos de azar que en cualquier parte en la que yo haya excavado el suelo de un pórtico, una basílica, unos baños o cualquier superficie plana accesible al público, siempre encontré tableros de juego grabados en las losas de mármol o de piedra para diversión de los ociosos, siempre dispuestos a esquilmarse el dinero unos a otros".

Éstas son palabras de Rodolfo Amedeo Lanciani (1846-1929), arquitecto, profesor de arqueología en la Universidad de Roma y prestigioso "desenterrador" de la Ciudad Eterna. Las publicó en un artículo para la North American Review en julio de 1892, con un título sugestivo: Apuestas y trampas en la Roma antigua ("Gambling and cheating in ancient Rome"). El trabajo puede consultarse en Internet y es interesante porque contiene una enumeración detallada de las principales modalidades romanas de los juegos de tablero, con muchos de los cuales aún seguimos disfrutando. Las investigaciones del profesor Lanciani también confirman la desfavorable opinión que la capital del Imperio mereció al historiador Amiano Marcelino en el siglo IV de nuestra Era, cuando describe la característica y repulsiva estampa de "los pobres de la ciudad jugando a los dados agresivamente, haciendo un ruido distintivo al resoplar por la nariz mientras se concentraban intensamente en el juego".

"Mi querido Tiberio, durante el Quinquatrus (los cinco días de fiesta dedicados a la diosa Minerva, en marzo) nos hemos divertido muchísimo jugando todos los días y caldeando el ambiente para la ocasión. Tu hermano llamó la atención por el gran alboroto que organizó y, después de todo, tampoco perdió mucho porque la fortuna se puso de su lado justamente cuando estaba a punto de arruinarse. Yo perdí treinta mil sestercios pues, como de costumbre, fui muy generoso con mis invitados y acompañantes. Si les hubiera cobrado todo lo que me debían, y si hubiera tenido más cuidado al ofrecer dinero a diestro y siniestro, habría sacado en limpio al menos cincuenta mil".

Ya antes del siglo IV, el cristianismo intentará restaurar el juicio moral negativo que los sorteos y las apuestas habían merecido a los virtuosos varones romanos del periodo republicano. Las bienintencionadas leyes de la República democrática (509 a 27 a.C.), las leges Cornelia, Publicia y Titia entre otras, prohibían el juego con variados ámbitos de aplicación temporal: horas de trabajo, horas de comer, etc. Sin embargo, durante los siete días de celebraciones de Saturnalia, en el solsticio de invierno, se permitía casi todo, con inclusión de los juegos y apuestas privados. Se celebraba un sorteo de lotería pública, se intercambiaban regalos y se consumía un dulce -¡tal vez con la forma de roscón!- en cuyo interior se había introducido la sorpresa de una haba seca que otorgaba buena suerte al comensal que la encontraba en su ración. El cristianismo logró reconvertir esta fiesta del nacimiento del sol en la fiesta de la Natividad del Salvador, pero la celebración pagana aún persiste, y con buena salud, en los festejos del Carnaval transgresor. Como es natural, las leyes prohibicionistas preveían penas y sanciones para los infractores, que abarcaban desde una simple multa (un múltiplo de la cantidad apostada) hasta la privación de libertad. Lo más importante es que la legislación no reconocía las deudas de juego o los daños a la propiedad que se derivasen del juego. En la Edad Media, esta normativa se incorporó en los textos legales de casi todos los países europeos, con inclusión del Código de las Siete Partidas y el Ordenamiento de las Tafurerías (casas de juego, tahurerías) del rey de Castilla y León, Alfonso X el Sabio (1221-1284).

En teoría, estaban prohibidos por la ley todos los juegos dinerarios, a excepción de los que podríamos denominar con bastante propiedad "loterías y apuestas del Estado romano" (ludi stati): en el circo (gladiadores, fieras, combates navales, etc.) y en las carreras de carros, todos ellos claros antecedentes de nuestras "apuestas deportivas". Los numerosos juegos oficiales (ludi sollemnes) siempre estaban presididos por las autoridades, tenían carácter anual y una base religiosa: en honor de Júpiter (ludi Plebeii), de Apolo (ludi Apollinares), de Ceres (ludi Ceriales), de la Gran Madre (ludi Megalenses), de Flora, diosa de la fertilidad (ludi Florales), sin mencionar los numerosos juegos privados, patrocinados por próceres políticos, ni los oficiales ludi extraordinarii (ocasionales) para celebrar victorias bélicas, consagración de nuevos templos, celebración de funerales de Estado, etc. El carácter religioso de los ludi se fue difuminando a medida que iban adquiriendo una enorme importancia como eficaz instrumento de manipulación social y política. En los textos literarios y en la filmografía modernos existen muchas referencias a esa manipulación. Daniel P. Mannix, escritor norteamericano cuyas obras inspiraron varias películas de Walt Disney y, más recientemente la película Gladiator, dirigida por Ridley Scott, comienza su obra Those About To Die (Los que van a morir) explicando que, durante el gobierno de Nerón (54-68), las turbas llevaban semanas de revuelta incontrolada en las calles de Roma y el gobierno empobrecido no tenía los fondos o el poder para poner fi n a las revueltas. En tal crisis, el Supervisor de los Embarques se apresuró a consultar con el primer tribuno:

