Viaje a la luz de Iolanta y Perséphone

Por Felipe Santos

Ekaterina Scherbachenko (Iolanta)

Iolanta, de Piotr Ilich Chaikovski
Dmitry Ulianov, Alexej Markov, Pavel Cernoch, Willard White, Vasily Efimov, Ekaterina Scherbachenko, Ekaterina Semechuk, Irina Churilova, Letitia Singleton.

Perséphone, de Igor Stravinski
Paul Groves, Dominique Blanc. Sam Sathya, Cumvan Sodhachivy, Khon Chasinthyka, Nam Narim (bailarines).
Nueva producción del Teatro Real. Estreno mundial. Peter Sellars (dir. escena).
Coro y Orquesta Titular del Teatro Real, Teodor Currentzis (dir.)
Teatro Real, Madrid, 21.1.12

Algo más de cuarenta años separan en el tiempo estas dos obras. Un lapso que se ha propuesto sortear el director estadounidense Peter Sellars situándolas una junto a otra en la misma función y cubriéndolas con el mismo paraguas escénico. Iolanta y Perséphone unen sus vivencias para contarnos un viaje a la luz imperfecto, hasta el punto de no poder asegurar con certeza cuál es el punto de origen y de retorno.

Iolanta es una princesa que desconoce su ceguera. Su padre ha conseguido ocultarle tal condición rodeándola de cuidados y de un séquito que la sigue donde quiera que vaya. La música crepuscular de Chaikovski acompaña la vivencia de quien, pasado un tiempo, comienza a sospechar de tanta perfección. “¿Por qué todos los días pasaban entre sonidos celestiales y rosas?”, dice ella al comienzo. Solo el inoportuno encuentro con un príncipe le revela su condición. “¿Qué significa ver?”, le pregunta azorada, mientras el espectador asiste asombrado al descubrimiento de la princesa, y se pregunta cómo será eso de no saber que uno carece de vista y que todo el conocimiento sobre este mundo pudiera estar limitado al sentido del gusto, del tacto o del oído.

Perséphone es la hija de Zeus y Démeter, que ha sido arrebatada a sus padres por Plutón, el dios del Hades, la divinidad de los infiernos. Cuando se va, con ella desaparece el verdor de los campos y el fulgurante amarillo de la luz del sol para dejar un rastro de hojas secas y páramos grises sobre la tierra. La mitología griega nos dice que, mediante un pacto entre los dos dioses, Perséphone volverá al mundo terrenal transcurridos seis meses y retornará a las profundidades del Hades por un periodo similar. En esta versión de André Gide vemos cómo ese constante viajar del mundo de los vivos al de los muertos se origina siempre en el corazón de la hija de los dioses, como si la sucesión circular de las estaciones surgiera de un conmovedor acto de amor.

Vista del escenario de Iolanta

Jorge Luis Borges recuerda en Historia de la eternidad (1936) que Platón, en su Timeo, afirma que llegará un momento en que los siete planetas volverán a su punto de partida. Tardarán en hacerlo, pero lo harán, y cita a Lucilio Vanini que, en 1616, dirá: “Nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será”. De forma análoga se pronunciará David Hume, en Dialogues Concerning Natural Religion (1779): “No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas trasposiciones”.

El hecho de viajar comporta siempre un regreso al punto de partida, como le ocurrirá a Perséphone hasta el fin de los tiempos. La historia, que parece tan lineal y progresiva, se revela en ocasiones sospechosamente repetitiva.  El padre de Iolanta consigue, gracias a un médico que contrata, que su hija pueda ver. ¿O, cabría decir, que vuelva a ver? En el momento culminante de la obra, sobre una melodía pastoril y primaveral, Iolanta abre los ojos. Lejos de dar saltos de alegría y aceptar lo que el mundo le muestra, se revuelve contra su visión. “¡Nunca estuve aquí! ¡Tengo miedo!”. Quizá durante un instante, en su cabeza se reproduce una inquietante paradoja: ¿Qué será mejor, permanecer en la gozosa inconsciencia del sueño, o desertar y entrar en la dolorosa lucidez de la vigilia?

