Y aunque la película ganó con todo merecimiento el premio europeo a la mejor comedia, los momentos divertidos no dejan de estar contenidos, sin permitir que se pierda de vista la dura realidad de la prisión (y también, por qué no decirlo, de la capacidad limitada del arte para rehabilitar a los seres humanos. No es que no sirva, pero lo que puede conseguir es más bien poco). Y al revés también: cuando asoma el drama, Courcol no deja que se adueñe del relato y se las arregla para devolver la historia al delgado y difícil equilibrio de unos reclusos que logran llevar de gira su versión de Esperando a Godot, incorporando al texto original la paradoja de unos actores privados de libertad representando el absurdo de la vida moderna ante un público que goza de libertad y asiste conmovido al espectáculo de unas personas que volverán a prisión cuando todo acabe.
No estamos ante la típica historia donde todos los personajes se van transformado para mejor en una progresión impecable (con una ligera y anticipable caída aparente en el tercio final), sino ante un baño de realidad para todas las partes que intervienen: los reclusos aprenden el valor del sacrificio por algo que no necesariamente les acortará la condena ni les reportará dinero; la directora de la prisión comprobará los enormes beneficios de una actividad en la que, si no se invierten demasiadas horas (que es lo que hace ella), no servirá para mucho, y finalmente Étienne Carboni --interpretado por Kad Merad, a quienes todos recordamos en su papel en Los chicos del coro (2004)--, un actor de segunda que descubre que la base del equilibrio emocional y de la creatividad es la sinceridad que surge directamente de la experiencia. El triunfo es, ante todo, una combinación de situaciones cuidadosamente escogidas que tienen la virtud de hacer que personajes --debido a una interacción semiforzosa durante tanto tiempo-- y audiencias --por las implicaciones éticas y pedagógicas que sugiere-- salgan modificados de la experiencia.
Filme inteligente, didáctico y crítico, pero también directo y sencillo. El triunfo es una oda a la esperanza, al (limitado) poder transformador del arte y a una profesión expuesta como pocas a lo público, en la que el subidón inefable de los aplausos (lo he experimentado tangencial y fugazmente como aficionado) justifican prácticamente todo lo demás. No hace falta hacer grandes concesiones a la ficción, optar por una positividad forzosa o finales autocomplacientes, basta con una manipulación ingeniosa y lúcida de la realidad para armar una buena comedia. Una buena película incluso más allá de la buena comedia.