Durante muchos meses pensamos cómo disfrutar de un mes entero en el verano paseando por caminos de la Patagonia. Fueron largos meses de ver dónde parar, qué ruta seguir y demás etapas a cumplir de un largo recorrido que nos llevaría más de 9.000 kilómetros. Eso era lo que pensábamos.
La alegría de planificar con los chicos y mi mujer cómo haríamos las distintas etapas del camino. Hasta los sitios, museos y parques nacionales que recorríamos era todo un entretenimiento. Todo el tiempo estábamos pensando cómo haríamos ese ansiado viaje que nos llevó dos años planificarlo.
Todo estaba listo, los chicos sin llevarse materias, mi mujer coordinando sus vacaciones para que encajaran justo con las mías. Yo que conseguí que me dejaran salir un mes completo del laburo. Que fue una tarea titánica con mi jefe. Meses de pelear y casi hasta último momento me hizo padecer con la angustia de “no le doy las vacaciones en enero”, “no se las puede tomar”, “todos esos días son mucho tiempo”. Hasta que un día firmó la licencia y ya no hubo vuelta atrás. El papel lo tenía la Dirección de Personal y era un hecho.
En casa todos saltaron hasta el techo cuando llegué y les largué, “el turro de Pérez me dio las vacaciones”. La alegría fue enorme y hasta hubo festejo y todo. Para esa época los chicos estaban un poco desanimados, en especial Carla, la más chica. Veía que el ansiado viaje por las rutas patagónicas se iba al diablo. Pero no fue así. Aunque todavía estábamos a principios de noviembre y faltaban dos meses largos de preparativos.
Preparativos que incluían al Renault 12 que era el que nos llevaría, a todos, los cuatro, a recorrer esos caminos patagónicos. El 12, o mejor dicho, el Colorado, como lo llamábamos los íntimos, porque de color rojo era la pintura de su carrocería. Como el de las primeras publicidades que lo anunciaban en las revistas en el año 1971. Había que acondicionar al Colorado. Necesitaba blindar el tanque de nafta porque muchos de los caminos eran de ripio.
Incluso buena parte de la Ruta 3 era de ripio y no era cosa que una piedra volara y nos dejara a la vera del camino a leguas de la próxima estación de servicio. En aquellos años las distancias parecían mucho más lejanas que ahora y los servicios en la ruta iban de escasos a nulos. Lo otro era proteger el parabrisas y hasta los faros delanteros.
La cosa que el Colorado quedó listo en poco más de un mes y parecía un auto de rally. Alguno que otro amigo, y pariente, me dijo que exageraba con las protecciones. Pero les decía que íbamos de vacaciones con toda la familia y no era cosa de pasar malos tragos. No sabía la bebida que tomaríamos todos en ese caliente enero.
Los días pasaban en forma lenta para todos nosotros. Ni siquiera la proximidad de las fiestas de fin de año aceleró el tiempo. Vieron que todo se desboca cuando se acerca el 31 de diciembre. Las corridas y la locura van de la mano mezcladas con altas dosis de alcohol. No es nuevo y parece que pasan las décadas, y eso, sigue igual. Luego llega enero y todo se frena. Aunque eso ya no pasa tanto. Ahora en enero pasan cosas para que no nos aburramos los que nos quedamos en la ciudad.
Pero en aquellos años luego del 31 de diciembre el país entraba en un letargo, largo letargo, hasta principios de marzo cuando parecía que comenzaba a despabilarse. La vida se aceleró y esos tiempos no son iguales. Ahora el ritmo es mucho más vertiginoso. Como aquellas calientes vacaciones en el sur argentino.
La idea era partir el 1 de enero muy temprano por la mañana. “No va haber nadie en las calles y en la ruta”, sentencié frente a toda la familia cuando decidimos a que hora y día partir a nuestras ansiadas vacaciones en la Patagonia. Establecimos acostarnos temprano el 31 y no festejar a las doce de la noche, para poder levantarnos a las 6 de mañana y salir una hora después luego de desayunar.
