Autor colaborador: Dr. Diego Sánchez Meca,
Catedrático de Historia de la Filosofía Contemporánea,
Universidad de Madrid (UNED), España
Michael Krüger
En su libro Der Gott hinter dem Fenster (El Dios detrás de la ventana) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2015-, el escritor alemán Michael Krüger cuenta trece historias todas ellas diseñadas desde la perspectiva del narrador, que habla en primera persona, y en las que trata de una amplia variedad de temas. Sin embargo, todas tienen en común una cosa significativa: que por encima o por debajo de ellas se asoman problemas existenciales básicos como el del sentido de la vida, la identidad, la soledad y los recuerdos, la opacidad e inaccesibilidad de las personas, o el envejecimiento y la muerte. También, en todas ellas, los personajes están cuidadosamente dibujados, de modo que no resulta difícil darse cuenta que todos tienen en común la angustia de la inseguridad, la inestabilidad, la nostalgia y la debilidad de ánimo. Es como si en cada uno se proyectara, de un modo u otro, una multiplicidad de experiencias autobiográficas que el propio Krüger ha podido tener a lo largo de su vida. Esas experiencias le permiten conocer la anatomía de la desdicha tan bien como se podría conocer la desdicha a sí misma.
Una de estas historias es la de un niño que vive en una granja en Sajonia con sus abuelos. La II Guerra Mundial ha terminado y la casa del abuelo ha sido expropiada por soldados soviéticos que ocupan las habitaciones principales, mientras los dos ancianos y él han quedado reducidos sólo a una pequeña habitación. El niño, desde la cama y sin poder conciliar el sueño, oye a la abuela que reza y pide a Dios que les ayude en medio de tanta necesidad, y cómo se pelea con Dios y le regaña: "Dios, haz un esfuerzo porque si no vas a perder a una de tus seguidoras más fieles... Te agradezco, sin embargo, que me hayas dado este maravilloso nieto". El niño no parece sentir la opresión de la ocupación: corretea por la zona, se encuentra armas escondidas en una cantera, recoge con el abuelo setas y bayas, y cuando tiene un resfriado pasa la tarde con la cabeza bajo la toalla sobre un recipiente de agua hirviendo con hierbas mentoladas. Contados con melancolía y nostalgia, parecen recuerdos de la infancia del autor. Una narración lacónica a base de imágenes más que de acción, que deja sin informar, por ejemplo, sobre dónde están sus padres, qué ha sido de ellos, o cómo continúa después la historia y qué desenlace tiene. En vez de eso, el autor aplica el arte del suspense, o sea, cierra la historia y da paso a la siguiente.
En el lenguaje, desde luego Krüger domina el arte de la narración, y se le notan también sus cualidades de poeta y hasta de buen ensayista. Como poeta tiene mucha ternura y brillantes momentos líricos. Y como pensador, se expresa como un concentrado autor reflexivo con algunos toques aquí y allá de escéptico. Con esta alternancia de cosas, parece ir pasando del andante al presto y luego al allegretto y al largo.
Otra de las historias tiene como protagonista a un intelectual que recuerda sus vacaciones en Grecia, donde sentado en un sillón de mimbre en la playa mira fijamente al agua. Y allí se queda extático, delante del mar, rodeado por el santuario del silencio y poseído por una sensación tan intensamente abrumadora que le mantiene allí petrificado y como atornillado al lugar, incapaz de alterar su inmovilidad. En otro momento, describe cómo sube por una montaña para ver desde allí la salida del sol. La subida es ardua, por lo que acepta encantado la invitación de una excursionista para compartir la merienda. Es una mujer hermosa que afloja los botones de su blusa, se quita después los zapatos pesados, e incluso los pantalones de cuero. Parece iniciarse una escena pre-erótica, pero un giro inesperado hace que la narración continúe, en realidad, con la comida: huevos duros, salchichas, tomates y pepinos, y para beber una botella de aguardiente de arándanos. A consecuencia de lo mucho que ha comido y bebido, el protagonista se queda dormido y cuando despierta el sol ya está bajo y la chica ha desaparecido.
Krüger es un autor de ingenio también brillante, como contrapunto a su melancolía. Porque a veces es satírico e incluso cómico, para a continuación volver a ser elegíaco de nuevo. Todo esto hace que se lean sus historias con sumo placer, tanto por el contenido de lo que cuenta como por el dominio magistral que tiene del lenguaje. Sus historias no son deudoras del patrón del cuento clásico. A veces parecen como preludios de novelas no escritas, por lo que ofrecen esos giros tan extraños que parecen seguir un tipo de lógica de ensueño. Es una impresión reforzada por el uso minucioso del lenguaje: cada palabra es cuidadosamente sopesada y puesta en su sitio, de modo que siempre da en el blanco aunque no apunte específicamente a él.
