"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales CAPÍTULO 35 y final

Por Ana46 @AnaHid46


Ilustración de Alejandro Bernal

Me parece que fue un lunes en la tarde cuando nuestro compañero comenzó a quejarse de dolores en su abdomen. Poco a poco parecían hacerse más fuertes. Tuvieron que inyectarle medicamento y, sin más tardanza, se lo llevaron a hacerle más análisis.
Cuando lo regresaron con nosotros se veía agitado y cansado. Pude observar como su vientre se veía extremadamente inflamado. Un doctor se acercó a él más tarde y le habló por unos minutos en privado, bajando la voz. La siguiente vez que lo vi, lloraba lágrimas silentes, pero nadie se atrevió a preguntarle qué pasaba. Rato después se lo llevaron nuevamente, esta vez no dijeron a qué lugar.
Por largo rato no me atreví a preguntar por él. Todas las enfermeras hablaban susurrando entre ellas, hasta que, ya de noche, una de ellas se me acercó a checar algunos datos para apuntarlos en la bitácora, fue entonces que vi la oportunidad para saber qué sucedió con mi compañero, ya que era tarde y no regresaba.
— ¿Qué le pasó? —Interrogué a la mujer, cuidando de bajar la voz para que no escuchara mi joven compañero. Ya pasaban las diez de la noche.
—Sufrió rechazo agudo, le van a tener que quitar el riñón.
Al escuchar sus palabras, me quedé helado.
“Dios, ayúdanos... ayúdalo, dale fuerzas.”

Esa noche tardé bastante para lograr conciliar el sueño.
Al día siguiente al despertar vi a mi compañero en su lugar. Se veía triste y enojado a la vez. Vi cómo una lágrima corrió por su mejilla. No me atreví a hablarle.
Un poco más tarde nos cambiaron de habitación ya que necesitaban desinfectar la nuestra.

Estando en otro cuarto nos quitaron la sonda de la orina al compañero más joven y a mí. Estábamos de buen humor porque todo caminaba sin problemas para nosotros. Platicamos con la enfermera de forma amena. Repentinamente el compañero que sufrió su rechazo se dirigió a una doctora que estaba con nosotros. Gritando pidió su muerte, pidió no sufrir más. Su voz era un grito de angustia, de ayuda,... de ruego. Los demás escuchábamos sin decir palabra. Me sentí avergonzado por mi anterior actitud de júbilo sabiendo por lo que estaba él pasando.
“¿Qué haría yo si estuviera en su lugar? —Pensé y cerré los ojos—. No lo quiero saber.”

La doctora salió con prisa mientras él gritaba con más intensidad. Más tarde entró un muchacho con bata blanca y cerró la mampara, separándonos de nuestro amigo, para tener un poco de privacidad. Al parecer era un Psicólogo. Habló con él y con bastante trabajo logró que se tranquilizara.
Le explicó que lo que estábamos viviendo era como un embarazo y que el bebe era el riñón. Que prácticamente sucedía lo mismo que en un embarazo donde podía llegarse a feliz término o se podía abortar. Que en su caso había sucedido lo segundo. Que por un momento pensara en todos los embarazos que se dan diariamente y en todos los abortos que, desgraciadamente, pasan. Le dijo que pensara un poco en las madres que perdían a sus hijos. Que la gran mayoría al sufrir esta situación se armaban de coraje, valor y fe para volver a intentarlo. Por último le preguntó si estaba casado y si tenía hijos.
—Sí, tengo dos hijos.
—Pues piensa en ellos y en tu esposa. ¿Qué van a hacer sin ti? Tus hijos van a crecer, van a vivir su vida ¿No quieres estar ahí para verlos como se convierten en adultos? Si aun así me dices que quieres morir, sólo te pido una cosa, piensa en esto: Tú ya no vas a necesitar nada más, pero ellos siempre van a necesitar a su padre… a ti.
Después hubo silencio. Minutos más tarde se lo llevaron a otro cuarto. Ya no eran necesarios para él los cuidados especiales que le corresponden a los trasplantados.
Después de la comida nos regresaron a nuestra habitación de siempre.
Al siguiente día, a la hora de la visita, mi esposa me informó que nuestro antiguo compañero ya estaba de mejor ánimo. Que ya había comprendido y aceptado su situación y que estaba de muy buen humor y dispuesto a intentarlo de nuevo.
Por mi parte y gracias a Dios, ya no tuve mayores complicaciones. Día a día me realizaban exámenes de sangre para medir mis niveles de creatinina y urea, los cuales resultaban aceptables. Me retiraron el catéter que pendía de mi hombro derecho y, un día antes de salir, me retiraron la manguera del dren, que era por donde arrojaba los desechos que se formaban en el interior de mi cuerpo.
Yo salí el viernes ocho de Noviembre del 2002. Ese día, al momento de la visita, me llevaron un pants para salir del hospital. Me vestí nervioso como quien sale a lo desconocido después de haber vivido en un lugar seguro y confortable. Me despedí de mi joven amigo, quien tuvo algunas complicaciones pero después supe que se lograron superar y que estaba bien. Le deseé suerte a un señor de recién ingresó al área de recuperación y que venía desde Nayarit.