Todo salió como estaba programado. El equipaje listo y cargado, parte en el baúl y la otra repartida en el portaequipajes adosado al techo del Colorado para poder llevar lo necesario para nuestra aventura por el sur argentino. Incluso llevamos una carpa para que pudiéramos pernoctar los cuatro a la vera de alguna ruta aislada o en un parque nacional.
Llevamos la ropa adecuada para soportar las bajas temperaturas que suele hacer por las noches. Pero el verano sería caluroso en todos los sentidos. Algo para nada habitual en aquellas latitudes, pero sucedió. Lo que siempre pensé era por qué nos tenía que pasar a nosotros en nuestro viaje por los caminos de la Patagonia.
La primera parte de la ruta fue como un violín. Pocos autos a ninguno. En las calles del barrio, cuando salimos a las 7 de la mañana, el desierto se había hecho presente. Ni siquiera había perros husmeando los tachos de la basura. Ni un alma. Todo el camino libre para nosotros. Lo mismo cuando tomamos la Ruta 3 en el suroeste del Gran Buenos Aires.
Tranquilos y cantando. Amenizando el viaje con mates y contando chistes. Todo muy relajado porque ya estábamos de vacaciones. En realidad habían comenzado cuando subimos al Colorado. Cada tanto parábamos a hacer el pis de rigor y estirar las piernas. El viaje estaba relajado gracias a que nos turnábamos con mi mujer, Clara, en el manejo del Colorado. Pedro y Carla seguían cantando todas las canciones que se sabían desde chiquitos. Pasamos por “El elefante Trompita” hasta “El auto de papá”. No quedó un clásico infantil sin cantar a lo largo del extenso viaje.
A medida que seguíamos bajando hacia el sur del país comenzamos a escuchar, en la radio del Colorado, noticias un tanto alarmantes sobre incendios forestales. La gran sequía y el intenso calor eran un lindo cóctel caliente. Pero por ahora no afectaba nuestro viaje. Aunque cierta zozobra nos embargó porque ese incendio estaba muy cerca de nuestro camino a recorrer. Esa ruta que habíamos prefijado con tanta anticipación.
Seguimos avanzando hacia nuestro recorrido tan esperado por nosotros cuatro pero nada sería, de ahora en más como lo habíamos soñado. Diría que de sueño pasó a pesadilla en un abrir y cerrar de ojos. Como en una película de acción con un ritmo vertiginoso. Pero después de todo tendríamos algo para contarles hasta nuestros nietos, incluso los nietos de mis hijos.
Ya cuando tomamos la recta más larga del mundo, eso dicen algunos, que atraviesa una parte del sur de la provincia de La Pampa en una zona árida. Las cosas pasaron de claras a oscuras. Ahí el fuego había atravesado la ruta y esta estaba bloqueada. En la desesperación de salvar a la familia hice una mala maniobra con el Colorado y una de las parrillas de la suspensión delantera se rompió. “Sonamos”, pensé para mis adentros. Cómo haría con el fuego a menos de 10 kilómetros y que seguía avanzando hasta donde estábamos varados por un cambio en la dirección del viento.
En eso que estábamos tirados a la vera de la ruta veo a lo lejos algo aparatoso que venía de la zona del incendio. Era una caravana de un equipo de cosecha que también los había corrido el incendio forestal. No hubo necesidad de hacerles señas para que se detuvieran solos lo hicieron al ver el Colorado parado en la banquina.
“¿Qué les pasó?”, preguntó alguien que parecía ser el capataz del equipo. Le conté lo que me había pasado y le pregunté si me podían alcanzar hasta algún sitio fuera de peligro. “Mejor que eso”, me respondió y me llevó para atrás de la caravana donde venía el soldador del equipo. Resulta que un equipo de cosecha no se puede dar el lujo de ir hasta un lugar poblado en busca de un repuesto determinado. Así que suelen repararlos con soldadura hasta encontrar el repuesto determinado y seguir con la tarea de cosechar.
La parrilla delantera del Colorado quedó como nueva, pero soldada. Eso nos salvó del incendio. Al menos en esa oportunidad. No quisieron por ninguna forma que les pagara por la soldadura. “Es una gauchada. Nosotros sabemos lo que significa quedar tirado al lado de la ruta”, me dijo Don Ramón el capataz del equipo.
