Carlos I el Grande, rey de los francos, había ido extendiendo sus posesiones a lo largo de su reinado, de tal forma que había conseguido aglutinar bajo su mando a gran parte de los territorios que en su día habían conformado el Imperio Romano de Occidente.
En Francia, había logrado imponerse a aquitanos, burgundios, neustrios, austrasios y gascones, y tan sólo le restó someter a los salvajes territorios bretones. En el centro del continente había vencido a gran parte de los bávaros, suevos, ávaros, obodritas, sajones, panonios, alamanes y croatas, obligándolos a convertirse al cristianismo, mientras que en Italia había derrotado a lombardos y toscanos, y conquistado casi toda la península, a excepción de los enclaves dominados por Bizancio: Venecia, Reggio, Brindisi y Nápoles.
También en Hispania había combatido a los infieles, aunque sin demasiado éxito, dada la pujanza de los reinos musulmanes, pero había conseguido crear gran Marca defensiva, más allá de los Pirineos, aunque fuese a costa de perder a su gran capitán y sobrino Roldán, en el paso de Roncesvalles.
Carlos era un católico muy devoto, que sentía la responsabilidad de ser el abanderado de la Cristiandad, lo cual le había llevado a ser también un ferviente defensor de la Iglesia. Hacía unos años, cuando el papa Adriano I fue atacado por los lombardos, acudió presto en su ayuda. Ahora era el Papa León III quien reclamaba su apoyo.
León procedía de una familia modesta, y no contaba con el apoyo de la aristocracia romana, de cuyo seno había salido el anterior pontífice. Sus adversarios le habían acusado de adulterio, y le habían intentado asesinar durante el desarrollo de una procesión, por lo que huyó de Roma y fue a buscar la protección de su aliado Carlos en Paderborn.
Carlos tenía en gran estima al clérigo británico, que le había ayudado en su apuesta por convertir su reino en un foco de cultura. Alcuino supo atraer a la corte franca a los más brillantes intelectuales de la época, procedentes de todos los confines de su reino: Pablo el Diácono, Clemente de Irlanda, Pedro de Pisa, Teodulfo de Orleans o Eginardo, entre otros muchos, que hicieron de Aquisgrán el centro de las ciencias y las artes del occidente cristiano.
A pesar de que nunca había aprendido a escribir, Carlos tenía bien claro que el progreso se sustentaba en la educación, por lo que siempre procuró rodearse de eruditos e intelectuales que le cultivaron en numerosas artes y ciencias, tanto a él como a sus descendientes.
Pero además quería extender la cultura por todos sus territorios, promoviendo el establecimiento de numerosas escuelas monásticas y escribanías. Entre ellas destacaba como principal exponente la Escuela Palatina de Aquisgrán, a cuyo frente se hallaba el sabio benedictino Alcuino, que impartía en ella sus clases del trívium y del quadrivium.
Esta Escuela significó un notable faro desde el que se irradiaba la cultura grecolatina, aunque nada de ello habría sido posible sin su aneja biblioteca, en la que podían hallarse obras de todos los sabios de la antigüedad, y sin su scriptorium, donde numerosos escolares carolingios se afanaban en copiar los antiguos textos y manuscritos.
El secreto de todo radicaba en la gran invención introducida por Alcuino: la minúscula carolingia. Hasta entonces se utilizaba la caligrafía uncial, consistente en escribir todas las letras en mayúsculas. Pero ello hacía que el copiado de textos fuera muy lento y pesado. El método revolucionario de utilizar caracteres en minúscula, fácilmente reconocibles y legibles, y cuyas ligaduras permitían a los copistas trabajar mucho más rápido, hizo que el conocimiento se pudiese transmitir mucho más fácilmente.
León III había quedado maravillado con la Academia y la biblioteca carolingia, pero sobre todo con las letras minúsculas de los escribanos, cuyo modelo pretendía implantar en los Estados Pontificios a su regreso.
Aunque la principal preocupación de León III no era tanto la extensión de la cultura, sino más bien la de afianzarse en su cargo. El principal escollo que encontraba, además de la oposición de parte de la nobleza romana, era que, en ausencia de un emperador romano de Occidente desde el año 476, el Papa estaba sometido a la autoridad del emperador de Constantinopla.
Esto no había constituido un especial problema durante siglos, a pesar de ciertas divergencias en algunos temas religiosos. Pero ahora sí parecía constituir una verdadera preocupación, pues quien estaba al frente del Imperio Romano Oriental no era sino una mujer, la ‘basilissa’ Irene. Resultaba inconcebible que una mujer tuviese la potestad de juzgar al Papa.
Así que a León III le urgía encontrar un merecido portador de la corona de emperador de Roma, que le liberase de la dependencia de la emperatriz bizantina. Además, si era el Papa el que asumía la potestad de decidir a quién otorgar la dignidad imperial, conseguiría así una posición preeminente sobre el mismo. Y no imaginaba a nadie más adecuado que Carlos, que había sometido y cristianizado a eslavos, suevos, sajones y alamanes, para restaurar a través de su persona el Sacro Imperio Romano de Occidente. La instauración de un nuevo orden político y religioso universal, sin duda redundaría en provecho de ambos.
Pero Carlos no estaba por la labor. No se consideraba un coleccionista de títulos nobiliarios. Le bastaba con ser el rey de los francos y los lombardos, y no veía qué ventajas podía reportarle ser nombrado emperador, salvo generar una enemistad no deseada con el Imperio Bizantino. El supuesto prestigio que le proporcionaría la dignidad imperial no se traduciría en algo tangible que añadir a su patrimonio.
No obstante, tenía muy claro que debía de alguna forma restablecer el orden en la Iglesia de Roma, así que en noviembre del 799, siguiendo los consejos de Alcunio, decidió acompañar a León III a la Santa Sede. El 23 de diciembre se celebró el juicio contra el Papa, presidido como juez por el rey Carlos. León se confesó inocente de las acusaciones de adulterio y perjurio de los que le acusaban sus detractores, y el Sínodo aceptó su declaración y le absolvió de los cargos.
El templo, construido por orden de Constantino I, era impresionante. Una nave de más de 100 metros de largo, y 30 metros de altura hasta el techo de madera, mayor que cualquier otra iglesia que hubiese pisado Carlos anteriormente. La nave central, y las cuatro laterales más pequeñas divididas por 21 columnas de mármol, estaban profusamente decoradas con estatuas, mosaicos, frescos con escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, así como pequeños altares y sepulcros.
Aquel 25 de diciembre del 800, de acuerdo con la ornamentación de la basílica, él se había puesto sus mejores galas: una larga túnica azulada, bordada y con joyas incrustadas, una clámide por encima, calzado romano y la hebilla dorada de las grandes celebraciones. Todo ello le hacía sentir algo molesto, pues él prefería vestir de forma más cómoda y menos ostentosa.
Cruzó toda la nave principal con paso firme y enérgico, como correspondía a su autoridad y dignidad, favorecido por su altura y corpulencia. Cuando llegó ante el altar, flanqueado por cuatro espectaculares columnas procedentes del templo de Salomón, donde esperaba León para comenzar a oficiar la misa, Carlos se arrodilló de forma devota y bajó la cabeza en señal de respeto y admiración por Nuestro Señor.
El nuevo Imperator Romanorum, víctima de la trampa del pontífice, no sabía si despojarse de la corona o asumir su nuevo papel con resignación. En un segundo optó por esto último, ya que confiaba que el nuevo cargo le permitiría consolidar el arraigo de su credo en sus territorios, que era la misión que parecía que Dios le había encomendado, aunque de una forma un tanto singular.
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