Había sido expuesta esta obra durante una muestra en Nueva York poco antes del fallecimiento del pintor, teniendo muy poco éxito o interés entre los que acudieron a verla. El día después de la clausura de la exposición, Edward Henry Potthast (1857-1927) fue encontrado sin vida en su estudio. La obra Junto al Mystic River había sido finalizada ese mismo año, así que es muy posible que fuese la última visión estética que el pintor tuviese en su vida. Se había formado con los impresionistas franceses y estadounidenses que, a finales del siglo XIX, buscaban otra forma de componer combinando naturaleza vibrante con escenario íntimo. Potthast había compuesto lienzos donde la vida y el mar enmarcaban un ambiente humano lleno de color y de olas. Pero esas olas le persiguieron toda su vida creativa como una senda vigorosa y misteriosa que justificaría la innovadora utilización del color y sus nuevas técnicas impresionistas. Era la fuerza artística pero también vital de buscar un sentido al mundo con la creación de formas, reflejos, tonos y agua. Pero no lo descubriría pronto en su vida, pues no sería hasta 1908, con cincuenta años, cuando la luz y el reflejo de la costa de Nueva Inglaterra le llevaría a crear las obras por la que fue más conocido. Hasta que compuso Junto al Mystic River, donde cambiaría por completo su estilo de aquella sensación vibrante de playas coloreadas con figuras humanas alegres por la serena visión tan profunda de una costa diferente. Y esa visión fue la última que tendría en su vida... La obra es de ese tipo especial de creaciones que solo se caracterizan o aprecian por una sola parte de la misma. Pero esa sola parte es muy especial estéticamente ahora, consigue esa parte especial culminar o justificar el sentido artístico completo de la obra. La genialidad entonces se sublima y es expresada por algo que destacará sobre la mediocridad del resto. En esta última visión de Potthast esa parte es el reflejo solar amarillento sobre las aguas color lavanda de la superficie de un estuario.
Ese es el reflejo genial por el que el sentido estético de la obra consigue llegar a expresar el sentido espiritual más conseguido de la misma. Sin él no hay más que oscuridad, mediocridad, atonicidad o falta de impulso estético. La grandiosidad del Impresionismo fue conseguida aquí en una parcialidad genial por el pintor americano. En la obra determinará el camino por el cual la visión, del personaje meditabundo como de nosotros, llevará a encontrar la sagrada senda de lo desconocido... Porque no hay más que tenue oscurecimiento en el horizonte sin contraste del cuadro. De hecho no hay contraste nada más que con el negro tono ensombrecido del muelle, de las barcas y del personaje. Un horror sin el reflejo luminoso amarillento tan inspirador y conseguido de unas olas visionadas parcialmente. Porque ahora es así como la visión y el sentido íntimo interior más personal coinciden en un reflejo muy poderoso, que lo cambia todo, que lo sustituye todo, por el único sentido que ahora existe en el mundo. Y el Impresionismo vino a salvar al personaje, al pintor y a nosotros. Cómo aspiran los ojos la sinuosidad generosa de unos tonos amarillentos compulsivamente rítmicos que se desplazan, apenas continuos, hasta el horizonte lastimero del paisaje. Allí desaparecen de la vista. ¿Desaparecen? Porque si observamos bien la obra, parecen continuar levemente hacia un cielo indistinto de sombras. La elección de los colores en el Impresionismo es tan arbitraria como el sentido personal que una visión tenga en un espíritu subjetivo. Aquí el pintor eligió ese tono oscurecido lavanda para hacer con él una suerte de monotonía universal del mundo. Luego eligió el negro para reflejar las cosas del mundo con vida o sin ella. Y, por último, el amarillo para hacer con él una genial senda luminosa. Tres tonalidades nada más para una obra. Tal vez no se necesiten más para expresar el sentido universal de una visión del mundo.
Para el año 1927 la creación artística había cambiado totalmente, el Impresionismo ya no era una opción creativa especialmente innovadora. Fue utilizada entonces como un recurso y como una habilidad. Como una habilidad porque fue lo que el pintor conocía y había aprendido de sus maestros. Como un recurso porque no existía otra posibilidad que esa tendencia artística para poder expresar un sentimiento tan profundo. El sentimiento con el Impresionismo es posible porque el contraste que aquél requiere para serlo es el mismo que éste dispone para poder hacerlo. El contraste en el Impresionismo además consigue destacar profusamente algo sin desmerecer el conjunto equilibrado de la obra. Y no lo desmerece porque no hay equilibrio alguno que desmerecer. Las tonalidades en el Impresionismo son arbitrarias, no naturales, y, por tanto, no importará qué cosa contrastar con qué porque todo será entendido y aceptado. La genialidad se conseguirá cuando ese contraste arbitrario sea capaz de alcanzar a sosegar los espíritus desasosegados. Y el pintor Potthast lo consigue con ese contraste reflejado genialmente entre las aguas adormecidas de un estuario frente a las vibrantes aguas iluminadas por el sol. Es así como obtiene una visión plenamente justificada ahora para componer un paisaje tan sombrío y lastimoso como ese atardecer meditabundo. El personaje que observa en la obra es ahora el único que observa la senda iluminada de un sentido inspirador. Puede ser el pintor mismo y puede ser cualquiera de nosotros. Es, también, la última visión... Como la es al acabar el día sombríamente, como la es al dejar de ver el resto de lo que existe y sólo fijar la mirada en lo reflejado ahora como sentido, como camino o como el final ya de una vida realizada.
(Óleo Junto al Mystic River, 1927, del pintor impresionista Edward Henry Potthast, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)