El término apareció por primera vez en la revista Wired en noviembre de 2006, dentro del contexto de algunos best sellers relacionados con la ciencia de cinco autores ateos que abogaban por una forma radical de ateísmo.
El término no debe confundirse con el ateísmo clásico o al uso, ya que mientras un ateo clásico puede no creer en Dios pero negar estar en posesión de una verdad categórica, no creer pero considerar el problema no resuelto y filosóficamente abierto, o simplemente no creer pero respetar la dignidad del creyente, el nuevo ateísmo defiende no sólo la intolerancia hacía la creencia, sino hacia el propio creyente. Considera legítima cualquier coacción que se haga al creyente dentro de marcos legales, como ridiculizarlo por su creencia, a fin de que se sienta avergonzado por ésta arrastrado por la fuerza de la coerción que se ejerce sobre su reputación.
Por supuesto, este nuevo movimiento no ha sido sólo criticado desde el ámbito teísta o religioso, sino que la misma comunidad atea, desde los campos de la filosofía y la ciencia entre otros, ha señalado la incoherencia, el fanatismo, la falta de respeto y de derechos humanos que supone este nuevo y radical movimiento, que para muchos, entre otros para el humanista ateo Tom Flynn, no es ni nuevo ni movimiento en sí, sino una novedad que ha sido acogida con popularidad por su mismo radicalismo.
Por su parte, el famoso filósofo creyente William Lane Craig considera que lo que distingue al denominado nuevo ateísmo del clásico es que aquel no sólo quiere eliminar la religión de la vida pública, sino de la vida privada, hacerla desaparecer de la sociedad de forma agresiva, y piensa que nace como una reacción al yihadismo islámico, es decir como respuesta hostil a una hostilidad, y que se trata de un fenómeno de la cultura popular, a la que le atraen los excesos. La repulsa, como era de esperar, ha venido dirigida desde puntos opuestos, en una alianza de creyentes y ateos en favor de la justicia.
No es para menos. Obviando la falta de respeto y educación que late en el movimiento, se presentan varias implicaciones que dejan entrever la candidez e ignorancia que conlleva.
Por una parte, la creencia en la ciencia como evidenciadora de la existencia o inexistencia de Dios ha sido negada no sólo por los filósofos, a cuyo campo pertenece el problema, sino por eminentes científicos, ya fueran creyentes o ateos. Los descubrimientos científicos pueden servir para incorporarlos a las argumentaciones a favor o en contra de la existencia de Dios, pero nunca ha podido ni podrá mostrar evidencia alguna a las partes. La razón es obvia: la ciencia se ocupa y actúa sobre un campo espacio-temporal, así que dilucidar, y no digamos demostrar la existencia o inexistencia de algo cuyos atributos más característicos son la inmaterialidad y la atemporalidad quedan fuera de su jurisdicción. Para entendernos, sería como si un matemático sostuviera que puede demostrar con una ecuación la calidad de una obra literaria, o que la economía tiene una nueva cura para el cáncer.
Nos encontramos con sistemas que actúan en un marco del que no pueden salir sin salirse también de su sistema, y por lo tanto sin aplicación a otros sistemas a su vez sujetos a la misma ley. Esta limitación del marco de aplicación de la ciencia, y sobre todo su invalidez sobre el tema de Dios, no es, como pudiera parecer, una defensa del científico creyente, sino compartido tanto por él como por el ateo toda vez que su carácter les permite encontrar limitación en el campo en que son expertos. De hecho, y contra lo que pudiera parecer, los últimos descubrimientos científicos han llevado a grandes científicos a más conversiones al teísmo que al ateísmo, al poder incorporarlos a las argumentaciones a favor de la existencia de Dios. Aunque algunos puedan pensar que teorías como la del Big Bang llevarían más bien a lo contrario, se sorprenderían al saber que el primero en proponer lo que después se conocería como teoría del Big Bang fue Georges Lemaitre, sacerdote belga, astrónomo y profesor de física, con sus ideas expuestas en su llamada "hipótesis del átomo primigenio".
