Llegar a entender la representación pictórica a veces no es infalible. Pero, ¿qué es infalible en el Arte? La grandiosidad de los pintores del Renacimiento y el Barroco ha sido sublime. Todo lo demás es más manipulador, menos sublime, aunque haya sido perfecto casi... ¿Qué nos dice algo realmente cuando lo vemos...? Eso, y no otra cosa, al pronto, deberá acercarse mejor a la sublimidad colectiva de lo humano, de todo lo que representará lo humano... bellamente, equilibradamente. ¿Qué es la sublimidad? Lo que, representando materialmente algo, llegará a significar otra cosa bellamente sin necesidad de hacer uso de los elementos propios de su representación primaria. Es decir, cuando lo que vemos no es ahora lo que parece... sino otra cosa diferente. Otra cosa que comienza, ahora, poco a poco, a llegar así a la excelencia, a la cumbre de lo que estará más allá de lo aparentemente bello, de lo simplemente estético, para alcanzar lo más sustancioso, lo más esencial, lo único, lo universal, lo eterno.
Y la Madonna Sixtina del extraordinario pintor del Renacimiento italiano Rafael Sanzio es un ejemplo maravilloso de sublimidad artística... Porque lo sublime de Rafael nos llegará más si nuestros receptores humanos se alinean ahora también más en lo sublime, si los ojos de nuestro interior se subliman, así, ahora ante lo que miran... Para eso hay que romper moldes, desprenderse de prejuicios y encontrar casi una ataraxia mental que nos lleve ahora a mirar por primera vez, sin connotaciones de ninguna clase ni ideas preconcebidas. Hagamos una prueba con este magnífico lienzo renacentista. Primero, nuestro sentido visual nos distingue ahora cuatro escenarios, cuatro representaciones ahí. La madre y su perqueño hijo, por un lado. ¿Qué veremos en ellos? La sabiduría, el conocimiento, la profundidad de su sentido ahora. Ellos nos miran ahora a nosotros -fijamente- con conmiseración y empatía, saben ya del dolor, de la soledad, de la provisionalidad, de la pasión, de la crueldad, del abatimiento y del desgarro más humano...
Luego está la figura vertical de la izquierda, el ser aquí -representado por el papa Sixto I- envejecido, identificado más con nosotros -señala así su dedo hacia el espectador-, con las miserias de la vida, llenas de poca belleza, justificado así con lo más terrenal y práctico de la vida, con el rasgo humano menos atractivo, pasajero, con el gesto aquí menos garboso, con lo que somos, además, de materia inerte y corrompible... En el otro extremo se sitúa ahora justo lo contrario, parte también de la vida humana pero, ahora, aquí elegantemente bello, con su juventud esplendorosa -la figura excelsa y hermosa de santa Bárbara-, con su gesto tan armonioso, con su aspecto, más elogioso, de una belleza sublime; incluso su rostro estará bendecido aquí de las más perfectas muestras de equilibrio y belleza, con el más exquisito ángulo de su cara y de sus ojos entreabiertos... Por último, en el escenario inferior, representado aquí por dos ángeles pequeños o dos niños celestiales, pero que aquí, realmente, nos representarán a nosotros, a la inocencia por un lado pero, también, a la ignorancia por otro, a la indolencia, a la incapacidad para ver más allá ahora de una lúdica forma de entender la vida, sin aristas, sin complejos, pero absolutamente inconsciente...
