Toda esta reflexión tan filosófica viene por la segunda tanda de versos bordados. Porque no son versos escogidos sino que son versos que llegan a mí. Es la lectura del momento, la que me cautiva, que me deja sin aliento, con la que me identifico. Esa es la capturada, la impresa y la bordada. Evidentemente hay una elección, pero no es un “top ten” ni una clasificación. ¿Si tuviera que escoger mis versos preferidos? ¿Mi poeta de cabecera? Sería un dolor de cabeza… Claro que hay versos que me acompañan siempre, pero ¡no me hagáis elegir!
Sabía que la poesía era mi mejor medicina. Y ahora sé que bordar esas palabras, que en su día me estremecieron, es mi mejor placebo para los días grises y el colofón para los días rosas.
Releer el poema. Volver a buscar el libro en el que habita. Retomar mis notas. Volver al lápiz. Imaginar el hilo que se le debe a esas rimas. Decidir color. Escoger punto. Dibujar con la aguja tan solo el camino que seguirá después de ser enhebrada. Empezar a bordar. No es solamente coger el hilo y coser. Es un proceso de recuperación tan reconfortante el que supone que no sé explicarlo mejor.
No se trata de una producción en cadena. Nunca. Soy de alma artesana. Cada uno de estos bordados tiene el día para él. Para su relectura, para su decisión, para su elección. Nunca dos versos bordados el mismo día. Sería una infidelidad grave. Para el poeta, para mí, para los versos. Sobre todo para el recuerdo de mi primera lectura. Y a eso no se le puede ser infiel.
Para las fotos no tenía duda. La primera sesión fue en uno de mis rincones predilectos, la Seu Vella. Ella albergó los Versos Bordados I. Esta vez que justo hago coincidir con el Día Mundial de la Poesía, hoy mismo, y el inicio de la primavera, merecía los frutales rosas. Esos extensos campos con sus flores que tanto nos dan como decía Juan Ramón: “¡No sé qué tiene, que no se marchita!”