"La flota mercante está en Egipto aguardando. Los navíos pueden cargarse con cereal para el pueblo famélico o con la arena especial que se utiliza en la pista de las carreras de carros. ¿Qué hacemos?"

"¿Estás loco?" -le gritó el tribuno- "La situación está fuera de control. El emperador es un lunático, el ejército está al borde de la rebelión y el pueblo se muere de hambre. ¡Por todos los dioses, carga la arena! ¡Hay que mantenerlos distraídos de sus problemas!".

Durante el Principado o periodo imperial (27 a.C. hasta la "caída" en 476) el problema no hizo mas que ir en aumento. En los círculos distinguidos se apartaron los juegos con algún ingrediente de habilidad personal para dedicarse por entero a los alea, los dados. Poco se podría esperar de las normas jurídicas cuando los máximos representantes de la sociedad se entregaban al juego a lo largo de todo el año, en timbas diarias, y apostando cantidades desmesuradas. Marco Antonio y Julio César normalizaron el mal ejemplo.

Es significativa la famosa frase de César en la orilla del río Rubicón, decidiendo desobedecer al Senado y entrar en territorio de la república con las legiones, aun sabiendo que sobrevendría una guerra civil: "Alea iacta est", "Los dados se han echado". Los dados romanos siguen encriptados en nuestro lenguaje cada vez que utilizamos palabras como "aleatorio", "aleatoriedad". El fiable historiador Plutarco, sin embargo, asegura que César no pronunció esa frase en latín sino en griego, tomándola de un verso de Menandro, su comediógrafo favorito.

En cualquier caso, Suetonio ("Historia de los doce césares") confirma que Augusto, el verdadero creador del Imperio romano (imperator entre 27 a.C.-14 d.C.), continuó la misma trayectoria. Pero Augusto era un jugador equilibrado, no compulsivo, a juzgar por la carta que envió a su hijastro-hijo adoptivo, ex yerno y sucesor, el antipático y despiadado Tiberio, tío de Calígula y hermano de Claudio:

Por lo que se ve, la hospitalidad de Augusto -no siempre carente de intencionalidad política- se extendía hasta la financiación, parcial al menos, de las apuestas de sus invitados. Poco antes de desterrarla a morir en un islote como castigo a sus innumerables adulterios, le dice a su única hija Julia, esposa de Tiberio:

"Mi querida Julia: ...te he enviado doscientos cincuenta sestercios, que representan la cantidad que ofrezco a mis invitados
en caso de que deseen probar su suerte con el 'pares o nones'".

Los representantes de la dinastía julio-claudia que Augusto instituyó pasarán a la historia como el paradigma del desenfreno y la prodigalidad. A la muerte de Tiberio (año 37) asume el imperio su sobrino e hijo adoptivo Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido por Calígula ("Botita"), mote que, de niño, le pusieron los legionarios de su padre, Germánico, cuando acompañaba a su padre en las campañas militares llevando las pequeñas caligas (calzado especial de los soldados) que le habían regalado los soldados. Calígula fue el primero de los emperadores que se atrevió a convertirse en dios y, como tal, jugaba a los dados cantidades enormes para ganar sumas enormes haciendo trampas que nadie se atrevía a protestar (Suetonio dixit). Por esta y otras razones mucho más importantes, no es de extrañar que acabase asesinado, dejando paso a su tío Claudio. Éste era un intelectual apasionado no sólo por la práctica sino también por los aspectos teóricos del juego; escribió muchas obras, entre ellas un tratado sobre la materia de los dados, desgraciadamente perdidas todas ellas para la posteridad. También inventó un artilugio para estabilizar el tablero de juego cuando se trasladaba en silla de manos o en carroza. No quería perder tiempo. "Borracho y jugador empedernido", le llama Suetonio. Murió a los sesenta y cuatro años (en 54 d.C.) envenenado con setas, según creencia de los contemporáneos, por mano de su esposa Agripina, madre de su sucesor, el inefable Nerón.

