Esta mañana se había levantado bien temprano para efectuar sus ejercicios de meditación, antes de proceder con su agenda habitual en el palacio de Phimeanakas. Nada predecía que este podía ser su último día en la tierra.
Su esposo, el rey-dios Jayavarman se encontraba fuera de la capital, visitando el lago Tonlé Sap, que en estas fechas presentaba una superficie considerablemente menor respecto a la que mostraba hacía varias lunas, cuando ambos presidieron en su orilla el Festival del Agua, para celebrar la reversión del curso del río Sap.
En ausencia del monarca, le correspondía a ella tratar los asuntos de estado en el salón de audiencias. Los sirvientes descorrieron las cortinas bordadas con oro que cubrían las ventanas, de marcos también dorados, y el sol iluminó la estancia, reflejándose en los numerosos espejos colgados de las columnas. Los pajes dieron comienzo a la sesión con un toque de campanillas.
Se sentó sobre un trono tapizado con una piel de león, y recibió en primer lugar al senapati Din Chey, el atractivo general, que venía acompañado de otros altos mandos, y al rajakulamahamantri o gran consejero Phy Dith.
Solicitaban que se reclutasen más contingentes, y una asignación adicional de recursos. Indradevi les contestó que el momento no era propicio para destinar más dinero a la defensa, ahora que el imperio de Kambuja había derrotado a sus potencias vecinas, y que gozaban de un prolongado periodo de paz.
Tenía presente el hecho de que debían estar siempre alerta, pero la petición del senapati habría de aguardar a una coyuntura más próspera que la actual. Notó la contrariedad en el rostro de Din Chey mientras se retiraba, quizás porque había concebido la esperanza de que sus reivindicaciones tuviesen mejor acogida por su parte que la obtenida de su consorte.
Sin guerras a la vista, no contaban con más esclavos que los que ya tenían, y a los ciudadanos no podían pedirles más trabajos forzados para la comunidad, sin avivar el espíritu de rebelión entre ellos.
Tras despachar rápidamente las dos primeras entrevistas, se detuvo más en la tercera y última. Quedaba solamente una semana para los festejos del equinoccio, una ceremonia que venía marcada en esta ocasión por una circunstancia excepcional.
Por fin estaba terminada la estatua de Buda, que el rey quería instalar en el prasat, o nave central, del templo de Preah Vihear, en sustitución de la de Vishnú. Durante los más de veinte años de su reinado, había mantenido en pie los ídolos hindúes, pero había llegado el momento de ir adaptando los símbolos al culto Mahayana.
Indradevi se alegraba de que su esposo empezase a otorgar mayor realce a la filosofía budista, de la que era la máxima impulsora. Porque si bien entre las élites se había extendido el nuevo credo, este no acaba de enraizar entre las clases populares.
Abrirían la comitiva las tropas con sus lanzas, arcos, escudos, banderas y estandartes, seguidos de los brahmanes, que portarían las más valiosas reliquias.
Detrás de ellos marcharían quinientas damas de palacio, otras tantas cortesanas, y el resto de esposas y concubinas del rey, luciendo vestidos con adornos florales, pulseras y joyas de oro, y agitando en sus manos sombrillas y abanicos, rojos y dorados.
Vendría luego el turno de los ministros y príncipes, montados sobre majestuosos elefantes profusamente engalanados, y escoltados por las componentes de la guardia real, todas mujeres, ya que eran más leales y dignas de confianza que los soldados varones.
Cerrando la espectacular comitiva, una nutrida banda de campanillas, tambores y un tremendo gong, guiaría el ritmo de varias decenas de miles de danzarinas, que al modo de las apsaras, las incansables ninfas celestes, ejecutarían sus acrobacias alrededor del arca con la llama sagrada, que se utilizaría posteriormente para encender los fuegos de artificio.
El punto culminante de la fiesta llegaría por la mañana, cuando el dios Jayavarman subiera por la escalinata de Preah Vihear, para ondear desde allí la enseña del reino, en el instante justo en que, al amanecer, el sol se alinea con la calzada que une la gopura o pabellón occidental de entrada con la aguja principal del templo.
El naciente astro parecía emerger de la propia cúpula, desde la que el rey de los dioses bendecía la llegada del nuevo año, en tanto que las múltiples estatuas de grifos, dragones alados, unicornios, elefantes de tres cabezas, garudas u hombres-pájaro, y nagas, las serpientes divinas que adornaban la avenida, ardían con los primeros rayos anaranjados del día.