En esta obra de Arte la genialidad de Rafael Sanzio es imposible de evaluar en toda su magnitud, como en muchas otras obras suyas. Pero aquí, en este lienzo tan sublime, llegaría el creador italiano a comprender más que ningún otro pintor la humanidad tan desarticulada y vulnerable de la vida, tan excelsa y tan posible, tan divina y tan humana, tan eterna y tan perecedera... Porque el universo tan humano que representará la obra se enmarca aquí a través de la material cortina verde, ahora descorrida por completo para visualizar así lo que más importará aquí: el sentido que tendrá lo sagrado en la vida y en el mundo menos sagrado del ser humano. Y la sublimidad de Rafael fue precisamente esa, hacer que lo menos sagrado no lo parezca mucho, o nada... Pero está ahí, y lo sabrán ya los dos personajes más sagrados -la virgen y el niño-, cuando ahora su mirada sea aquí la más inquieta de todas, cuando en ellas, en la mirada de ambos, observaremos ahora la sutil empatía que lo sagrado -y así nos lo enseñará también a nosotros- comprenderá aquí frente a lo más desolado del mundo y de sus cosas.
El Renacimiento de Rafael es imprescindible para que el pintor pudiera componer lo sublime, pero, no bastaría..., y por eso el creador más humano de los más geniales renacentistas se acercaría ahora aquí, muy sutilmente, hacia un Barroco más comprensivo con la humanidad vulnerable. Pero, entonces, ni siquiera se sospecharía que una tendencia así pudiera existir... ¡Estamos en el año 1514! Nada de eso se podría traslucir en ningún momento bajo las grandiosidades de un lienzo renacentista. Porque aquí Rafael se acercará más que nadie antes a la sublimidad del Barroco... sin dejar las maravillosas insinuaciones renacentistas. Y eso hace además de esta obra una verdadera joya del Arte más maestro de todos. ¿Qué nos están diciendo esas miradas de esos dos pequeños ángeles tan terrenales...? ¿Qué hacen además ellos ahí abajo, tan cerca de la Tierra...? Pues eso mismo, representar, divinamente, lo más terrenal. Ellos son ahora la duda, la idea premeditada, la imaginación, el deseo, la molicie, el desatino, la inconsciencia o la avaricia. Pero no lo saben, no lo saben aún... ¿Qué se esfuerza el maduro Sixto ahora ahí en decir? Él es la apelación, el desasosiego, el paso inevitable de la vida, la tentación, el arrepentimiento, lo más humano que tenga ya lo material de la vida. Es también la confusión, la profusa confusión inasistida del ser humano. Hasta el creador renacentista parecerá que, en su mano dirigida, le pintará seis dedos..., aunque solo sea aquí una genial impresión muy confusa...
Y la exquisita figura de santa Bárbara, ¿qué nos estará diciendo? Porque, ¿nos dirá algo ahí su bella figura estilizada? Ella representa aquí el lado más amable de la vida, el aspecto más encantador y bello de la vida. Su belleza -el pintor se inspiró en una de la más bellas mujeres romanas de entonces, Julia Orsini- es aquí extraordinaria. Porque no es nada sagrada ahora su belleza, como sí lo será, en cambio, la de la virgen María representada. Ella, santa Bárbara, nos transmitirá aquí todo lo bueno, todo lo bello, todo lo querido y bendecido por una naturaleza agradecida, equilibrada y armoniosa. Su gesto es, además, un ejemplo magnífico de escorzo -inclinación de su cuerpo- tan perfectamente conseguido que sólo ahí sus facciones tan sublimes puedan acaso competir con tamaña armonía. Su perfil es tan humano y... divino, es la otra parte de la vida -enfrentada a la vejez, a lo desarmonioso y a lo perecedero-, que aquí veremos ahora con el deseo de identificar belleza con humanidad, armonía con solemnidad o esperanza con ternura. Ahí, en la obra de Rafael, estará el universo de la mejor representación de la humanidad a través de los ojos de la divinidad. ¿Qué nos quedará a nosotros, luego de mirar y sentir así esta obra? La certeza, al menos, de que el mundo encierra ahora mucho más de lo que vemos. Que todo formará parte de la vida, de sus inicios inocentes, de sus momentos gloriosos de belleza, de sus difíciles y oscuros tiempos de explicación. De lo que somos, hasta de lo que podamos ser, de la terrenalidad más asombrosa o de la divinidad más trascendente...
(Óleo y detalles de La Madonna Sixtina, 1514, del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania.)