En realidad, con este gesto aparentemente extraño, Iolanta nos muestra en qué consiste la fascinante aventura de la contemplación. “Morir es perder el presente, que es un lapso brevísimo ―escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones―. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene”. Esta carencia de futuro es, precisamente, lo que conmueve a Perséphone cuando llega al Hades: “Veo vagar a un pueblo que ya nada espera”. Sus habitantes carecen de esperanza y cantan sin descanso: “Aquí nada concluye”.

Borges dice que esta afirmación aureliana establece que “cualquier lapso ―un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente― contiene íntegramente la historia”. Así lo podemos ver en esa pintura de juventud de Cézanne, que en 1867 decidió recrear el rapto de Perséfone. Lo pintó para Emile Zola, su amigo, con quien compartía el gusto por la literatura clásica. En medio de la escena mitológica, al fondo, distinguimos la silueta del monte de Saint-Victoire, el mismo que en su tramo final como artista pintará una y otra vez, como si aquella montaña, tan omnipresente en su vida, hubiera presenciado todos los momentos de la historia y cada uno de ellos hubiera dejado una huella en su piel.

Paul Cézanne. “El rapto”. 1867

“Son dos piezas muy visionarias ―dice Peter Sellars―. En la línea de un Messiaen, estas óperas se aproximan más a una experiencia espiritual”. Iolanta y Perséphone compartirán el mismo vestido azul y se moverán por un escenario diáfano sobre el que se elevan unos marcos de puerta, coronados por una especie de rocas en tensión, inestables. La utilización de la luz, que a veces despliega una sombra dura sobre el suelo, recuerdan a la atmósfera de los cuadros de Giorgio de Chirico. Sellars moverá esta luz a placer y la revertirá para crear una realidad paralela al proyectar las sombras de los personajes sobre el fondo del escenario. De las tinieblas de Iolanta pasamos a la oscuridad invernal que provoca la partida de Perséphone.

Cuando pinta las arcadas de la estación de Montparnasse para su cuadro de 1914, Giorgio de Chirico dirá: “El horizonte viene definido en ocasiones por un muro trasero sobre el que se eleva el ruido de un tren que desaparece. Toda la nostalgia del infinito se nos revela detrás de la precisión geométrica del lugar; experimentamos las emociones más inolvidables cuando algunos aspectos del mundo, cuya existencia ignoramos por completo, hacen que nos enfrentemos súbitamente con la revelación de misterios que nos quedan escondidos en todo momento, que no podemos ver porque tenemos una vista demasiado corta y que no podemos sentir porque nuestros sentidos se hallan poco desarrollados”.

Giorgio de Chirico. “Gare Montparnasse”. 1914

Iolanta fue la última ópera de Chaikovski y Perséphone, la primera obra para escena de Stravinski desde que falleciera Sergei Diaghilev, el empresario de los Ballets Rusos que le abrió las puertas de la fama con primer encargo que le hizo, El pájaro de fuego. Conoció su música un año antes, en 1908, en un concierto de San Petersburgo a cargo del pianista Alexandr Siloti. En el programa estaban el Scherzo fantástico y Fuegos artificiales. Aquella forma de componer llamó poderosamente su atención y pensó que era ese compositor con personalidad que necesitaba para sus arriesgadas y ambiciosas producciones. Diaghilev ya no solo era moderno en la coreografía y en la puesta en escena, sino que quería sorprender también con la música. Una renovación del ballet clásico en toda regla. Así que no fue una sorpresa la cara de íntima satisfacción que reservaría a sus íntimos tras el escándalo provocado por el estreno de La consagración de la primavera el 29 de mayo de 1913 en el Teatro de los Campos Elíseos.

Stravinski retornará al tema de la primavera en Perséphone, esta vez para mayor lucimiento de Ida Rubinstein, la bailarina de Diaghilev que se vio obligada a dejar los escenarios por una lesión, y por quien pondrá fin a veinte años de amistad con el empresario. Los dos discutieron agriamente después de que Stravinski compusiera para ella El beso del hada. No se volverán a ver. Diaghilev morirá en Venecia el 19 de agosto de 1929. Cinco años después, en esta nueva obra, la estilizada silueta de la bailarina no dará ningún paso de ballet. Ella se moverá por el escenario con la gravedad de una diosa y declamará todos sus parlamentos. Su voz, como la de la actriz francesa Dominique Blanc en la producción del Teatro Real, sonará incluso más musical que la de una cantante.

