"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales. CAPITULO 19

Por Ana46 @AnaHid46


Mientras mi mamá arreglaba el papeleo necesario para que me aceptaran en el hospital, mi esposa no pudo más y me abrazó fuertemente, yo le correspondí de la misma forma.
—No quiero que te pase nada —me dijo entre sollozos.
—Todo va a salir bien —la traté de consolar—, nada malo va a pasarme. Vas a ver que pronto voy a salir de aquí.
Ella no hizo mucho caso a mis palabras y comenzó a llorar con gran tristeza.
—Cálmate —le repetí—, no quiero quedarme así, viéndote llorar, viendo que te vas a ir triste…
—Es que no puedo más… no puedo más.
Escondió su cabeza en mi pecho, la estreché un poco más hacia mí. Quise decirle más frases de consuelo, pero me contagió su tristeza y un nudo ahogó las palabras en mi garganta. Cerré los ojos y le acaricié la nuca. Todo este tiempo la gente pasaba alrededor nuestro, algunos nos observaban con triste mirada, otros simplemente nos ignoraban. Cada quien cargaba con su pena, con su preocupación, con sus motivos.

Mi madre llegó segundos después.
—Basta, muchachos —nos regañó suavemente mientras me entregaba una bata de color verde, la cual sería mi vestimenta en el tiempo que estuviera allí—, no podemos flaquear ahora —dirigiéndose a mi esposa, y tratando de que yo no escuchara, continuó—. Debemos ser fuertes por el bien de él.
Luego me miró y muy tranquila me dio las indicaciones que anteriormente le había dado la persona de recepción. Yo acaté lo que me dijo sin más comentarios.
Algunos minutos después, ya me encontraba en lo que sería mi aposento: Una habitación de color blanco que compartiría con otros dos enfermos. Sólo unas mamparas nos separaban una cama de la otra.
Me hospitalizaron por la tarde, pero como hubo algunos contratiempos, debido a que se presentaron cirugías de emergencia, me operaron hasta el martes.
A pesar de mi constante oposición a que alguien me hiciera compañía en mi estancia en el nosocomio, para que nadie se desgastara más por mi causa, nadie me hizo caso. Entre mis padres y hermanos se turnaban para estar conmigo día y noche, estando al pendiente de lo que avisaran los doctores y de cualquier cosa que se pudiera ofrecer.
Durante el tiempo que estuve en espera, pensé mucho en mi situación. Recuerdo cierta tarde, ya anocheciendo, que me encontraba solo porque la persona que estaba conmigo había tenido que ausentarse por varios minutos. Tenía la mirada fija al techo, pero no veía algo en particular. En mi mente repasaba una y otra vez la razón del porqué me encontraba ahí.
“¿Qué hice mal?, ¿en qué me equivoqué? ¿Por qué me enfermé de insuficiencia renal? —Me cuestionaba y a la vez trataba de darle un sentido a lo que me sucedía—. Si yo casi ni bebo licor o cerveza, sólo muy de vez en cuando pero, bueno, el doctor me dijo que esto me pasó desde chico, hace años, y hasta ahora se me agudizó —suspiré—. Y de nada me valió haber tomado tantas cosas, todo el gasto que se hizo; al fin de cuentas estoy aquí, esperando a que abran la panza como vaca en un rastro… —me entristecí un poco más y otra vez suspiré profundamente—. Al menos me sirvió para desengañarme y aceptar mi enfermedad…”

De pronto, un fuerte grito interrumpió mis pensamientos y me hizo voltear hacia la puerta. Todo se veía en calma.
“¿Qué habrá pasado?” —Me cuestioné.
Segundos después, se escucharon los presurosos pasos de doctores y enfermeras y se oyeron agitados murmullos. Alcancé a oír que pedían ayuda. Un par de minutos más tarde, tiempo en el cual estuve especulando el motivo de la movilización, se escuchó el alarido de una mujer y la voz de un hombre tratando de tranquilizarla con desesperada voz. Entre gritos, murmullos y voces de consuelo pasaron varios minutos.
“Alguien murió —pensé y agaché mi cabeza—, alguien murió.”
No hablé con nadie de lo que sucedió, de cómo me sentía.
Ya entrada la noche, mi acompañante se despidió para bajar y cederle su lugar a mi hermano menor, y mientras lo esperaba, me levanté y salí al pasillo, miré hacia donde provenían los sonidos que horas antes habían interrumpido la calma del hospital y sólo vi, en un rincón, el aparato desfibrilador, el cual se usa cuando una persona cae en paro cardiaco. Estuve parado en el marco de la puerta por largo rato, con mi mano izquierda me apoyé en la pared; no podía separarle la vista a ese artefacto. El lugar me envolvió en un profundo silencio, sólo roto por los sonidos casuales de los vehículos al transitar frente al hospital.
Más tarde, una enfermera me tocó del hombro sacándome de mi embeleso.
— ¿Estás bien? —Me preguntó.
Yo respondí afirmativamente y ella entró a la morada que compartía con otros enfermos. Apagó la luz, dio las buenas noches a quienes nos encontrábamos ahí y siguió su camino. La miré alejarse hasta que entró a otra habitación, giré la cabeza para ver el interior que estaba en penumbras. Vi mi cama, la cual era la que estaba en la entrada, las mamparas que me separaban de los otros dos pacientes y también vi a dos personas que acompañaban a mis colegas de cama. Una de ellas tosió ligeramente y me observó por unos segundos para después voltear la vista para con su enfermo. Bajé la cabeza y lentamente volví a mi lugar y me recosté nuevamente, cerré los ojos y suspiré hondamente.
“Todos, tarde o temprano, habremos de morir algún día” —reflexioné y me quedé profundamente dormido. No me di cuenta del momento en que llegó mi hermano.

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Próximamente: capítulo 20
Ana Hidalgo