Desde cierto punto de vista, me parece válido afirmar que las
únicas verdaderas y genuinas obras de arte somos nosotros, los seres humanos. Todo
lo que produjo la humanidad bajo de la denominación convencional de arte, las
obras de Shakespeare y Moliere, Rembrandt y Goya, Horacio y Quevedo, Homero y
Cervantes, son sólo reflejos de esa obra de arte primordial que somos todos y
cada uno de nosotros: maravillosos, destructivos, enconados, violentos, soñadores,
criminales, afectuosos, torpes, vengativos y sensuales, pero sobre todo únicos,
irrepetibles y efímeros, todos los hombres y mujeres que nos rodean son obras
de arte a las que les prestamos poca o ninguna atención, por la sencilla razón
de que nuestro interés está monopolizado por un solo personaje, el Yo que jamás
deja de discursear en el fondo de nuestra conciencia. Sin embargo, bastaría con desviar un poco la vista para empezar a considerar con
detenimiento a nuestra esposa, nuestros parientes, nuestros amigos o nuestros conocidos,
y sentarnos frente a ellos para escuchar todo cuanto tienen para decir sobre su
vida, sus pensamientos, sus sueños y deseos más íntimos y perdurables para adentrarnos
en la fuente primordial del arte, presentada en su estado de máxima pureza. Sin
embargo, hay un problema de comunicación, extraño pero inapelablemente real,
que dificulta el acceso a esa preciosa fuente: aunque nos resulta fascinante
leer las confesiones de Montaigne, Proust o Rousseau, si los tuviéramos frente
a nosotros nos mataría de aburrimiento escucharlos durante más de diez minutos,
y la sola idea de soportarlos durante media hora nos amenaza con un agobio indecible.
Dicho así, esto podría parecer increíble, pero recuérdese que Montaigne se
dedicó a escribir sus Ensayos porque
después de la muerte de su amigo La Boetie no encontró a nadie que quisiera escucharlo, o al menos nadie que él considerara digno de escuchar sus interminables
reflexiones y divagaciones.Esa aparente contradicción entre lo que nos complace
leer pero no soportamos escuchar obedece, a mi juicio, a varias circunstancias:
la primera de ellas es que las confesiones y pensamientos vertidos en el libro
nos ahorran la presencia física del autor, con lo que desaparece la
consiguiente rivalidad natural que nos enfrenta a los demás mamíferos de
nuestra especie; por otro lado, el contacto con el libro produce el fenómeno que los psicólogos denominan
transferencia, y que consiste en la inevitable identificación de nuestro Yo con
las experiencias y pensamientos del yo ajeno que se nos descubre en las páginas
impresas. Si basta que el libro en cuestión esté escrito con amenidad e
inteligencia para que el lector se identifique espontáneamente con la
narración, ello se debe al hecho consignado en la célebre y certera observación
de Montaigne: “cada hombre lleva dentro
de sí la forma completa de la condición humana”. Pero la suma de los obstáculos
que interfieren la comunicación personal y directa de nuestras experiencias y nuestros
sueños no termina allí, porque también debemos tener presente que muy pocas
personas tienen la capacidad de exteriorizar con fluidez y naturalidad el flujo
de su conciencia. En efecto, a menudo comprobamos que los protagonistas de historias especialmente conmovedoras
y extremas no logran referir sobre ellas más que algunas pocas frases convencionales
y totalmente carentes de interés. Ahora bien, si acordamos que la fuente
esencial del arte reside en la condición humana, y si en consecuencia aceptamos
que existe una estrecha correspondencia entre contenido humanístico y valor artístico
–observación que puede ser rápidamente confirmada por un somero repaso a las
obras de los grandes creadores mencionados al comienzo–, lo que tendremos entre
manos será un instrumento válido para analizar las distintas épocas del arte, y
para encontrar las razones de la estimación que nos merecen ciertas obras, así
como el escaso interés de tantas otras.