Vista del escenario de Perséphone

Un día de 1952, durante el descanso de un concierto en el Teatro de los Campos Elíseos de París, la figura de un hombre joven y espigado se arrellana en su asiento, situado en las filas más elevadas, las más baratas, mientras el resto de público sale a estirar las piernas y tomar algo. Había llegado hasta allí para ver en persona al compositor Igor Stravinski, que era quien dirigía, y a Jean Cocteau, que recitaba algunas partes. Los dos habían influido mucho en él. Cuando el teatro se queda vacío, el hombre advierte la presencia repentina de unos personajes indefinibles de color verde, en forma de globo, que se muestran muy divertidos y cómicos. Intrigado, les pregunta cómo se llaman. “Cronopios”.

Así fue cómo Julio Cortázar confesó haber empezado a escribir Historias de cronopios y famas, sin que los tales cronopios tuvieran una forma definida. A medida que avanzaba en su escritura, aquellos personajes devinieron en lo que todo el mundo puede leer: unas formas humanas que viven el mundo de modo atemporal, como el poeta, el asocial, el hombre que vive al margen de las cosas. Frente a ellos aparecieron los famas, los que siguen un orden establecido y se encuentran al frente de los bancos y el poder político.

Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas ―medita el cronopio―,
para los famas es cinco minutos más tarde,
llegarán a sus casas más tarde,
se acostarán más tarde.
Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme,
yo soy un cronopio desdichado y húmedo.

Al final de la obra, Perséphone vuelve a las tinieblas por voluntad propia, por compasión, al estado de donde procede Iolanta. La diferencia es que las sombras del Hades saben que la luz existe y han sido privadas de ella para siempre. Por eso se aferran a ella cuando, cada seis meses, ha de volver a la tierra. Esa misma desesperación fue esculpida por Bernini en las manos tensas y firmes de Plutón cuando rapta a Perséfone. La última vez que se oye su voz, acompañada de una bella melodía de la flauta, se despide de la tierra para volver al mundo de las tinieblas. Es una eterna huida guiada por el recuerdo de una flor y el sabor de una granada. “Nunca jamás podrás sujetarme tan fuerte ―dice con gravedad Perséphone―. ¿O es que crees que sale impune del abismo del doloroso Infierno un corazón amante?”.

Dominique Blanc (Perséphone)

Un 8 de octubre de 1962, tras casi medio siglo de exilio en Estados Unidos, Stravinski se sube al podio en Leningrado, la vieja San Petersburgo de su infancia y juventud, para dirigir El beso del hada. Tras los aplausos de bienvenida, se dirige al público con estas palabras: “Hace 69 años estaba sentado ahí, en ese rincón, junto a mi madre, escuchando a Napravnik dirigir la Sinfonía Patética en memoria de Chaikovski. Hoy dirijo yo en esta misma sala. Soy feliz”.

Stravinski cerró aquel día su propio retorno vital, como Iolanta y Perséphone. De la misma manera de Giorgio de Chirico querrá pintar varias veces el mismo cuadro y La consagración de la primavera vuelva a escucharse cada año en los rincones más diversos del planeta. Cuando muera, Stravinski querrá que lo entierren en Venecia, donde descansa su viejo amigo Diaghilev. Y en las funciones de Iolanta y Perséphone del Teatro Real, un estremecido Peter Sellars volverá cada noche para descubrir una y otra vez a sus personajes, que parecen haber cobrado vida propia. Tal vez si hubiera levantado la vista del escenario, habría podido distinguir a su lado unas formas circulares y verdes, muy simpáticas y cómicas, y les habría preguntado:

―¿Cronopio cronopio?
― Cronopio cronopio.

Más información:

Programa La sala de TVE

Streaming de pago en Palco Digital (canal del Teatro Real)

Artículo publicado en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, nº 137

Fotos: Javier del Real

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