Indradevi se aseguró de que sus colaboradores no escatimarían fuerzas para que todo se realizase conforme a lo previsto. Después de un periodo de relativa sequía, el último año había sido particularmente torrencial, provocando considerables deterioros en el complejo hidráulico, y la consiguiente merma en las cosechas.
El agua era el elemento fundamental que daba vida y prosperidad a la nación. A lo largo de los siglos, se había implementado un intrincado conjunto de canales y diques, que permitían almacenar el agua en la temporada menos húmeda, y desembalsar el exceso durante la estación de lluvias, asegurando un continuo suministro para la población y el agro.
La variabilidad del clima provocaba que, a los esfuerzos que requería la multitud de construcciones en marcha, se sumasen los necesarios para mantener y reparar el complejo sistema hídrico, que permitiese estabilizar las cosechas. Comprendía que el hambre del pueblo podía constituir el origen de una revolución, por lo que era bienvenida cualquier manifestación que contentase a la naturaleza y a los dioses, y que se restableciera la regularidad de los monzones.
Una vez concluida la hora de audiencias, dio orden a sus siervos de que preparasen una salida con su palanquín. Se ciñó un sampot de seda dorada y un refinado corpiño a juego, se puso varios anillos y brazaletes de oro y una diadema con incrustaciones de jade, y se perfumó con esencia de sándalo.
Pensó que su hermana Jayarajadevi no solía arreglarse tanto, pues había decidido llevar sus convicciones hasta el extremo, incluso regalando gran parte de sus pertenencias a los más pobres, y fundando orfanatos y escuelas para niñas abandonadas.
Ella también creía que había que ayudar al prójimo, pero era bastante más pragmática. En los tiempos que corrían, no convenía exhibir ningún tipo de debilidad. Una diosa había de aparecer siempre radiante.
Las facciones del dios-rey se reproducían incesantemente en aquellas enormes e intimidantes cabezas, cinceladas en los cuatro lados de las 54 torres del templo de Jayagiri, una por cada provincia del imperio, y orientadas de modo perfecto hacia los cuatro puntos cardinales.
Aquel templo con forma de cordillera, que representaba el monte Meru y sus cinco cimas míticas, rodeado por un lago perimetral a semejanza del océano primitivo, constituía el proyecto insignia de su marido, el símbolo de su majestad y magnificencia, y se convertiría en su mausoleo y su legado eterno tras su muerte.
Cada soberano edificaba un ostentoso monumento que conectaba la tierra con el cielo, por el que regresaría al mundo de los dioses, y el de Jayavarman debía ser el más impresionante de todos, como correspondía a la grandeza de su reinado.
Mas al ver su nación derrotada por los enemigos, se puso al frente de los ejércitos y no paró hasta expulsar a los intrusos del país, en un primer momento, y conquistarles, años después. Pacificado el reino, y conmovido por la idea de eliminar el sufrimiento de su pueblo, según la doctrina budista que ella y su hermana le habían inculcado, Jayavarman se dedicó a mejorar las infraestructuras hidráulicas, a extender una amplia red de caminos para conectar las distintas provincias, y a erigir casas de descanso a lo largo de las rutas.
Dejaron atrás la gopura meridional de la ciudadela, y se dirigieron hacia Preah Vihear. Con la muerte del rey Suryavarman, el posterior periodo turbulento, y la invasión de los Cham, la montaña-palacio consagrada al dios Vishnú había quedado inconclusa. Sin embargo, Indradevi se sentía atraída por los extensos murales del corredor columnado de su perímetro exterior.
Le gustaba contemplar los bajorrelieves en los que se desarrollaban escenas de batallas entre Vishnú, asuras y devas, esto es, demonios y dioses, el que reproducía los 37 cielos y los 32 infiernos, o el de la procesión real. Aunque el que realmente le hipnotizaba era el del batido del kshirodadhi, el mítico océano de leche.
Decenas de miles de obreros, artesanos, herreros, pintores, talladores se afanaban en completar el santuario de su marido. Indradevi solía inspeccionar su trabajo, y hablar con los maestros acerca de ciertos detalles que debían corregir.