Y es que aunque hoy parezca lo contrario, la teoría del Big Bang beneficiaba más que perjudicaba a la concepción religiosa, ya que "casaba" con la idea de un Dios que en un punto preciso crea el universo, mientras los científicos ateos se mostraron muy críticos con las ideas de Lemaitre, ya que un universo que no comenzaba a existir sino que existía desde siempre era más favorable al argumento ateo. Sin ir más lejos, Antony , el filósofo ateo más influyente del último medio siglo, abandonó el ateísmo influído sobre todo por la teoría del Big Bang y lo que se conoce como ajuste fino del universo. Como parte de la comunidad atea se sintió, como es comprensible, decepcionada con esta conversión, aludieron a su avanzada edad para desprestigiar el hecho, poniendo en duda la autoría de su último libro, en el que declaraba creer en Dios en sentido aristotélico. Ante los rumores, el propio Antony Flew tuvo que salir al paso, y en sus declaraciones nombró de forma negativa a Richard Dawkins, precisamente uno de los denominados apóstoles del nuevo ateísmo:
"Dos factores fueron especialmente decisivos. Uno fue mi creciente empatía con la idea de Einstein y de otros científicos notables de que tenía que haber una Inteligencia detrás de la complejidad integrada del universo físico. El segundo era mi propia idea de que la complejidad integrada de la vida misma -que es mucho más compleja que el universo físico- solo puede ser explicada en términos de una fuente inteligente. Creo que el origen de la vida y de la reproducción sencillamente no pueden ser explicados desde una perspectiva biológica, a pesar de los numerosos esfuerzos para hacerlo. Con cada año que pasa, cuanto más descubrimos de la riqueza y de la inteligencia inherente a la vida, menos posible parece que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético. Se me hizo palpable que la diferencia entre la vida y la no-vida era ontológica y no química. La mejor confirmación de este abismo radical es el cómico esfuerzo de Richard Dawkins para aducir en El espejismo de Dios que el origen de la vida puede atribuirse a un "azar afortunado". Si este es el mejor argumento que se tiene, entonces el asunto queda zanjado. No, no escuché ninguna voz. Fue la evidencia misma la que me condujo a esta conclusión."
Pero decíamos que eran dos las pruebas de la candidez e ignorancia de dicho movimiento, y que por tanto corroboraba el hecho de catalogarlo como fenómeno de cultura popular. La primera es la ya expuesta: la incompetencia de la ciencia sobre Dios. La segunda es la clara coincidencia que guarda con las mismas religiones que critica, sobre todo tomando sus rasgos más negativos, como son la intolerancia y la agresividad. Sin ir más lejos, admite una clara coincidencia con el catolicismo. Podemos equiparar al ateísmo clásico, perseguido primero y después consentido, más tarde convencido pero educado y respetuoso con los creyentes, con el cristianismo primitivo, también perseguido y más tarde aceptado, respetuoso y amigable con cualquier otra creencia. Sin embargo el catolicismo se proclama portavoz del cristianismo, y al institucionalizarse parece que se regula y que legaliza su portavocía aun cuando es evidente que, durante la Inquisición, sus prácticas son totalmente opuestas a los valores cristianos. En el caso del nuevo ateísmo sucede lo mismo, aunque acortando los plazos y acelerando el proceso: el nuevo ateísmo se proclama, sin consentimiento, portavoz del ateísmo, y bajo esa portavocía coacciona al creyente en una inquisición invertida.
El ateo, como el cristiano, se ve obligado a aclarar su posición con adjetivos como "clásico" u otros que complementen el ya insuficiente nombre de ateo. Se ve entonces en la misma tesitura del cristiano, que se ve en la innecesaria obligación de desmarcarse del catolicismo, aun cuando la misma palabra "cristiano" debería indicar simplemente los valores primitivos y originales del cristianismo, y estaría de más recalcar redundantemente su oposición a cualquier actitud inquisitorial. Es decir que acaban siendo los cristianos y ateos originales los que tienen que adjetivar su postura para no ser confundidos, cuando bastaría el nombre que les define para que no hubiera confusiones, ni otras connotaciones que no sean la esencia ideal del nombre que les define en ese aspecto. Se podrá decir, sin embargo, que es un abuso equiparar las prácticas de la Inquisición con la coacción del nuevo ateísmo.