Tenía éste una indudable vena teatral que aplicó a mejorar la vertiente estética de los juegos. Hasta entonces, la ejecución de los condenados a muerte solía llevarse a cabo a la hora del almuerzo, durante los espectáculos circenses. A la plebe le entusiasmaba el espectáculo, pero las señoras y los caballeros preferían pasar ese tiempo en los placeres de la mesa. Encontraban de mal tono el papel de tricoteuses. Ahora bien, Nerón ideó una modalidad de muerte coreográfica que conoció de inmediato un éxito fulgurante. Siguiendo el argumento de una obra dramática de autoría propia, o un relato mitológico, se obligaba al condenado o condenada a interpretar la escena, con la ayuda de la parafernalia correspondiente a una adecuada ambientación. Nerón se anticipó en dos mil años a las películas snuff. Entre otros refinamientos, ordenó adiestrar animales de todas clases para que mantuviesen relaciones "mitológicas" con las y los delincuentes subversivos cristianos entre ellos- destinados a ser extirpados del cuerpo social en forma tan artística. Otra de sus pasiones era el juego puro y duro. Suetonio asegura que, en cada apuesta, colocaba sobre el tapete la astronómica cifra de cuatrocientos mil sestercios. Con su suicidio inducido, a los 31 años de edad, se agota la línea de Augusto pero no la de los emperadores locos por el juego.

Con esa fama han pasado a la historia Domiciano (imperator entre 81- 96), Lucio Vero (161-169), Cómodo (177-192) y Heliogábalo (218-222), por citar tan sólo a los más notorios.
"Hemos sabido que existen diáconos, sacerdotes y, añadimos, incluso obispos que juegan a los dados y no tienen vergüenza de tomar parte en espectáculos que hemos prohibido en muchas ocasiones. Es cierto que no se libran personalmente al juego, aunque si se ponen en contacto con los jugadores, se colocan cerca de ellos para ser espectadores de sus hechos deshonestos y se interesan con una concupiscencia odiosa en las cosas más inconvenientes. Se exponen a cometer las blasfemias que el juego hace necesariamente proferir. Manchan así sus manos, sus ojos y sus oídos".

Lucio Vero compartió el poder con Marco Aurelio un cierto tiempo y de él afirma Iulius Capitolinus en su Historia Augusta:

"Era tal su apasionado libertinaje que a su regreso de Siria estableció una taberna en su propio palacio, donde se reponía tras levantarse de la mesa de Marco Aurelio y allí participaba en comidas y bebidas del género ínfimo y pasaba la noche en juegos de azar, vicio que había contraído en Siria".

Cómodo, único superviviente de los hijos varones de Marco Aurelio, tuvo el privilegio de ser atendido con especial dedicación por el médico de su padre, Galeno. Ahora bien, a juicio del historiador Aelius Lampridius, su salud corporal no iba a la par con la espiritual pues convirtió el palacio imperial no ya en una taberna sino en un auténtico casino. En cierta ocasión se vio apurado de efectivo a causa del juego y para resolver la crisis se le ocurrió fingir la intención de visitar las provincias africanas. Cuando recibió el anticipo para el viaje, se lo gastó en apuestas y francachelas.

El mismo autor relata que Heliogábalo introdujo el juego de la tómbola:

"En sus banquetes también distribuía sorpresas inscritas en cucharas; en la de una persona ponía 'diez camellos', en la de otra 'diez moscas', en la de otra 'diez libras de oro', en otra 'diez libras de plomo', en otra 'diez avestruces', en otra 'diez huevos de oca', de modo que eran sorpresas verdaderas y las personas probaban la suerte. Lo mismo hacía en los juegos públicos, distribuyendo cupones por diez osos o diez lirones... Todo esto complacía tanto al populacho que en cada ocasión se felicitaban de que fuera emperador".

Casualmente, Cómodo había nacido en Siria pero no es probable que esa provincia fuera especialmente proclive a la ludopatía. Creemos más bien que el hecho sólo indica la generalización de la ludopatía hasta los confines del imperio.

Cabe suponer que la paulatina cristianización habría de desembocar en una moralización general de las costumbres romanas. El emperador
hispano Teodosio I el Grande, natural de Coca, Segovia, emprendió contra el paganismo una lucha especial mientras estuvo en el poder (379 a 395). Un año antes de su muerte, en 394, prohibió no sólo los juegos sangrientos sino también las Olimpiadas, que desaparecían tras mil doscientos años de continuidad. También el emperador Justiniano (527-565) intentó moderar el juego desde Bizancio. Sin embargo, esto es lo que afirma en su Constitución (De episcopali audientia, lib.1, tit. IV):

A la luz de los hechos, parece evidente que la afición al juego en nuestra especie no deriva de factores culturales sino innatos. Y es sabido que las conductas innatas requieren tiempo para modificarse puesto que necesitan milenios para fijarse. Y se fijan porque representan alguna ventaja evolutiva.