Aunque nos cueste admitirlo, la novela de dictador es un género típicamente latinoamericano.
En este artículo reflexionaremos acerca de la teoría que lo sustenta, de sus principales exponentes y de sus posibles fuentes históricas.
La novela latinoamericana de dictador constituye una serie literaria excepcional. Podríamos decir, incluso, que es una de las formas que adopta la novela histórica en América Latina.
En el análisis ya clásico de György Lukács, la novela histórica tiene como telón de fondo a las sociedades civiles europeas, es decir, el reino -según Hegel y Marx - del interés económico y de la propiedad privada, con sus respectivas condiciones jurídico-políticas de existencia y reproducción en el mercado. Posteriormente, con el ascenso de la clase media burguesa, la historia se transforma en una experiencia de masas, llegando a darse una suerte de popularización de la historia y del relato novelesco: los grandes personajes ya no ocupan el centro de la narración, como en el romanticismo, sino los márgenes. Sin embargo, es necesario señalar que la novela histórica latinoamericana presenta algunas diferencias con respecto a su par europeo.
En América Latina, la novela histórica no traza la genealogía de una clase, sino que más bien describe el deseo poscolonial de afirmar una independencia político-cultural. Asimismo, la lógica de producción e inscripción social de la novela histórica latinoamericana ha sido determinada por la sociedad política, es decir, por el Estado. En ese sentido, la novela de la dictadura latinoamericana es el único género literario que toma y reflexiona sobre la forma estatal como objeto y sujeto histórico, ya que, con el dictador, de hecho, el Estado comienza a ser narrable.
En suma, si el dictador -entendido ahora como personaje político- se define por la concentración del poder ejecutivo, judicial y represivo en una propia persona, es posible narrar su historia (la historia de la forma estatal) como si fuera la de un héroe individual, es decir, como personaje literario.
Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la novela de dictador ha usurpado el espacio de la novela histórica latinoamericana del mismo modo que los dictadores de carne y hueso han usurpado el poder interrumpiendo el curso de la historia.
2. Un canon de cuatro obras
Desde la ya lejana Amalia (1855), de José Mármol, pasando por la precursora Tirano Banderas (1926), de Ramón del Valle-Inclán, la novela de la dictadura latinoamericana se ha investido de múltiples formas, configurando un listado interminable.
Para los fines de este trabajo, tal vez solo sea necesario rescatar a cuatro de ellas: El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El recurso del método, de Alejo Carpentier, -ambas publicadas en 1974- y El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez.
Lo primero que podemos observar de esta selección es que El Señor Presidente es muy anterior al resto. Lo segundo, si nos adentramos en el contenido y desarrollo de cada una de ellas, es que la obra de Asturias es una novela de dictadura, mientras que las demás son novelas de dictador.
El Señor Presidente se desarrolla como parábola en contra de la irracionalidad del poder absoluto, a partir de la proyección de una atmósfera de opresión y fantasmagoría de cuño surrealista, de un inmovilismo y de un miedo que pesa sobre toda la sociedad. El tirano - Estrada Cabrera - apenas si aparece de un modo directo; es la acechanza invisible lo que motiva ese pánico telúrico, y su naturaleza es mítica.
Yo el Supremo, en cambio, reivindica la transgresión lingüística como reacción hacia el discurso monolítico; en ella, el tirano - Gaspar Rodríguez de Francia- permanece en su propio infierno, condenado a ser juzgado eternamente por la humanidad y a ver repetido el magnicidio del que es objeto. Sin traicionar sus raíces paraguayas, Roa Bastos dota a su novela de una intencionada universalidad y comparte con El otoño del patriarca la ambigüedad de la muerte del tirano, muerte que transcurre entre la verdad y la ficción, repetida en un espejo eterno que la aparta de la historia convencionalmente entendida.
El recurso del método, por su parte, articula su versión desde un sorprendente humorismo en clave barroca, pleno de musicalidad y plasticidad. El Primer Magistrado de Carpentier es un exquisito afrancesado que negocia los intereses de su país con el imperio del norte de miles de maneras distintas, pero en todas sobresale el interés personal, la corrupción y la violencia política ejercida contra su pueblo.
Por último, la novela de Gabriel García Márquez ofrece una tremenda metáfora de la soledad del poder en un personaje patético -suma de distintos dictadores reales-, que, dominado por la figura de la madre y perseguido por el miedo a un atentado, llega a convertirse en el espectador aterrado del carnaval de su propia muerte, encarnada a su vez en la figura de su doble.
