Una temporada infernal en Trulalá

Por Avellanal

Conocer lugares, nos machacan, es símbolo de status, y los aeropuertos, semilleros de gente interesante. Por eso, propongo, vámonos a Trulalá, que a pesar de situarse en los extramuros de Buenos Aires, resulta a todas luces un destino aun más infernal que la Franja de Gaza o el barrio madrileño de Chueca. En Trulalá hay terremotos, gente que se suicida para tener su estatua ecuestre, dragones que incendian bosques, aguas termales radiactivas y otras bellezas naturales que perdérselas sería escarnio en cualquier reunión social.

Los packs con las aventuras completas de Hijitus provocará, en todos los que vengan escalando desde los 30 especialmente, pero para muchos que todavía andamos en los twentysomething, que un ramalazo de niñez incite a la nostalgia de un tiempo feliz que, tal vez, nunca existió…

La historia es de todos conocida: en 1967, Manuel García Ferré puso en pantalla el que, con los años, sería el mejor cartoon nacional del que se tenga recuerdo. Personajes entrañables, definidos guiones que todavía nos suenan extraordinarios y un tono general profundamente argentino, en el sentido más borgeano que conceda el término, dejan al producto indemne al trajín de los años. Se vende casi en cualquier tienda de discos (de paso, es preciso indicar que estos dvd’s constituyen un regalo años luz más cool que cualquier serie al uso, tipo Gossip Girl), y su sola posesión promete tardes de domingo alejadas de los objetos cortantes. ¿Acaso aquello que ayer veíamos sin malicia pueda de pronto revelarse en tantos niveles de lectura posibles? Cierta vez conocí a un cuarentón que lloraba con los capítulos de Heidi. Me cuentan que esa persona murió. Presa de ese recuerdo, se me ocurre pensar que la infancia es un territorio del que nunca se vuelve. Siempre nos quedará Trulalá.