Un Melville imprescindible: La fragata infernal

Publicado el 14 octubre 2011 por 39escalones

Peter Ustinov, además de entrañable persona, excelente actor, y la mejor encarnación que ha tenido en la pantalla el Hercules Poirot de Agatha Christie, posee una breve pero estimable filmografía como director, iniciada en un periodo tan temprano como la década de los cuarenta, y finalizada en los ochenta, nada menos que con una producción yugoslava. Sus mejores películas como director, sin duda, son Pacto con el diablo (1972), enésima reunión de Elizabeth Taylor y Richard Burton, en la que Ustinov se reserva un goloso personaje, y sobre todo La fragata infernal (1962), en la que de nuevo las ansias de los traductores españoles por dejar su impronta de peliculeros de tercera cambian el título de la célebre obra de Melville Billy Budd por un engendro más propio de telefilmes basura o de peliculitas para adolescentes glotones de palomitas.

Un elemento externo a la propia película sirve para enmarcarla mejor en su contexto temático y temporal: el estreno, el mismo año, de la accidentada Rebelión a bordo, de Lewis Milestone. De hecho, La fragata infernal parece constituir una especie de revés en negativo de la famosa película erigida para mayor gloria del ego de Marlon Brando: la espectacularidad visual del filme protagonizado por Brando es aquí sustituida por los espacios angostos y opresivos y por las brumosas y oscuras atmósferas de unas aguas frías y gobernadas por el mal tiempo; los grandes espacios naturales de las islas del Pacífico nada tienen que ver con una narración situada íntegramente en los camarotes y la cubierta de un buque de guerra; el Technicolor aquí es un blanco y negro más bien sombrío merced a la fotografía de Robert Krasker; la abundante presencia de mujeres polinesias es aquí una atronante ausencia de personajes femeninos; la extremadamente alargada narración de Milestone (tres horas) no puede compararse con la narración escueta, directa, contundente, de Ustinov (de algo menos de dos horas); la majestuosa música de Borislau Kaper nada tiene que ver con la partitura compuesta por Anthony Hopkins (otro, obviamente) para el filme de Ustinov que, más allá del inevitable tema principal, ofrece melodías sutiles y minimalistas perfectamente engarzadas con los distintos episodios dramáticos de la trama.

Todo ello para la aproximación que esta producción británica hace a la obra de Herman Melville, Billy Budd, para contar la historia de un joven marinero de un barco mercante (Terence Stamp, nominado al Oscar al mejor actor de reparto -no se sabe por qué de reparto- por este papel) que es reclutado a la fuerza por un buque de guerra británico que lo intercepta en alta mar y que, en plena campaña napoleónica (nos encontramos en 1797, año del frustrado intento de Nelson de ocupar Tenerife, humillante derrota británica, convenientemente olvidada en Trafalgar Square y que al famoso almirante le costó un brazo), se dirige a las costas de España para mantener el bloqueo militar a la Europa ocupada por los franceses. Poco de esto, no obstante, impregna el drama principal de la película, dado que son las relaciones entre los tripulantes, la oficialidad y los marineros, las que cobran todo el protagonismo, en especial la de Billy con el mala sangre del maestro de armas (inconmensurable, como casi siempre, Robert Ryan).