También me despedí y agradecí a las enfermeras y doctora que estaban de turno quienes me dieron unas últimas indicaciones para mi tratamiento, teniendo en cuenta que yo ya sabía mis horarios y dosis.
Salí de la habitación y me encontré con mi esposa. Le pedí me llevara con mi ex-compañero. Así lo hizo.
Al entrar a su cuarto lo encontré muy sonriente junto a su mamá y a su esposa. Todo él parecía brillar, en todo el cuarto se respiraba una gran paz.
— ¿Qué pasó, ya vas pa’ fuera? —Me preguntó.
—Sí, gracias a Dios. ¿Y tú cómo estás?
—Estoy muy bien, echándole ganas. Ya ni me acuerdo del dramón que me aventé el otro día —ríe.
—Le hablaron sus hermanos y le dijeron que no se preocupara —comentó su mamá—, que por ellos no quedaría. Ya viene uno de los Estados Unidos para hacerse exámenes y los otros tres ya pidieron cita también. Le dijeron que si no le volvía a funcionar el riñón, que le donaba otro hermano hasta que uno le “pegara" bien.
—La verdad es que sí estaba algo triste —dijo su esposa—, pero ya se le pasó —y enseguida añadió dirigiéndose a él y acariciando su mentón—. Si bien que sabes que no estás solo, amor. Tus hermanos y padres te apoyan, y yo también.
Él asintió sonriendo.
—Qué bueno que ya estés mejor —comenté—. Échale ganas y cuídate.
—Tú también.
Salimos del cuarto y posteriormente del hospital. Mientras caminaba por los pasillos me sentí contento, mis piernas me temblaban pero no podía detenerme. Aunque mi mujer me instaba a que bajara la velocidad, no podía hacerlo; simplemente deseaba alejarme de ahí. En la salida me esperaban mi suegro y mi hijo de tres años quien se veía muy simpático usando cubre bocas y tratando de ayudarme a subir al vehículo y a cuidarme en el trayecto a casa.
—Con cuidado, papá, no te vayas a lastimar. Cuidado con tu cabeza. ¿Te sientes bien?
—Sí, hijo, me siento muy bien.
—Siéntate aquí conmigo, papá. Te voy a abrazar para que ya no te pase nada.
—Gracias, hijo… gracias por todo.
Ya con mis padres, me encaminé a la que sería mi habitación por el mes que pasaría en aislamiento. Las visitas sólo tenían permiso de platicar conmigo a través de una ventana y no podía haber contacto físico para reducir los riesgos de contraer alguna enfermedad. Todos los cuidados estaban enfocados a una gran limpieza de mi entorno.
Cada semana era obligatorio ir al hospital a hacerme unos análisis de sangre y de orina. También era necesario medir la orina diaria y anotarlo en una bitácora.
Los días fueron pasando poco a poco y, gracias a Dios, sin fuertes complicaciones; tomaba bastante medicamento, mi apetito se acrecentó en demasía debido a las medicinas, a éstas también les debo un ligero cambio de humor que fue desapareciendo conforme me disminuían las dosis.

Pasado el mes, regresé a mi casa. Los cuidados ahora eran menos extremos y poco a poco fui saliendo a pasear por la calle, siempre con mi cubre bocas y abrigado. Los exámenes de sangre y orina se fueron espaciando hasta llegar a ser cada dos meses.
Actualmente me encuentro muy bien, aunque a veces no puedo evitar pensar en las consecuencias y riesgos inherentes al trasplante, especialmente en el rechazo. Cuando imagino esto, me veo nuevamente pasando por muchas cosas que no quisiera volver a vivir.
“El injerto me puede durar toda la vida, pero también puede durarme un año, cinco o quizás veinte.  Si mi cuerpo llega a rechazarlo tendré que pasar nuevamente por lo mismo: dolores, aflicciones, incertidumbre... ¿Qué me espera para el futuro...?”
En mi casa me dirijo a la ventana que da a la calle y la abro. Siento una ligera brisa entrando a mi habitación y lleno mis pulmones con aquel fresco aire. Miro al horizonte mientras el sol se oculta y estiro mi brazo tratando de alcanzarlo, como si quisiera abrazar un sueño por siempre anhelado.
“Parece que está tan lejos, ¡jamás lo podré tocar! —pienso para mí. Después cierro los ojos y sonrío —. Bien, tendré paciencia… aún tengo tiempo.”
R. L. Morales

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FIN
Ana Hidalgo