Al sentir que todo estaba a punto de comenzar, una extraña sensación se coló por la parte superior de mi espina dorsal bajando lentamente, casi como un cosquilleo, hasta depositarse en forma de líquido… en mi vejiga. Una enfermera que pasaba notó mi nerviosismo.
— ¿Cómo te sientes? —Me interrogó.
—Bien, algo nervioso —respondí.
—Bueno, eso es normal. Pero no te preocupes, en un rato más comenzaremos.
Al ver que estaba a punto de alejarse, y al sentir esa sensación de “bolas lleno”, la interrumpí en sus pasos.
—Oiga, disculpe pero, éste... tengo un problemita.
— ¿No te sientes bien?
—Sí, pero… es que tengo ganas de orinar.
La mujer me vio con enfado.
— ¿Y por qué hasta ahorita?
—No sé, a lo mejor es por los nervios.
Ella exhaló un ligero suspiro mostrando algo de enojo al dejar caer los brazos.
—Déjame ver qué puedo hacer —dijo con resignación.
Se retiró y poco después regresó con un envase plástico, como los que se usan para embotellar los diversos líquidos con los que se canalizan a los enfermos, cortado de la parte angosta. Me lo extendió y me dijo:
—Orina aquí y cuando termines me dices.
— ¿Aquí? ¿En este frasco? ¿En este lugar? ¿No habrá forma de poder ir al baño? —Rechacé la idea de hacer mis necesidades en un pasillo donde cualquier persona que pasara podía verme.
—No —negó tajante—, y date prisa.
Volteé a mi alrededor buscando algún espacio o recoveco donde pudiera tener un poco de intimidad pero no pude ver alguno.
—Pero ¿en dónde…? —Traté, una vez más, de que me permitiera ir a algún baño.
— ¡Aquí! —Me interrumpió bruscamente adivinando mi cuestionamiento— Y date prisa, ya no tarda en venir la persona que te hará la cirugía.
Ella se alejó y me quedé relativamente solo, ya que únicamente varias voces, cuyos poseedores de las mismas y quienes estaban en algún cuarto circundante, se escuchaban a mí alrededor; y alguna que otra persona pasaba junto a mí, aunque lo hacían ignorando mi presencia, interrumpían mi soledad.
“Pues a hacer “de tripas corazón”. “
Sujeté firmemente el envase y lo coloqué por dentro de mi bata, tratando que no se notara mucho la tarea que me encontraba realizando.
Después de varios segundos, en los cuales volteé de un lado a otro, traté de silbar y de controlar mis nervios para que la naturaleza hiciera su trabajo, terminé la maniobra y esperé a que regresara la enfermera, cosa que no tardó mucho en hacer.
—Ahora sí, ¿ya estás listo? —Preguntó mientras tomaba el envase que yo le extendí.
—Sí —contesté sintiendo que los nervios hacían nido dentro de mí.
—Muy bien —dijo complacida.
Ella se marchó y alcancé a escuchar que algo hablaba con alguien al interior del cuarto más cercano a mí. Poco más tarde, un hombre se me acercó y me invitó a pasar a la habitación de donde provenía. Obedecí y me levanté de mi asiento. Entré a donde me indicaron: era un lugar de algunos cuatro por tres metros, dos camastros “tipo hospital” con sábanas blancas amueblaban el lugar de forma vertical a la entrada. Frente a ellos se observaban varios aparatos que servían para monitorear los signos vitales, un par de lámparas colgaban del techo para iluminar el lugar el cual, por cierto, no tenía puerta (o por lo menos no recuerdo que tuviera). Dos personas, un hombre y una joven mujer, se encontraban ataviados con batas, cubre bocas, gorros y guantes. Sus rostros se quedaron en el anonimato.
—Siéntate aquí —me mandó, señalando la cama de mi derecha, la persona que había ido por mí al tiempo que terminaba de ponerse un cubre bocas.
Y todo dio inicio. Me ordenaron que me despojara de la bata de la parte superior de la espalda. Uno de los dos hombres, ya que la chica siempre estuvo a mi lado izquierdo, me frotó la columna al parecer con yodo, de forma abundante, el otro se paró frente a los aparatos.