Estas cuatro novelas a su vez se apartan de los viejos cánones realistas, presentando un ambiente, un lenguaje y un estilo nuevos: recursos esperpénticos, vanguardistas, y hasta "faulkenerianos" aparecen alternativamente en cada una de ellas. En todas soplan vientos de libertad compositiva, de renovación lingüística, de lisa y llana desmesura.
No encontramos un encuadre geográfico determinado; todo es libre, como el mismo aire. No hay regionalismo que reste universalidad o espíritu americano. Hay precisión, nada está de más. Tanto las ideas de renovación social como las de desesperanza y amargura se hallan en la misma temperatura de estas obras, temperatura que se registra en cada una de sus páginas, tal como suele ocurrir con las grandes creaciones novelísticas.
La novela de la dictadura latinoamericana remite, como es lógico, a un fenómeno más vasto: el de la dictadura. Sería preciso entonces analizar las causas económicas, sociales y psicológicas que lo producen, pero ello alargaría demasiado este artículo. No obstante, salta a la vista que el origen del mal reside en los intereses de un feudalismo vetusto que no aceptó nunca la posibilidad de perder sus prerrogativas de clase.
Ese feudalismo contrarreformista, absolutista e ignorante cuajó en las Indias de la Encomienda, y, con el correr de los años, ayudó a delinear el perfil arquetípico del caudillo, del patriarca, del conductor. Las ambiciones de estos y los intereses de los terratenientes y militares, aliados en un mismo deseo de reinar en sus feudos, acabaron con la obra unificadora de Bolívar, la cual naufragó rápidamente en las tormentas del separatismo.[1] Esa fue una de las razones por la cual, en 1830, Bolívar presentó su renuncia al cargo de presidente de la Gran Colombia,[2] no sin antes vaticinar con dolorosa lucidez cuál iba a ser el destino de los países americanos: "Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas"[3].
La penetración del imperialismo anglosajón y norteamericano agudizó más tarde el problema. Sucede que las grandes compañías explotadoras de la riqueza latinoamericana prefirieron siempre entenderse con dictaduras dispuestas a todas las transacciones que con gobiernos soberanos: el imperialismo es el lógico aliado de las dictaduras.
No hace falta decir que ningún golpe militar es exclusivamente militar, el gran capital criollo siempre está unido a esos gobiernos despóticos que solo defienden los intereses extranjeros y las ambiciones de mando y de riqueza de sus partidarios.
Por otra parte, en América Latina, los problemas fronterizos e intercontinentales se dirimen normalmente bajo el tutelaje paternalista de los Estados Unidos. Este país, en última instancia, es el árbitro supremo.
De esto se desprende que los ejércitos latinoamericanos constituyen cuerpos más bien parasitarios, ya que su influencia es nula en el juego internacional y en lo que respecta al propio continente americano. De modo que la única función que pudieran cumplir los ejércitos latinoamericanos sería la de hacer respetar sus respectivas constituciones; sin embargo, la realidad ha demostrado que son precisamente estos ejércitos los que las hacen zozobrar. Más que defensores de una soberanía nacional rara vez amenazada, las fuerzas armadas hispanoamericanas, infiltradas por tendencias reaccionarias y prejuicios de casta, desempeñan un papel policial de cuerpos represivos, antipopulares, guardianes de la arbitrariedad política y de la corrupción social, y sus códigos marciales no pueden disimular los campos de concentración, las torturas, los delitos de lesa humanidad.
Del mismo modo, me atrevo a agregar que no toda democracia es sustancialmente democrática. Ya no son necesarios los Estrada Cabrera, los Trujillo, los Pinochet o los Videla. La dictadura se estilizó, cambió de forma, como suelen hacerlo las especies a punto de extinguirse, y ahora un presidente civil puede ser mucho más funcional a los intereses del poder real que cualquier general trasnochado.
La dictadura, hoy en día, es económica y cultural -tal vez siempre fue así y nunca quisimos aceptarlo-, y los grandes capitales extranjeros y las grandes corporaciones mediáticas, nuestros nuevos tiranos.
[1] Los compatriotas del propio Bolívar, los venezolanos, fueron los primeros en separarse de la Gran Colombia.
[2] La tuberculosis y las continuas decepciones en el plano de lo político, seguramente, fueron otras.
[3] Simón Bolívar. "Carta a Juan José Flores, Barranquilla 9 de noviembre 1830", en Obras Completas Tomo VII, Bogotá, Fundación FICA, 2016.