El último de sus libros publicados, titulado Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-, es una novela escrita en un estilo menos fresco, a veces incluso hasta un poco perezoso y con ciertos ribetes de pedantería. Sin índice y los capítulos sin títulos, su lectura realmente requiere la máxima atención porque la historia no es fácil de seguir, aunque abunden en ella las conversaciones ingeniosas y las escenas divertidas. Por supuesto sigue en primer plano su extensa cultura filosófica, su elegancia lingüística, pero también un evidente cansancio y hastío propios, que aparecen en consonancia con el tema del aburrimiento del que va el libro.
Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-
El protagonista, de profesión archivista de un periódico, pierde su trabajo cuando, a causa de la digitalización, ya no es necesario y se queda en paro y sin dinero. Se convierte entonces en un escritor un tanto obsesivo porque, providencialmente, hereda de una tía desconocida una casa de vecinos, un edificio de apartamentos en una buena zona residencial de Múnich que le permite vivir holgadamente. Los inquilinos residentes allí son todos sin excepción gente extraña.
En uno de los apartamentos, ahora vacío, se instala él y empieza a vivir como un vecino más junto a aquella gente rara. La persona que había vivido antes de él en ese apartamento, un poeta llamado Georg Faust, había desaparecido pero aún le llegaban cartas a esa dirección, cartas de su familia, de una admiradora, así como también manuscritos rechazados por los editores, que el protagonista lee obsesivamente intentando penetrar cada vez con más intensidad en la biografía y en la identidad del anterior inquilino de su apartamento. Para ello copia sus escritos, relee sus poemas y sus cuentos e incluso lee las lecturas que sabe que el poeta había hecho. De este modo, la figura del anterior inquilino ocupa cada vez más el espacio en su apartamento de seis habitaciones ahora casi vacío (una mesa, un estante, dos sillas y una cama), que se llena tan sólo con la presencia de una ausencia. En las paredes donde antes debieron colgar algunos cuadros e imágenes aparecen ahora, sobre un fondo cada vez más amarillo, citas de algunos pensadores. El protagonista, que se describe a sí mismo como un filósofo libre, no vive la vida. Tan sólo deja que suceda. La suya es una filosofía de la nada, y su tema preferido es el aburrimiento. Había leído todo lo que se había escrito sobre el aburrimiento, y quería hacer por él mismo "con devoción" la experiencia del "vacío de mundo", tener la experiencia existencial dominante de no tener nada que hacer.
Al mismo tiempo, este individuo se dedica a la observación cada vez más intrusiva de la vida de los otros inquilinos, cuyas excentricidades describe con minuciosidad. De ello resulta que la casa heredada se muestra como un mundo en miniatura, y el escritor que se había mudado a vivir allí aprende de múltiples formas lo que es el aburrimiento, un tedio únicamente suavizado y protegido por buenas lecturas y la audición de la música de Sibelius.
La ubicación del narrador es tan premeditadamente confusa que en un momento significativo de la novela se ofrece una imagen llamativa de su estado en el laberinto enmarañado de los espaguetis en un plato. El relato tiene bastante de kafkiano, a base de individuos que se sienten extraños y perplejos en la vida. Y también porque la trama es complicada en su simpleza, aunque esté salpicada de detalles agudos, ingeniosas reflexiones y momentos líricos sorprendentes. Lo que domina es una especie de humor sombrío con el que se describe de manera misántropa la mezquindad de hombres repugnantes y de mujeres repulsivas, vistos como formando una galería de monstruos por los que no se siente la más mínima compasión ni comprensión. Si con esto se quiere dar una imagen del mundo en que vivimos, el lector ha de extraer sus propias consecuencias.
Krüger conoce bien las ideas y tratamientos del sentimiento de vacío de la vida y de aburrimiento desde los griegos hasta Heidegger. Esa experiencia cotidiana de no tener nada que hacer y las obsesiones que propicia, abriendo el horizonte de un vivir desesperado, desdichado, insoportable, se expresa en párrafos como éste: "Estar de pie con mi cesta de la compra en una cola, obligado a moverme gradualmente a medida que avanza, siempre con un hombre o una mujer delante, mirando las cestas de los otros, el yogur bajo en calorías, las galletas, los cigarrillos, los frascos de desodorante... Imagino la vida de estas personas e instantáneamente me invade el sentimiento de una privación vertiginosa y abrumadora de vida, hasta el punto de que tengo que dejar mi cesta a un lado y salir de la tienda".
Es significativo que con esa palabra Irrenhaus, manicomio, Krüger designe una casa de vecinos en la que residen individuos que no son locos, sino seres más o menos excéntricos y lunáticos, y que por tanto esa palabra como título quiera ser una metáfora para describir algunos aspectos del mundo actual tal como lo ve el autor. Un mundo en el que la desdicha, bajo rostros distintos o bien oculta detrás de muchas máscaras, envolviendo los recuerdos del pasado o traspasando las vivencias del presente, constituye para este autor la tarjeta de visita de ese huésped inquietante del que nos parece imposible deshacernos.