Saludamos y partimos, la caravana se movía más lenta, pero no por eso menos a salvo del incendio que ya se veía claramente en el horizonte. Según la radio estaba descontrolado y no lo podían apagar. La sequía era grande y el calor reinante peor. Encima el pronóstico del tiempo no anunciaba ningún tipo de lluvia.
Desandamos varios kilómetros en busca de una ruta alternativa que nos llevara, nuevamente, al ansiado sur argentino. Tuvimos que recorrer más de 200 kilómetros para rumbear para el sur. Atravesamos más provincias que las programadas, pero el frente del incendio era de muchos kilómetros. Pero por suerte ya estábamos entrando a la Patagonia, pese al fuego y la rotura de la suspensión.
Todo había vuelto a la normalidad, por ahora. Los paisajes sureños pronto nos hicieron olvidar la situación anterior. Los chicos estaban felices y habían renovado su repertorio de canciones. Ahora ya estábamos en el rock nacional y la consigna era “canten una que sepamos todos”. Algo que nunca se ha escuchado…
Ya estando en la provincia de Neuquén nos enteramos que habían existido algunos incendios forestales, casi en simultáneo, con el que nos tocó vivir en La Pampa. Pero nada grave y todo estaba controlado. Al menos hasta ese momento. Los días posteriores serían muy diferentes. El calor iba en aumento y no por el fuego del bosque, sino por los casi 36 grados que hacía en la ruta. Por momentos parecía que las nieves eternas de las montañas comenzarían a derretirse en cualquier momento. Por supuesto que era una noción que teníamos nosotros y nunca ocurrió.
En una de las rutas neuquinas comenzamos a notar que el tránsito se ponía lento y lo adjudicamos a la gran cantidad de turistas en la zona de los lagos, pero no era eso. La verdad de la milanesa era que un camión cisterna, con acoplado como se usaba en aquellos años, había volcado y derramado todo el combustible. Acto seguido se produjo un incendio forestal. Eso nos enteramos por las personas que estaban varadas en la ruta lo mismo que nosotros.
Más de ocho horas estuvimos arriba de la ruta sin poder movernos. En un momento dado el tránsito se comenzó a mover en ambos sentidos. El fuego había sido extinguido y nos permitían seguir nuestra marcha hacia el sur. Cuando llegamos al lugar del accidente el panorama era desolador todo estaba quemado, con el camión cisterna incluido. Pero noté en el horizonte que el fuego se había expandido hacia la zona de boscosa. No dije nada a la familia para no intranquilizarlos.
Tal vez en ese momento deberíamos haber pegado la vuelta a casa. Eran dos oportunidades cerca del fuego. Esta vez había sido mucho más cerca. Como dice un refrán que repetía mi abuelita: “no hay dos sin tres”. Sabia, la abuelita Marta. Pero no estaba arriba del Colorado para darnos sus consejos de vieja sabia.
Salimos de la ruta principal adentrándonos en el bosque que era parte de nuestro diagramado recorrido. Los chicos y Clara estaban contentos con el paisaje que nos regalaba la naturaleza. Los pájaros, los animales y los árboles nos daban un festín para los ojos. Todo era bello y alegre. Menos las nubes de humo que seguía viendo en el horizonte que se alzaban como una mala señal del destino. El destino suele ser una mala ruta en nuestras vidas, en algunas ocasiones. Esta iba a ser una de esas ocasiones.
Nos seguimos adentrando en el bosque y ya comenzamos a pensar en un lugar donde acampar, ya que era una zona permitida para hacerlo. La noche pronto se haría presente y no era buena idea armar la carpa sin luz natural. En un santiamén bajamos y armamos la carpa en el mejor lugar que encontramos. Parecíamos expertos montañistas en busca de su ansiado trofeo, hacer cumbre en una alta montaña. Pero nosotros éramos pájaros de bajo vuelo, casi al ras del piso.