—Encórvate —ordenó la misma persona que realizó el procedimiento anterior—. Sentirás un piquete en tu espalda.
“Dios, ayúdame, que todo salga bien.”
Poco a poco sentí cómo penetraba una aguja por mi espina dorsal y un dolor agudo, punzante, se presentó en el lugar de la incisión. Exhalé un poco mientras la chica me ayudaba a sostenerme y a permanecer encorvado. Oí como el hombre a mis espaldas refunfuño ligeramente. Al parecer algo había fallado en un primer intento.
— ¡Encórvate bien y no te muevas! —Exclamó el mismo hombre mientras trataba de nuevo.
Me agaché un poco más a la vez que la enfermera me ayudaba poniendo su diestra sobre mí mientras yo hacía palanca contra ella. Volví a sentir el punzón de la aguja y el dolor se incrementó. De mis labios salieron sonidos guturales y lágrimas de mis ojos, en mis piernas sentía como si me dieran toques eléctricos. Según me parece, la aguja no encontró su objetivo por lo que tuvo que buscarlo saliendo y entrando varias veces hasta que por fin lo logró. Me ordenaron que me acostara y yo lo hice sintiendo un gran alivio en mí. Toda esta labor se hizo para ponerme anestesia local, la tan célebre ráquea. Acto seguido, sentí mucho hormigueo en mis piernas y a los pocos segundos, la mitad de mi cuerpo se había entumecido.
Comenzó la operación. A lo que pude observar, el primer paso fue rasurar mi abdomen del lado izquierdo con un rastrillo, después, sólo sentí una serie de jalones en el estómago, algunos suaves otros muy bruscos. Después de varios minutos todo terminó. Me sacaron de aquel cuarto para llevarme a otro donde aguardaría por un tiempo junto con otras personas. No pude observar en donde estaba por mantenerme pensando en el adormecimiento de mis piernas y por el dolor de mi vientre, el cual comenzaba a incrementarse conforme pasaba el efecto de la anestesia. Alrededor mío sólo podía escuchar los quejidos de los demás, yo sólo movía la cabeza de un lado a otro muy lentamente, aturdido por la operación y por el dolor que se agudizaba en mis heridas, sin ver a alguien o algo en específico. Después de un rato en el que perdí la noción del tiempo, me llevaron al área de diálisis, que es donde se hacen los recambios. El hecho de que se hagan en un lugar aparte es porque se necesita mucha limpieza e higiene para evitar que pueda introducirse una bacteria o virus a la cavidad peritoneal, que es donde penetra la solución que ayuda a remover líquidos y productos de desecho. Es un área especialmente reservada para pacientes dializados. En la misma habitación estaban dos mujeres más, de edad madura. El hecho de que compartiera el lugar con ellas era porque, en ese momento, el área de diálisis se saturó y sólo disponían de la cama que yo ocupé.
La mujer que se encontraba cerca de las ventanas era morena y delgada, ya contaba con diálisis desde hace un tiempo atrás. Después me enteraría de que ya eran varias las ocasiones en que ella tenía recaídas como en aquella vez; éstas se daban, especialmente, por la falta de higiene de su parte. Era algo molesta porque se la pasaba hablando y haciendo recomendaciones, incluso a las enfermeras, de qué se debía hacer y que no con respecto a la diálisis, siendo que al parecer ella no las seguía.
La segunda mujer, en la cama de en medio, era de tez blanca y complexión media. A ella la habían operado un par de días antes que yo pero la diálisis no le funcionaba correctamente.
Casi al momento de acostarme, comenzó la rutina a la que me acostumbraría por varios meses: los recambios.
Una enfermera entró y ordenó que los parientes que nos acompañaban despejaran la habitación, cerró la puerta y me dio un cubre bocas, las otras pacientes y la mujer de blanco ya lo traían puesto.
—Siempre tienes que usar cubre bocas cuando se hagan los recambios, ya sea aquí o en tu casa —me avisó mientras acercaba un carrito con lo necesario para iniciarme el tratamiento.
Tomó un par de bolsas selladas que contenían un guante estéril cada una y abrió el empaque que los contenía pero no los sacó; tomó la solución de diálisis de dos litros de capacidad y la abrió colocándola junto a ella.