La película posee dos fases. En la primera, la que más tiempo ocupa en el metraje, se nos cuenta la llegada de Billy, su adaptación a los modos imperantes en un barco de guerra, y se nos retrata como un personaje ingenuo, sencillo, bienintencionado y extrañamente lúcido, que manifiesta una sabiduría y una claridad de pensamiento poco comunes, que siempre analiza la esencia de los problemas desde la óptima menos aparatosa y grandilocuente y busca la aplicación del sentido común, y que siempre cede a los caprichos o a las imposiciones de sus compañeros cuando, frustrados por su buena disposición, no cuentan con argumentos para oponerse a las desarmantes réplicas -y prédicas- del muchacho. Esta huida del enfrentamiento, de la violencia, del conflicto, choca directamente con el proceder del maestro de armas, un malnacido provocador, un tirano para sus hombres que cuenta con chivatos entre la tripulación que le revelan hasta el más mínimo incumplimiento de las ordenanzas, hasta la más insignificante falta, siempre deseoso y ansioso de poner en marcha su mecanismo represivo a base severos castigos. Este choque de temperamentos está destinado a resultar crudo, sangriento, y Billy se convierte en el objeto de crueldad del oficial, a pesar de que otros oficiales (Melvyn Douglas, David McCallum), incluso los superiores, incluyendo al capitán Fairfax (Peter Ustinov), asimilan, aplauden y hasta recompensan la buena disposición del joven, y también su buen juicio. Billy, un corazón carente de malicia, no se enfrenta a Claggart, el maestro de armas, sino que pretende ganárselo con sencillez y humildad, revelándole ante sí mismo una naturaleza humana buena, piadosa y caritativa que nada tiene que ver con el oficial despiadado que pretende aparentar ante la tripulación. Obviamente, la reacción de Claggart, dudosa al principio -Billy casi se (nos) convence de que ha conseguido redimir al cruel militar-, estalla en una espiral de odio, e incluso manipula hechos y acontecimientos en busca de una condena mucho más que severa para el joven.

La segunda parte del metraje, más breve, más intensa y poseedora del mensaje último del filme, tiene lugar cuando Billy, tras el accidente sufrido por Claggart, es acusado en un consejo militar. El tribunal, a favor de Billy dado el contrastado buen corazón del muchacho, se deja sin embargo influir por el capitán Fairfax, hombre juicioso -para bien y para mal- que, si bien hasta entonces ha atesorado el mismo cariño y admiración por el joven, siente la necesidad de imponer el argumento de las necesidades militares y estratégicas sin pensar en ningún otro criterio ligado a la compasión o a los derechos humanos. La potente carga de profundidad del angustioso final de la película, el minucioso y pormenorizado relato de Ustinov llegado a ese momento, incomoda, inquieta, aterroriza y confunde, e invita a una total y estremecedora compasión.

Ustinov se maneja con soltura en la siempre complicada logística del rodaje a bordo de un barco, así como en las escenas de interiores, en estrechas cabinas, angostos camarotes y reducidos espacios destinados a la marinería. La fragmentación de los escenarios en la nave consigue multiplicar la sensación de que son varias las localizaciones empleadas, si bien en ningún caso la historia abandona el barco. Terece Stamp encarna magistralmente esta especie de trasunto de Jesucristo en que se convierte el personaje de Billy, y Ustinov borda el personaje de capitán militar de carrera, estricto y consciente de sus deberes a cualquier precio pero también de la conveniencia de utilizar la política y la diplomacia, pero no el látigo salvo en casos extremadamente necesarios, con el fin de imponer su criterio. Excelentemente soportados por los habitualmente solventes y contrastados secundarios de la escena británica (John Neville, Paul Rogers, entre otros), es sin embargo Robert Ryan quien se merienda la película al ofrecer una de sus características composiciones de un hombre atroz, pérfido, vil y despreciable, que usa la intimidación y a veces el sarcasmo más cruel como fuentes del terror que infunde, y que encuentra en el ejercicio de la violencia la forma de expulsar unos fantasmas internos de oscuro origen que luchan en su interior con un corazón generoso y noble que en algún momento quedó en el olvido.

Pero además, la película de Ustinov es un acertado vehículo del retrato de la vida en un buque de guerra de finales del siglo XVIII, con sus costumbres castrenses, sus liturgias propias, su régimen de vida a bordo, sin estridencias, sin juicios valorativos, sin tendenciosidad y sin glorificación o condena de ningún tipo. Tras ver La fragata infernal, en cierto modo (y abominando del título español), uno desea que películas celebradas en taquilla como Master and Commander se le parecieran en algo en complejidad narrativa y nivel interpretativo, al menos.