"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales. CAPITULO 2

Por Ana46 @AnaHid46


Imagen: © La carga de la soledad. -Su uso es puramente ilustrativo.

El sábado siguiente, y mientras subía las escaleras para llegar a casa, mi madre me habló pidiéndome que entrara a su hogar. Al llegar, me recargué en un mueble mientras ella me instaba a que le contara lo sucedido en el hospital. Después de hacerlo, ella, con semblante preocupado, me insistió que fuera a ver al doctor para que me evaluara y así poder descartar alguna posible enfermedad.
Físicamente yo me sentía bien, sólo el agotamiento que me abrumaba y mi color pálido eran los indicativos de mi enfermedad. No sufría de ningún dolor y por lo mismo no sentía la necesidad de que un médico me revisara.
Al fin de la plática acepté ir al doctor para que mi mamá estuviera más tranquila.
“Al cabo sólo voy a andar cansado por la chamba y por la presión de no poder encontrar un trabajo como el que tenía.”
Ésas eran mis excusas.

Ese mismo día, mi esposa y yo fuimos al hospital a visitar a Santos. Después de estacionarnos nos dirigimos de inmediato al área oncológica. Antes de llegar a la recepción para preguntar por él, su mujer vino a nuestro encuentro. Al verla, la saludamos alegremente, siendo correspondidos por ella, pero de inmediato su atención se centró en nuestro hijo, comenzó a saludarlo y a hacerle cariños, como normalmente se le hacen a cualquier bebé.
En aquél entonces y como mencioné anteriormente, ella ya estaba esperando a su hija y estaba muy ilusionada con eso y muy agradecida con Dios por haberle permitido ser la esposa de mi primo.
—¿En dónde se encuentra Santos? —Pregunté.
Ella nos dio las señas de cómo llegar con él y que ella había salido a comprarse algo a la tienda.

Mi mujer y yo discerníamos acerca de quién pasaría primero y quién se quedaría a cuidar al bebé. Al instante, su esposa se ofreció a cuidarlo para que los dos pudiéramos entrar con tranquilidad. Así lo hicimos y rápidamente nos encontramos en la habitación donde estaba mi primo; se hallaba acostado en su cama y con la cabeza rapada, lo cual me sorprendió y entristeció un poco ya que, si bien no se veía diferente de otras veces, el hecho de verlo sin cabello sólo hacía pensar que era un indicativo típico de la quimioterapia que estaba sufriendo. Traté de mostrarme tranquilo.
—¡Qué onda, cómo están! —Nos saludó alegremente, como si nada pasara—. Qué haciendo “por acá.”
—Aquí nomás, saludando a los flojos que no se quieren levantar de la cama.
—Pues está bien. Aquí andamos.
—Y, ¿qué te pasó en la cabeza? Comprendo que no quieres que se te vean las canas, pero que te las quites cortándote el pelo estilo “cocoliso” no es la solución —bromeé.
—Es que el doctor dice que de todas formas se me va a caer, y que mejor me rape para no andar viendo cómo lo pierdo.
—Sí, está mejor.

Por un rato estuvimos ahí, platicando un poco. Noté que en algunas ocasiones él se tocaba un costado, creo que era el derecho; se notaba incómodo por momentos. Después de algunos minutos llegó su mamá y optamos por irnos para que ella se quedara con Santos y no ocasionar que nos amonestaran por estar varias personas en la misma habitación.
Llegamos a recoger a nuestro bebé y nos despedimos de su conyuge; ella iría, nuevamente, al lado de su esposo.
Camino al auto, recordé una conversación que habíamos tenido Santos y yo hace algún tiempo; nos encontrábamos en la casa de unos primos y estábamos tomando algunas cervezas, las cuales estaban a punto de terminarse y precisamente él se ofreció a ir por más. Por ser invierno y porque en esa noche hacía bastante frío, le hice una pregunta a modo de sugerencia:
—Oye ¿y qué te parecería si mejor vamos a comprar algún tequila? Está haciendo mucho frío y yo creo que sería más agradable ¿no?
Él se agachó y se acongojó.
—Bueno —contestó sin ánimo—. Pero yo mejor compro unas cervezas para mí.
—¿Qué onda? —Pregunté desconcertado—. ¿No te gusta el tequila?
—Sí me gusta, lo que pasa es que de un tiempo para acá como que me hace daño; si lo tomo siento como que se me queman las tripas, y en cambio con la cerveza, como está fría, siento que me cae muy bien.
—Qué raro ¿y por qué crees que sea eso?
—A lo mejor es que no lo tolero —se encogió de hombros..
—Sí, quizás es eso.

Pero ahora sé que no era eso lo que le provocaba aquel fuego en el estómago; era el cáncer, el maldito cáncer, el cual nos cobraría una cuota muy alta por haberme ayudado a descubrir mi malestar.
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Próximamente: Capitulo 3
Ana Hidalgo