Una vez instalados Clara nos preparó una deliciosa comida de lata. Recuerden que estábamos de campamento y no había una pizzería cerca. El “delivery” no se inventaba en aquellos años en Argentina. Si lo había era “envío a domicilio”. ¿Por qué todo debe traducirse al inglés? ¿Acaso no tenemos uno de los más bellos y complejos idiomas del mundo? Nunca terminaré de entender eso de querer imponer una lengua extranjera a fuerza de inundar publicidades.
Volvamos al campamento en la Patagonia y nuestro ansiado recorrido por las rutas del sur argentino. La noche fue apacible escuchando los sonidos del bosque. Era un concierto con momentos de un profundo silencio. Con esos sonidos y silencios nos encontró la mañana del nuevo día. Día que nos depararía muchas más aventuras y humo, mucho humo. Eso fue lo primero que noté al salir de la carpa y mientras hacía el primer pis mañanero.
“Esto se está poniendo muy feo”, pensé mirando al cielo y notando cómo el humo cada vez estaba más cerca de nuestro campamento. En ese veo una camioneta de doble tracción que se acerca. Era el guardaparque. Nos venía a alertar del incendio forestal que se estaba acercando muy rápido y que en una o dos horas llegaría a este lugar.
Nos iba a acompañar a un lugar seguro. Los demás acampantes ya estaban en un refugio seguro a unos diez kilómetros al norte. Hacia ese lugar deberíamos partir. Convidamos con nuestro desayuno al guardaparque y una vez listos nos enfilamos detrás de la camioneta hacia el refugio. Pero las cosas no saldrían tan fáciles. Era como si alguien se opusiera a nuestro recorrido en la Patagonia.
En un momento la camioneta del guardaparque se detiene. Se baja y viene hacia el Colorado. “Me acaban de avisar por radio que el camino está atravesado por el fuego”, nos dijo el guardaparque que se llamaba Horacio. “No podemos dar la vuelta”, pregunté. “No. Hacia el sur el camino se bloqueó por el mismo incendio”, respondió Horacio. Ahí nos contó que nos encontrábamos en una especie de ojo, como dentro de un huracán. En dos palabras: estábamos rodeados.
“Lo único que nos queda es seguir hasta donde podamos y avisar por radio para que manden un avión hidrante que nos haga un pasadizo entre medio del fuego”, nos relató Horacio. La opción no era la mejor de todas, pero antes de quedarnos sentamos y rostizarnos le hicimos caso a Horacio.
Marchamos a toda velocidad para ganarle tiempo al frente del incendio que avanzaba sobre nuestra ruta de escape. La adrenalina comenzó a correr por mis venas y la de toda la familia. Los chicos comenzaron a asustarse y las canciones ya no servían para calmarlos. Menos viendo como las llamas se acercaban y comenzaban a rodearlo todo. El Colorado parecía más rojo que de costumbre.
Paramos. Horacio al trote nos avisa que desde el puesto de control del incendio le avisaron que el avión hidrante está en vuelo hacia nuestra posición. Nos cuenta que solo vamos a disponer de unos minutos para atravesar el pasadizo que nos va abrir el agua que descargue en la zona. Solo será un breve tiempo, lo necesario para cruzarlo a toda velocidad sin pensar mucho lo que vamos a hacer.
Horacio se encargó de dejarnos muy en claro que no tendríamos otra oportunidad y lo mejor que nos podía pasar era que el agua nos cayera encima cuando pasara el avión hidrante, eso nos enfriaría por unos instantes. Así que todas las ventanillas cerradas y a poner en funcionamiento el limpiaparabrisas porque sería como una lluvia torrencial.
Cuando terminó de darnos las instrucciones oímos los motores del avión que se aproximaba. “¡En marcha!”, gritó Horacio y salió a la carrera para la camioneta. Efectivamente en dos minutos nos caía una lluvia torrencial. En realidad agua del lago más cercano que había tomado el avión hidrante. Salimos despedidos nuevamente en el camino hacia el refugio.
