¡Qué fuerte, señor juez!, he visto su foto en los periódicos esta mañana camino del juzgado. Creía haber cubierto el cupo de mi asombro, pero como siempre, alguien vino a ponerle una multa a mi falta de imaginación. Es tan, tan… que me quedo sin palabras. ¡Cómo calificaría usted, señor juez, la malversación de los fondos que tenía asignados para el personal de su juzgado! Le reconozco un gran mérito en ello. Por más que lo pienso, no encuentro mejor pirueta final al morbo implícito que de por sí existía por trabajar bajo su megalómana jurisdicción. Usted, señor juez, que nos comisionaba a las cinco de la tarde a reventar operaciones terroristas sin cobrar dietas, y con la sola ayuda de un bocadillo de jamón. Usted, señor juez, que nos convertía en auténticos espectros humanos a las tres de la madrugada mientras tecleábamos en el ordenador sus erráticas instrucciones.Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel.