1961. Las tensiones de la Guerra Fría están empezando a tomar “velocidad de crucero”, un contexto en el cual el cine, siempre atento a recoger y llevar a la pantalla las temáticas más en sintonía con las preocupaciones globales (taquilla manda...), apunta a géneros (el terror de corte fantástico-apocalíptico, o el suspense de espionaje) lindantes con tales terrenos. Pero hace falta mucha personalidad (aún tardarían llegar los tiempos en que todo era desmitificable y sometible a ironías y sarcasmos sin dar lugar a escándalos serios) para someter esa temática a un tratamiento cómico. ¿Problema? Ninguno; si de algo andaba sobrado Wilder, además de talento fílmico, era de personalidad.
Ahí surge una propuesta como “Uno, dos, tres”; una cinta en la que, con un uso intensivo de los modos narrativos más típicos de aquella “screwball comedy” que se enseñoreara del género a finales de los treinta y principios de los cuarenta (equívocos constantes, entradas y salidas, persecuciones enloquecidas, personajes travestidos...), Wilder planta una sátira feroz de la confrontación sistémica entre capitalismo y comunismo, en lo que parece una diatriba feroz contra este último (en su apariencia más superficial), pero que no deja mucho mejor parado a su “íntimo enemigo”.
Para ello, y basándose en un texto de Ferenc Molnár, sitúa su trama en Berlín-Oeste, o, para ser más exactos, en la delegación de la Coca-Cola en esa ciudad, junto a la Puerta de Brandenburgo; un terreno fronterizo desde el que el protagonista, el “eterno aspirante” C.R. McNamara, (un trotamundos que sueña con alcanzar la jefatura de operaciones para Europa, ubicada en Londres), encarnado por un desbordante —y magnífico— James Cagney, pretende conquistar toda la Europa del Este, empezando por la cabeza del imperio, la Unión Soviética, cuyos representantes (tres fatuos y torpes personajes, que nos hacen recordar, de manera casi automática, a los legendarios acompañantes de la simpar Ninotchka...) entablan negociaciones con el ambicioso McNamara.
Desde el principio, ya se puede apreciar que la acumulación de elementos icónicos de uno y otro régimen resulta abrumadora, pero aún no sabemos (aunque ya se puede sospechar) que Wilder va a someter a los mismos a una sucesión de avatares que se irán encadenando a un ritmo frenético, sobre todo a partir de la introducción de dos nuevos personajes centrales —la descocada hija del jefe, Scarlett, caprichosa y con la cabeza tan llena de pájaros como de aire; y el ultrarrevolucionario Piffl, un ingenuo muchacho con el cerebro centrifugado por la propaganda marxista más extrema—, que terminarán constituyendo la representación (bufonesca y deformada hasta la caricatura, eso sí) de los dos regímenes, a la par que ejes centrales de la historia (desde el punto de vista personal), como los dos vértices equidistantes de ese triángulo en cuyo centro se sitúa el acelerado McNamara, sobre todo en ese impresionante rush final, en el que el reloj va apremiando a un desenlace basado en una “conversión” cargada de simbolismo.
Al fondo de toda la acción, cómo no, la ácida mirada de Wilder, que, pespunteando su guión de apuntes afilados y mordaces, brinda un retrato de las ortodoxias de ambos regímenes que se puede calificar de cualquier manera menos de complaciente. Porque si ruines, torpes y rígidos son los exponentes del bloque marxista (los representantes comerciales soviéticos, los guardias y militares germano-orientales o el pánfilo y exaltado Piffl...), no salen mucho mejor librados los representantes del capitalismo más puro (desde esos alemanes incapaces de liberarse del yugo a que ellos mismos se someten hasta esos “usamericanos” que, bajo el manto de la eficiencia y la rentabilidad, también convierten la mentira sistemática —McNamara engaña a su mujer con su secretaria, y lo hace con la misma naturalidad con que respira— o el peloteo más abyecto —es con su servilismo, y no con las bondades de su gestión, con lo que McNamara pretende conseguir su ansiado puesto en Inglaterra...— en señas de identidad). O sea, cera para todos.
Si “Uno, dos, tres” no llega a alcanzar la redondez que sí presentan otras obras de Wilder, se debe —al menos, en la humilde opinión del que esto firma— a la exageración en que incurre el dibujo (y el desempeño) de los personajes de Scarlett y Piffl, en los que lo caricaturesco roza, con demasiada frecuencia, lo pueril —algo a lo que lo excesos, sobre todo gestuales (y especialmente, por parte de Horst Buchholz), contribuyen en demasía—; o a la excesiva insistencia en determinados gags (sobre todo, los que atañen a la caracterización del alemán como un ser cuadriculado y carente de iniciativa), que terminan resultando algo repetitivos. La misoginia wilderiana, volcada especialmente, con toda su carga vitriólica, en el personaje de la señorita Ingeborg, ese demonio con curvas que, entre otras cosas, atiende a las funciones de secretaria de McNamara, la imputaremos en el debe del “contexto temporal y sociológico” (pero ahí está, desde luego que sí...).
Pero es lo que tienen los genios: cuando brillan, entregan muestras sublimes de lo mejor que puede ofrecer el séptimo arte; y cuando no lo hacen, o no, al menos, en el grado alcanzado por su mejor versión (ya saben, nadie es perfecto...), son capaces de hacer películas a cuyo nivel jamás llegarían cineastas menos dotados. No son muchos los que podrían hacer una comedia como “Uno, dos, tres”. ¿El secreto? Como el de la Coca-Cola, complicado de escrutar...
* APUNTE DEL DÍA: Prescripción facultativa: el blog de Tomás Fernández Valentí. Un crítico al que sigo desde hace años, a través de sus reseñas en Dirigido por..., y que es la demostración palpable de lo mucho y bueno que se puede escribir sobre cine, con un gran nivel de conocimiento y de transmisión, sin necesidad de hacerlo de forma ininteligible, o sólo al alcance de semiólogos y similares... * 50 Aniversario I.-