Humo, mucho humo producto del agua llovida del cielo. Aceleré a fondo al Colorado y lo mismo hizo Horacio con la camioneta. El espectáculo era increíble. Ver cómo ardían los árboles a ambos lados del camino y que el fuego se reanimaba como si nada. Los dos vehículos volaban por el camino. Comencé a notar como se evaporaba el agua sobre el capot y no era por el calor del motor.
Parecía que ese pasadizo que nos había abierto el avión no se acaba nunca. Aunque en realidad no llegaba a un kilómetro de distancia, como nos dijo más tarde Horacio. Pero en ese momento era como si fuese el camino al mismísimo infierno. El calor se hacía sentir en los vidrios y mi temor era que se rompiera el parabrisas. Pero Horacio nos había dicho muy claro, “no abran las ventanillas aunque el calor sea agobiante”. Comenzamos a transpirar como testigos falsos en un juicio. Y eso parecía la situación: el juicio final.
Pero no lo era y por eso les estoy contando esta historia de este lado del túnel, ese que veía Víctor Sueiro. Túnel que se había convertido el pasadizo porque el fuego comenzaba a cruzar lenguas por encima de nuestras cabezas. Detrás el fuego había invadido el camino como si el agua desde el avión no le hubiera hecho nada.
Delante de nosotros la camioneta de Horacio se comenzaba a detener unos cuantos metros por delante. Había salido del infierno del incendio en el bosque y nosotros estábamos en eso. Llegamos unos segundos más tarde. Horacio nos esperó y nos hizo seña para que siguiéramos un poco más adelante para estar totalmente a salvo del fuego. El incendio forestal seguía camino al sur y a esta altura de las circunstancias ya estaba en nuestro campamento nocturno. Si Horacio no hubiera llegado en esos momentos hubiéramos estado al spiedo…
Horacio detuvo la marcha en la banquina del camino y yo hice lo mismo. Paramos justo detrás de la camioneta cuando Horacio se apeaba y venía en busca nuestra. Todos nos bajamos y nos fuimos abrazarnos con Horacio. Los chicos lloraban, en realidad había llorado todo el camino entre el fuego y creo que Clara también lo hizo, pero no podía apartar la vista del camino y de la cola de la camioneta de Horacio.
Todos tomamos una buena cantidad de agua, en parte para festejar que estábamos vivos y en parte para saciar la sed producto del intenso calor que habíamos sufrido en el pasadizo ardiente. Algunas lenguas de fuego había acariciado la cola del Colorado. Sobretodo cerca de la caída del baúl. Se notaban las ampollas en la pintura, nada grave, pero eran marcas de la catástrofe que habíamos dejado atrás.
Nos dimos vuelta, mientras saciábamos nuestra sed hacia el inmenso fuego que ahora estaba totalmente desbocado. “Pensar que esto lo ocasionó un camión cisterna hace dos días atrás”, dijo Horacio. “Es cierto”, le contesté. Y le conté que habíamos estado en el lugar del accidente. “¿Y por qué no dieron la vuelta?”, nos preguntó. “Por qué mi abuelita decía que no hay dos sin tres”, le respondí. Ante la cara de intriga le conté nuestra experiencia en La Pampa. A lo que Horacio acotó “ahora el fuego no los va a molestar más”.
Los chicos y Clara había perdido las ganas de seguir por las rutas patagónicas y a decir verdad el sur de la provincia estaba en alerta roja por el fuego. Así que luego de dos días de descanso en el refugio emprendimos el regreso a casa. Con menos de 3.000 kilómetros recorridos. Pero con vida para contarlo.
Nos tomamos el tiempo del mundo para regresar y volvimos por Mendoza y San Luis. Algo que estaba fuera de programa, pero decidimos improvisar. Igual la pasamos bárbaro y los chicos volvieron a las canciones y el fuego era tiempo pasado.
Al volver a casa nos topamos con Don Francisco el chusma de la cuadra. “¿Qué tal el viaje por el sur?”, nos dijo con una sonrisa socarrona ante el conocimiento de lo sucedido con el incendio forestal. “De diez. Un infierno”, le respondí y me dispuse a entrar el Colorado al garaje.
Mauricio UldaneEditor de Archivo de autos
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