Nos guía lo que nos perturba, esa aspereza en el ánimo o incluso ese asombro continuo, un poco entre la perplejidad y la fascinación, similar al que inventa la fe religiosa, pero distante a ésta en lo puramente intelectual; no hay un vínculo más allá de la emoción estética, no existe una ligazón con la utilidad de lo observado. El arte no tiene utilidad alguna: solo nos faculta para la perturbación, nos enseña qué debemos hacer para que ese hallazgo sea más sólido y penetre de una manera más elocuente. Lo que no hay es una pedagogía de ese placer, la que se airea en algunos suplementos dominicales de cultura no es fiable: a veces solo registra los acontecimientos, interesados las más de las veces; solo se adscribe al género del ensayo, poniendo énfasis en la bondad o en la mediocridad del producto, pero no insistiendo en los procedimientos para que ese placer sea verdaderamente democrático. Tampoco sé si ese oficio le incumbe a la escuela, si los maestros debemos preparar para que el ciudadano sea sensible y pueda valorar una pintura de Francis Bacon o un solo de trompeta de Miles Davis. No tenemos recursos, ni tiempo. Nos quitan la filosofía en los planes de estudios, nos arrebatan (en primaria) asignaturas fundamentales como la Ciudadanía, nos birlan la música. Dejan en la escuela la Religión: no la concentran en su lugar idóneo: las catequesis, los anchurosos salones de los edificios sacerdotales, los que no pagan IBI. No hay Bacon que conmueva si no nos entrenamos en su observación. La belleza, aceptando a Breton, será convulsa o no será, pero hay que conformarla, estabularla, entender que uno aprende a escuchar ópera al modo en que aprende a conducir o a cocinar unos callos con chorizo. Uno aprecia a Hopper al primer cuadro suyo que contempla; incluso puede deslumbrarse en esa primera instancia. El amor perdurable proviene de la paciencia. La experiencia es la que nos faculta para admirar el arte. Yo todavía estoy en el periodo novicio.
Nos guía lo que nos perturba, esa aspereza en el ánimo o incluso ese asombro continuo, un poco entre la perplejidad y la fascinación, similar al que inventa la fe religiosa, pero distante a ésta en lo puramente intelectual; no hay un vínculo más allá de la emoción estética, no existe una ligazón con la utilidad de lo observado. El arte no tiene utilidad alguna: solo nos faculta para la perturbación, nos enseña qué debemos hacer para que ese hallazgo sea más sólido y penetre de una manera más elocuente. Lo que no hay es una pedagogía de ese placer, la que se airea en algunos suplementos dominicales de cultura no es fiable: a veces solo registra los acontecimientos, interesados las más de las veces; solo se adscribe al género del ensayo, poniendo énfasis en la bondad o en la mediocridad del producto, pero no insistiendo en los procedimientos para que ese placer sea verdaderamente democrático. Tampoco sé si ese oficio le incumbe a la escuela, si los maestros debemos preparar para que el ciudadano sea sensible y pueda valorar una pintura de Francis Bacon o un solo de trompeta de Miles Davis. No tenemos recursos, ni tiempo. Nos quitan la filosofía en los planes de estudios, nos arrebatan (en primaria) asignaturas fundamentales como la Ciudadanía, nos birlan la música. Dejan en la escuela la Religión: no la concentran en su lugar idóneo: las catequesis, los anchurosos salones de los edificios sacerdotales, los que no pagan IBI. No hay Bacon que conmueva si no nos entrenamos en su observación. La belleza, aceptando a Breton, será convulsa o no será, pero hay que conformarla, estabularla, entender que uno aprende a escuchar ópera al modo en que aprende a conducir o a cocinar unos callos con chorizo. Uno aprecia a Hopper al primer cuadro suyo que contempla; incluso puede deslumbrarse en esa primera instancia. El amor perdurable proviene de la paciencia. La experiencia es la que nos faculta para admirar el arte. Yo todavía estoy en el periodo novicio.