Obviamente hay una diferencia de procedimiento, pero no esencial sino circunstancial: la Inquisición dirige su intolerancia hacia los herejes (los herejes no eran tan sólo, como se puede pensar popularmente, ateos, sino que indicaba sobre todo a los cristianos heterodoxos, y es curioso que se pretenda criticar al cristianismo nombrando la Inquisición, cuando a quien más persiguió la Inquisición fue a los cristianos, véase cristianos gnósticos y los llamados albigenses o cátaros), o la dirige hacía aquello que no tolera, hasta las últimas consecuencias que le permite el Estado, que es en este caso la muerte; el nuevo ateísmo lleva igualmente su intolerancia hasta donde el Estado o sistema lo permite, y como se haya en el contexto de la libertad de expresión, se sirve de la ridiculización y de la coacción legal y dentro de ella deja actuar su intolerancia.
Como se ve, la diferencia es el contexto histórico y el marco de legalidad en que este contexto enmarca sus acciones, es decir el marco en que el Estado les permite canalizar su intolerancia. Por eso, más que nuevo ateísmo, a raíz de las coincidencias se le podría llamar Inquisición Atea, ya que al igual que la Santa Inquisición lleva su intolerancia hasta los extremos en que el Estado les respalda, y el diferente contexto histórico tan sólo nos lleva a preguntarnos: ¿qué harían estos fundamentalistas ateos si el Estado respaldara la persecución y muerte de cualquier creyente? A raíz de sus declaraciones, es evidente que actuarían como inquisidores, y que lo que les separa de esa conducta es la consecuencia legal y no la diferencia moral, por lo que la incoherencia entre su crítica y su ejemplo se hace evidente, y desmonta, además, su teoría de que un mundo ateo viviría en una paz utópica, toda vez que no se han parado a pensar que en el siglo XXI, contra el convencimiento general, las muertes violentas pertenecen no sólo y exclusivamente al ámbito del fanatismo religioso, sino a otro fanatismo que no es religioso y que es mucho menos escandaloso y más sutil, pero no por ello menos efectivo: la fe en el materialismo, el capitalismo.
Y es que la fuerza volitiva es un trueno que sigue al relámpago de la fe, y con propuestas tan disparatadas como la Inquisición Atea, que tanto se parece a la Inquisición del Ateísmo de Estado, y que no debe confundirse en ningún caso con el Estado laico, estamos abocados a los mismo errores. Pues el Ateísmo de Estado es una Inquisición vuelta del revés, que lleva implícita la falta de libertad de expresión y libertad de culto, y quienes la defienden no pueden más que igualarse en cuanto a moral a la Santa Inquisición en su época más intransigente. Por suerte, la falsa dualidad creyentes-ateos con que algunos conciben el mundo, se desmonta cuando ambos, unidos por el sentido común y la ética, rechazan cualquier imperativo inquisitorial o fuerza coercitiva, y se unen en la defensa de los derechos humanos en un acto tan honrado por parte de los ateos como honrado ha sido por parte de los creyentes el proteger y defender a los ateos (que también ha habido casos, aunque no oficiales por su misma clandestinidad) en épocas de barbarie.
Este movimiento, por su misma naturaleza inconsistente, desaparecerá como lo hace un best seller con el tiempo, cuando su novedad ya no lo justifica, y es una gran noticia más para el ateísmo que para el teísmo, pues es sabido, y quizá también esto lo ignoren, que cuando algo es hostilizado inmediatamente gana atractivo y fructifica, y al igual que el ateísmo fue defendido por grandes genios en tiempos hostiles, el hecho de hostilizar una creencia religiosa o prohibirla llevaría seguramente a su refinamiento, pasando a ser defendida por las mentes más brillantes por el mero hecho de ir a contracorriente de la injusticia.
Y es que la popularización es una contraindicación de la calidad, y el mismo ateísmo ha podido comprobar como al hacerse popular también se ha vulgarizado como le ha pasado a las religiones, ya que el influjo que recibe no entiende de calidades y conlleva aceptar al genio y al analfabeto indiscriminadamente, motivo por el cual un ateo culto estimará mejor que haya en el mundo sólo cincuenta ateos, pero todos de la calidad de Schopenhauer, a que haya millones con la media cultural de un tertuliano de televisión; y el creyente culto estimará mejor, a millones de creyentes, cincuenta creyentes en todo el mundo, pero todos de la calidad de Kierkegaard.
Alonso Pinto Molina