— ¿Dónde tienes tu catéter? —Refiriéndose a la manguera que salía de mi estómago. Yo volteé hacia mi vientre ignorando a qué se refería, ya que hasta entonces no la había visto, cuando miré que ella lo sujetó y colocó sobre mis sábanas. Era una manguera de goma semi- translucida como de medio centímetro de diámetro que remataba con una especie de envase tubular del doble de grosor de plástico azul, cerrada por un tapón blanco.
“¿Qué es eso? —Pensé confundido— ¿Eso sale de mi panza?”
La enfermera se puso los guantes y tomó la terminal de la bolsa y mi catéter, despejó de su tapón a ambas terminales y las conectó, después dejó caer al piso la bolsa que estaba vacía y la selló de su conducto con unas pinzas para que la solución no se fuera hacia abajo. Quebró el llamado segmento de ruptura, que es una pieza azul que impide el paso de la solución, y después giró la parte trasera de mi catéter para abrir la línea de ingreso permitiendo que la solución penetrara libremente.
Una nueva aflicción se sumó a la lista. El peritoneo es una capa que en condiciones normales se mantiene “cerrada”, pero ahora, debido a la diálisis, tenía que abrirse y recibir todo el líquido que corría lentamente por el catéter. Este dolor sólo lo padecía a la entrada y salida de la solución.
La bolsa se calienta en un horno microondas previamente a su uso para que no se encuentre fría al ingresar al peritoneo, pero aun así, sentí muy fresco mi estómago, pero poco después comencé a sentir mucho dolor en el mismo. Me quejé con la enfermera pero me dijo que no me preocupara, que era normal. Mi cuerpo debía acostumbrarse a tener esa solución dentro de él.
La mujer abrió la puerta y permitió que nuestros acompañantes entraran mientras ella se ausentaba, ya que sólo cuando se hacia la maniobra de conectado y desconectado la habitación debía de estar lo más despejada posible.
Algunos quince minutos más tarde, el ingreso del líquido terminó. Al regresar la enfermera volvió a despejar la habitación y a pedirnos a los pacientes que nos pusiéramos el cubre bocas, después abrió una bolsa metálica que contenía el tapón de mi catéter y se puso un par de guantes nuevos. Cerró mi línea de ingreso, retiró la bolsa de solución y puso el tapón al catéter rápidamente, para disminuir los riesgos de infección.
El proceso del recambio había terminado. Ella salió de la habitación y nuestros acompañantes entraron. Una hora después me volvieron a hacer otro recambio.
Normalmente se debe de hacer cada cuatro horas (de hecho en el hospital las enfermeras lo realizaban de día y de noche, pero ya en casa sólo me hacía 4 en el día por ordenes del médico) pero para acelerar la descontaminación de mi cuerpo me los hicieron cada hora hasta que mis signos y niveles fueron aceptables para un paciente dializado, esto fue al segundo día, de aquí en adelante se cumplió con el horario antes dicho.
El mismo procedimiento se realizaba para mis dos acompañantes, aunque la mujer que descansaba en la cama de en medio tenía dificultades para expulsar la cantidad de solución conveniente, ya que recibía dos litros y sólo sacaba uno o algo menos. Los doctores continuamente la visitaban y revisaban tratando de encontrar el problema que no le permitía vaciar adecuadamente su peritoneo, lamentablemente ella sufriría mucho más antes de lograr controlar su aflicción.
En el transcurso del primer día y la noche cuando me operaron, como lo comenté anteriormente, sufrí mucho de dolores en mi espalda; esto dado a la cirugía y a la inmovilidad que me provocaba el no poderme levantar de la cama, todo esto aunado al momento de los recambios, cuando se vaciaba el líquido y cuando se ingresaba. Constantemente me movía de un lado a otro tratando de aliviar un poco mis molestias pero no lograba mucho.
Pasé la noche en duerme vela, despertando a cada rato por la incomodidad de la cama y las molestias en las heridas. Fue una noche muy prolongada. Aunque me desperté temprano ya no pude dormir, sólo me la pasé moviéndome de un lado a otro, tratando de encontrar una posición que me ayudara a aminorar mi aflicción.
