Se dirá que una vez nació un ser que fue capaz de tocar el cielo con su genio, de idear cosas nunca antes vistas por nadie, de componer, con lo mismo que los demás, obras únicas de Arte, de crear lo que ningún ser humano hubiese podido siquiera vislumbrar ya con su ingenio. Ese gran ser existió una vez, nació en la Toscana florentina allá por el año 1452, y se llamó Leonardo Da Vinci. Pero, sólo fue un hombre. ¿Los hombres sólo son hombres porque no son como Leonardo, o los hombres pueden ser esos hombres -grandes también- porque son como Leonardo?
Con él el Arte consiguió emanciparse de lo simplemente artístico para alcanzar una forma de pensamiento, de creación universal, de instrumento del Hombre para expresar, más allá de unos trazos y colores, lo que lo humano era ya capaz de realizar. Cuenta un historiador renacentista, Giorgio Vasari -aunque puede que sólo sea una leyenda-, que cuando al maestro de Leonardo Andrea Verrocchio (1435-1488) le encargaron, para la iglesia de San Salvi en Florencia, la obra Bautismo de Cristo (1478), éste dejó que su discípulo pintara la cabeza de un ángel para el cuadro. Al ver la magnífica elaboración del gesto angelical, la extraordinaria textura sombreada de su rostro, la perfecta inclinación de su cabeza, su mirada ahora misteriosa, casi sobrenatural, Verrocchio quedaría tan afectado por su incapacidad de llegar siquiera a imitarlo, que abandonaría la pintura para siempre, dedicándose ya nada más que a la escultura.
Conocido más que nada por su famosa Gioconda, creación excelsa que acabaría sobrepasando al autor, es sin embargo artífice de composiciones pictóricas al menos igual de interesantes y sublimes. Una de ellas es su composición La Virgen, Jesús y Santa Ana de 1510. Aunque algo inacabada según autores que de esto saben, sin embargo su composición es ahora completa y destacada. De hecho, fue hasta utilizada por el psicoanalista Sigmund Freud para analizar incluso los desvaríos psicológicos de su autor. Pero, esta gran obra es mucho más que eso; es, como Da Vinci, un maravilloso enigma descodificado por su belleza, por su armoniosa conjunción de su fondo, de sus personajes, escenarios, símbolos, emociones y talento.
Leonardo Da Vinci marcharía a Milán en 1482 para servir como artista y creador al duque milanés Sforza. Allí se llevaría casi veinte años, y terminaría conociendo al gran matemático fray Luca Pacioli, con quien aprendería aún más esta ciencia que siempre fascinaría a Da Vinci. En sus creaciones trataría de aplicar aquellas proporciones que, matemáticamente, adaptaría a las formas y figuras de su composición. Y, aquí, en el extraordinario cuadro de Santa Ana, su hija María y el hijo de ésta, Jesús, llevaría ya a experimentarlo claramente. Cuatro figuras -tres humanas y una animal- están totalmente articuladas, formando ahora un conjunto geométrico, piramidal. Dos cabezas enfrentadas -dirigidas- a otras dos cabezas, como términos de una misma ecuación.
Y, por otro lado, ahora se representa aquí además una jerarquía temporal -ésta acabaría siendo transmutada justo al contrario: Jesús se entronizaría sobre su madre y ésta sobre la suya- donde, sin embargo, Santa Ana -madre de María- es, ahora, la pieza fundamental de este conjunto. Ella sostiene a la Virgen María, que tratará de proteger -inúltilmente a la postre- a su propio hijo. Y todo el escenario figurativo situado además ahora justo ya al borde de un precipicio. Al fondo unas montañas nevadas con unos glaciares profundos: ¿todo un universo enigmático aquí? Será que, ¿fuera de lo que representa la escena no hay ya salvación? Ahora, Jesús salva a su cordero de caer en el abismo, y éste a su vez es protegido por su madre decidida. Pero, al parecer, el brazo invisible de Santa Ana sostendría ahora el equilibrio inestable de su propia hija. Da Vinci fue hijo ilegítimo de un notario florentino, su verdadera madre no la conoció, sería adoptado por la esposa de su padre. Por esto aquí los rostros de ambas mujeres son jóvenes, la que le dio la vida y la que le ayudó a vivirla.
La interpretación analítica de Freud vendría sostenida por la túnica -inacabada- de María, que formaría así ahora la silueta tendida de un ave de presa. Basado en un sueño descrito de Leonardo, el cual de pequeño soñaría que con su cola un Milano trataría ya de abrirle su boca. Freud pensaría, antes de saberse realmente la especie de ave soñada, en la imagen de un Buitre, y con ella sería con la que compondría una inspirada semblanza analítica. Sin embargo, acabaría pronto abandonando su tesis al comprobar el error de su ave interpretada. Con ella pretendería aclarar -a tono con sus teorías- la homosexualidad latente del artista.
Antes de su traslado a Milán en 1482 le sería encargado un gran cuadro, Adoración de los Magos. Pero, como fuera llamado por el duque de Milán urgentemente, abandonaría la obra dejándola ya del todo inacabada. Sería este un rasgo de su propia vida, parte quizás ya de una inevitabilidad ajena y parte de un carácter insatisfecho e inquieto intelectualmente. La realidad es que lo que pudo ser un grandioso cuadro, quedó ya en un mero boceto sin finalizar. Pero, en él aún brilla la genialidad de un creador muy especial, detallista, imaginativo, sorprendente y curioso, en donde el caos lo trataría al final siempre de llevar al equilibrio. No importaría ya que cosas aparentemente inconexas, trazos inapropiadamente resueltos, fondos sin sentido ni relación, llevaran así a la más completa y exacta composición final, esa que el autor parecería haber soñado ya en una noche atormentada, desconsiderada, obtusa y desatenta.
(Óleo La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana, 1510, Leonardo Da Vinci, Museo del Louvre, París; Cuadro Bautismo de Cristo, 1478, Andrea Verrocchio, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, donde se observa la cabeza del ángel dibujado más a la izquierda por el discípulo Leonardo Da Vinci; Muestra gráfica de la interpretación de Sigmund Freud sobre el cuadro La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana; Boceto de Leonardo Da Vinci, Adoración de los Magos, 1482, Galería de los Uffizi; Autorretrato, 1516, Leonardo Da Vinci, Palazzo Reale, Milán.)