¿A quién intentas convencer?
Hay decisiones que tomo sin pensarlo dos veces. Se murió mi móvil, así que compro uno nuevo. Pierdo el avión y me pongo en la cola para conseguir un nuevo pasaje para el mismo destino. Mi amiga me invita a su boda, así que compro los billetes para este fin de semana. Hay una razón obvia, y no hace falta que me invente más detalles.
De hecho, añadiendo más detalles de cierta forma le quita la gracia a la razón principal: “Me voy a la boda, porque es mi amiga. Además la comida será muy buena y el vestido seguro que será precioso. También me llevo bien con sus otras amigas y a lo mejor estará alguien de la escuela primaria.” Suena como si en realidad no tuviera muchas ganas de ir a dicha boda. Suena a obligación. Suena como si en realidad estuviera intentando convencer a alguien. ¿Y si necesito convencerme a mi misma? ¿Realmente vale la pena?
Confía en tu estómago – o en tu intuición
En el caso de la oportunidad inesperada, la duda no sirve de mucho, así que la puedes ignorar sin grandes pérdidas. Al contrario, cuando empiezas a convencerte a ti misma con argumentos cada vez más rebuscados, quizás deberías tomar en serio tus dudas. Una cosa es intentar convencer a tu madre o a tu pareja de algo que quieras hacer y otra muy distinta es cuando empiezas a intentar convencerte a ti misma. En ese caso estás ignorando a tu estómago, un aliado indispensable para intuir lo que te hace bien.
Cuál es tu razón para…
Porque es mi amiga. Porque se lo prometí. Porque el otro se rompió. Porque ya era hora. Porque me gusta. Porque lo necesitaba. Porque les estoy siguiendo desde hace años.
Son todos razones válidas, cada una por si sola. En el momento en que tengas que añadir más justificaciones, es hora de revisar si realmente era lo que querías hacer.
A lo mejor quieras cambiar de planes y hacer algo diferente, aunque vaya contra la corriente. Ante la duda, haz esto.