Ese hablar de sí mismo desde los defectos del otro, ya se reproduce desde las primeras líneas del prólogo, donde Cervantes invoca una falsa modestia a la hora de disculparse por las faltas que su libro de caballerías pudiera tener, pues como nos apunta: «no he podido yo contravenir a la orden de naturaleza... ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios». Reivindicación personal que traslada una vez más cuando le recuerda al lector que lo verdaderamente importante es la obra en sí misma y no lo que otros digan de ella. El lector debe tener su propio criterio parece decirnos Cervantes en un nuevo giro de libertad sobre sí mismo y su Quijote. Quizá, por eso busca de nuevo auxilio en el otro a la hora de enfrentar la composición de su prólogo. Esa figura es la del amigo que al verle pensativo le pregunta por sus desvelos. Este, el amigo, ejerce de contrapeso en una nueva crítica hacia Lope (con quien estaba enemistado en 1604 y 1605) y su obra, para diciendo que no conoce a nadie de todos aquellos santos y filósofos que se referencian en los márgenes y acotaciones de las obras de los otros, proyectarnos a través de sus palabras todos sus conocimientos y erudiciones, para acabar este episodio de su prólogo con una sentencia muy juiciosa: «porque yo me hallo incapaz de remediarlas —se refiere a la falta de acotaciones—, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos», porque, quizá, no hay como uno mismo para proyectar sobre sus actos la mayor de las críticas o la más punzante de las faltas. No obstante, le recuerda el amigo que siempre podrá suprimir sus miedos haciendo él mismo sus halagos para luego bautizarlos, es decir, que referencias de autores no le falten, así como algunas sentencias o latines que el propio Cervantes guarde en su memoria. Un consejo que el autor del El Quijote no sigue, por supuesto, ¿o sí?. Largo discurso, el del amigo, que le da mil y una razones para que él mismo construya su prólogo y le adorne en consecuencia, donde por no faltar que no le falten ni los accidentes geográficos. En este sentido, y de una forma astuta, Cervantes ejecuta su propio prólogo a través de otro sin dejar de ser él mismo quien lo haga, en una hábil maniobra de pillo y enjundia literaria, pues nada faltará ni falta en esta introducción, muy de la época, de tan insigne obra. A lo que por si hacía alguna falta, el propio amigo añade: «todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón», para de ese modo, cerrar él mismo el círculo, pero sin que se note, dando una inalterable firmeza a su posición inicial. Un discurso que acaba con una gran sentencia:«Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco». Donde no cabe más en menos; sabias palabras que derraman luz, mucha luz, sobre lo que es y debe ser toda buena obra literaria que se precie, es decir, que en la misma no se note la mano de su autor, para de esa forma, derribar la barrera que pueda existir entre obra y lector.
Ángel Silvelo Gabriel