Uno de los elementos que el Arte, el Arte auténtico, nos regalará a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda además el mundo, incluso, o con planteamientos materialistas o idealistas en su modo de concebirlo. Es decir, que dará lo mismo que creamos, o no, en algo distinto a la Naturaleza como origen de la vida y del mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir tan sólo por el hecho de que el mundo desparezca entre tinieblas... Y eso dará trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni ninguna pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de un modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, serán aquellas que sólo determinen un rasgo artístico exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, habría tenido una infancia burguesa muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, pertenecía esa zona báltica a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor con el fallecimiento, cuando él tenía solo siete años, de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro años más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esa eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (un paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el profundo drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo.
El mismo año que David Friedrich se casaba con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecería, por primera vez casi, la perspectiva de un hombre mirando, desde arriba, el mundo poderoso a sus pies. Ahora, la neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada por la misma altura desde la que el individuo observante se sitúa. También los picos aterradores, esos que, al fondo de la obra, le observan, presuntuosos, ahora a él en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero no, ahora no, ahora no hay aquí temor, ni limitación, para poder manifestar la sensación más poderosa, sin embargo, que un ser humano pueda disponer, decidido, al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, mística y real, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir la posición que permita visionar ahora completamente el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero, aquel que no nos fraccionará la visión, que, a cambio, la permita afrontar desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve ahora más allá de nosotros mismos, o de la realidad limitada que nos abrume, esa misma que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de una visión. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegara a la conclusión de que su vida amorosa habría sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio pictórico más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del río Ródano en el Mediterráneo. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parecería un gran lago en aquella noche iluminada, tan brillante entonces por unos de los cielos más estrellados que de un oscurecer tan romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.
A diferencia del pintor romántico Caspar David, el pintor postimpresionista holandés nunca se casaría ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal ni tan siquiera al final de su madura vida y, se supone, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos a un hombre solo frente al mundo; a un ser humano que, ahora, contempla poderoso y satisfecho desde su altura privilegiada la vida y sus representaciones, tan misteriosas o no, que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza... o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano individual, una actitud romántica destacada, no es acompañado ahora en la pintura por ningún otro ser vivo, humano o no, que pudiera alterar o confundir, o mediatizar o sostener, alguna otra cosa que no sea su única y exclusiva perspectiva vital. Pero, sin embargo, Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos artísticos diferentes, no obstante, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado... En su lienzo impresionista tan particular, van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, veremos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor... Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo poderosamente iluminado de estrellas y la superficie, igual de poderosa e iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante Ródano como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida.
Pero, también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su definitivo óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Goh no compuso a un ser humano solitario frente al poderoso universo fascinante. No, ahora el pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia que Caspar David Friedrich, que pintó a un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando solitaria por la orilla en aquella noche estrellada sobre el Ródano. Toda una mejor inspiración intuitiva, tal vez, la del pintor holandés; mucho mejor ahora que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría a un hombre solo frente al mundo en su misteriosa obra romántica. Contemporáneo del pintor desolado holandés lo sería el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para, como en los dos pintores ofuscados, tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría una vez el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón! Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.
(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París; Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)