Afortunadamente para el segundo día todo fue mejorando: los dolores en mi espalda ya eran menores, así como en mis heridas, y poco a poco mi peritoneo se familiarizaba con los recambios, haciendo que los dolores disminuyeran en duración e intensidad, hasta que prácticamente desaparecieron conforme pasó el tiempo.
Fue en este día cuando ya pude conversar un poco con mi madre, a quien le había tocado estar conmigo en ese momento ya que mi padre y hermanos cubrían “el turno nocturno” es decir, me acompañaban por la noche debido a los deberes del trabajo y la escuela. Ella me preguntaba acerca de cómo me sentía y yo le cuestionaba por mi hijo, aunque no podía decirme mucho por todo el atareo que hacia yendo al hospital y atendiendo sus labores diarias.
Poco a poco fui conociendo un poco a mis compañeras quienes, sobretodo la mujer de la cama dos, eran muy amables. Ella nos comentó que su problema residía en su peritoneo, debido a que el catéter no podía acomodarse correctamente para realizar su función normal. Fue en este día cuando hicimos el intento, mi madre y yo, de sentarme en la cama y aunque fue algo difícil (la verdad se me hace increíble que una pequeña herida provoque tantas molestias) lo pudimos hacer con la ayuda de mi tío Cecilio, quien fue a visitarme por la tarde y en quien me apoyé para lograr mi cometido. Por fin descansé mi espalda de mejor manera y logré sentirme muy aliviado, muy ligero.
Pero, mientras mi tío y mi mamá platicaban de la experiencia que estábamos viviendo, de pronto comencé a sentirme raro, con ganas de deponer el estómago.
—Me siento mal —anuncié a mis acompañantes.
Mi madre fue de inmediato a buscar a la enfermera en turno y mi tío se quedó conmigo sujetando mi mano y dándome algunas palabras de aliento.
La enfermera llegó segundos después.
— ¿Qué sientes? —Preguntó.
—Siento ganas de vomitar —argumenté mientras sobaba mi pecho.
—Déjame ver qué podemos hacer, ahorita vengo.
La mujer salió y, sin poder contenerme más, devolví el estomago en mis sábanas. No pude moverme a ningún lado, hubiera querido que todo eso cayera al piso pero no me pude asomar fuera del área de la cama.
En esa situación me pasó algo un poco curioso: otras veces en que me veía obligado a hacer lo mismo, ya hubiera sido por mareo común o por “mareo etílico” (está bien, por borracho), el proceso era acompañado por espasmos algo violentos pero, en esta ocasión en especifico, prescindí de ellos percibiendo que mi estómago realizaba tal expulsión de manera más bien mecánica.
Mi tío me observaba reconfortándome cuando arribó la enfermera, precisamente ya que todo había pasado y me sentía mucho mejor. Ella me dio una pastilla.
— ¿Para qué es? —Cuestioné.
—Es para el mareo —respondió.
“¿Para el mareo? —Pensé algo enojado y confuso pero sin mostrar emoción—, ¿Y ya para qué? ¿Qué no está viendo el cochinero que hice? Para el mareo… —tomé el vaso con agua que me ofrecía mi mamá a la vez que seguía renegando en mi interior—. Mejor miéntemela.”
Un día después, por la mañana, salió la mujer de la tercera cama; la dieron de alta. A la otra enferma se la llevaron para tomarle una radiografía para observar en qué posición se mantenía el catéter. Su hija, mujer que siempre la acompañaba, nos dijo que no era la primera vez que le sacarían placas por la misma causa.
— ¿Y por qué no se le acomoda? —Pregunté.
—Los doctores dicen que son causas ajenas a ellos, que a veces las mismas tripas —circuló su diestra alrededor de su estómago— no permiten que el catéter “esté libre”, aprisionándolo o doblándolo.
— ¿Y existe alguna solución?— Cuestionó mi madre.
—Pues incluso ya le han dado algunos laxantes para ver si el movimiento intestinal le ayuda, pero aún no se obtienen buenos resultados.
—No se preocupe, están en buenas manos, todo va a salir bien.
Pero, desafortunadamente, las cosas distaron mucho de terminar de esta manera.
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Próximamente: capítulo 22
Ana Hidalgo