En plena estación cálida, convenía ponerse a cubierto durante las horas centrales del día, por lo que decidió volver a palacio por unas horas. En la gran plaza, una muchedumbre aún deambulaba alrededor de los puestos del mercado, regentados en su mayor parte por mujeres, en los que se comerciaban comestibles y productos de la región, así como algunos importados del gran imperio del norte.
Volvió a tropezarse con el encontradizo general Din Chey, que se acercó a presentarle sus respetos. Desde hacía un tiempo se prodigaba con galanterías, que ella recibía con agrado, a la vez que no desaprovechaba cualquier ocasión para cuestionar muy prudentemente la gestión de su consorte. También se cruzó con dos de las cuatro reinas secundarias, a las que fingió no ver.
Al llegar, atravesó el salón de baile, en el que cientos de jóvenes practicaban sus coreografías, emulando a las apsaras, las bailarinas celestiales encomendadas de cuidar a héroes y dioses, que decoraban las paredes.
Se encaminó hasta una de las bibliotecas, en la que sus alumnas le esperaban, aplicadas en silencio a su estudio. De sus múltiples responsabilidades, quizás la que le proporcionaba mayor satisfacción era la de enseñar el sánscrito a las monjas.
Cuando concluyó la clase, se encerró en su sala privada, para meditar y escribir. Le encantaba componer poesía, y su marido había incluido algunas de sus kavyas en las inscripciones de los nuevos templos.
Perdió la noción del tiempo, y al salir de la estancia comprobó que el palacio se había quedado vacío, así que apretó el paso para regresar cuanto antes, atajando por la galería en la que habían esculpido sendas tallas de su hermana Jayarajadevi y de ella misma.
Jayarajadevi se había casado con Jayavarman muy joven, y compartió con él sus luchas para liberar a la nación, y el comienzo de su mandato, hasta que un buen día apareció apuñalada, sin que nadie supiese quién había cometido tal asesinato.
Poco después, de forma inesperada, su cuñado le invitó a convertirse en la nueva agramahishi, la reina principal. Ella aceptó, conocedora de su carácter magnánimo, su virtuosismo, y su notorio atractivo. No obstante, siempre tuvo la sensación de que, a través de ella, el monarca seguía enamorado de su hermana.
Estaban los dos solos, de lo cual se cercioró a conciencia el general, echando un vistazo a su alrededor antes de invitarle a que le acompañase a una cámara que se abría a uno de los lados del pasillo. Titubeó un instante, pero resolvió seguirle.
Él cerró la puerta, y le solicitó que le escuchase. Le repitió lo que ya le había expresado en público por la mañana. Desaprobaba la vorágine constructora en la que se hallaba inmerso el reino, que agotaba vertiginosamente las arcas, y se oponía al tono excesivamente conciliador del rey, que podía arrastrar al país al caos.
Indradevi adivinó lo que vendría a continuación. Din Chey le declaró que la amaba en secreto, y que quería contar con su apoyo para derrocar a Jayavarman. Ella era consciente de los sentimientos del senapati hacia su persona, visiblemente más fuertes que los que el rey le manifestaba a diario. Por otra parte, el oficial era un hombre apuesto y decidido, y no le faltaba cierta razón en sus reproches.
Ambos sabían que si el soberano moría, el único modo de que el pueblo le reconociese a él como nuevo rey, sería desposar a la reina consorte, para legitimar su derecho al trono. Además, ella no sentía afecto alguno por su sobrino, el heredero natural, un joven ególatra y vanidoso, indigno aspirante a la corona.
Din Chey avanzó su mano izquierda, que había mantenido oculta hasta entonces a su espalda, y le acercó un bello ramo de jazmines. Un rayo le partió en dos, helándole el alma. En un instante se fijó en el costado diestro del general, y vio cómo asomaba el mango dorado de una daga.
Intuía que, después de la proposición realizada por Din Chey, y pese al amor que este le profesaba, la única manera de salir con vida de allí era aceptar su ofrecimiento, así que cogió el ramillete de flores, le sonrió, y se lo lanzó a la cara con toda su energía.
La ira en los ojos de su admirador se tornó en desconcierto, más adelante en arrepentimiento, y finalmente en desolación. Desde un pasillo lateral, una de sus guardias personales había aseteado certeramente al asesino. Indradevi nunca había podido olvidar aquel ramo de jazmines que el cuerpo inerte de su hermana sujetaba entre sus manos.