El dinero ha sido probablemente, junto con la fe en cualquiera de sus formas (religiosa, nacionalista, política, ideológica, sentimental, amorosa…), uno de los elementos más perniciosos en el lento y trabajoso proceso que a lo largo de siglos y milenios ha conformado y moldeado la condición humana tal y como la contemplamos hoy en día, dos instrumentos que han logrado su primacía absoluta e incuestionable gracias y a través del ejercicio exclusivo del monopolio de su tercer gemelo: la violencia. Estos tres elementos han condicionado, instigado y promovido todos y cada uno de los conflictos humanos desde que se tiene conciencia, constancia y conocimiento de la idea de comunidad, llevándose por delante más vidas incluso que el devenir natural del ciclo de la vida y la muerte. Algo existe de autodestructivo en el ser humano que hace que gran parte de su ciencia, de su capacidad intelectual, de sus habilidades manuales y de sus esfuerzos físicos vaya destinada a la eliminación selectiva de sus semejantes, a la imposición, el imperio de ideas y deseos sobre otros a través de la coacción o la coerción en sus múltiples, inagotables formas, y a la incesante perversión de gran cantidad de herramientas, avances, creaciones, inventos e instrumentos potencialmente útiles, beneficiosos y necesarios para el progreso conjunto de los seres humanos y para su bienestar pleno, hasta conseguir su transformación en medios para la muerte, el control, la dominación o el sometimiento, dejando a las claras que la capacidad del hombre para ser infeliz y generar infelicidad a su alrededor resulta realmente inabarcable.
Esta visión pesimista (o realista, dirían algunos; al fin y al cabo, “un pesimista es un optimista con experiencia”, o “un optimista cree que vive en el mejor de los mundos posibles; un pesimista sabe que es cierto”) es compartida por Robert Bresson en su obra maestra El dinero (L’argent, 1983), coproducción franco-suiza tan bella y lírica como terrible y contundente. En ella, partiendo de un relato de Tolstoi, El billete falso, Bresson, responsable igualmente del guión, cuenta la historia de Yvon, un -aparentemente- pobre hombre (Christian Patey), joven, trabajador, con esposa y una hija pequeña, que se ve envuelto en una pesadilla judicial-carcelaria por culpa de la “travesura” de unos adolescentes que cambian en una tienda de fotografía un billete falso de quinientos francos para conseguir dinero fresco y rápido de curso legal con el que pagar sus vicios y sus salidas nocturnas. A causa de una suma de azares y de los perversos intereses particulares de los implicados, las sospechas del tráfico de dinero fraudulento recaen en él, que trabaja como empleado y conductor de una empresa que suministra gasóleo en camiones cisterna a diversos clientes, incluida la tienda de fotografía. A partir de ese instante su vida se convierte en un horror, viéndose sumido en un caos de desgracias en cadena que le hacen vivir un infierno, y su cerebro, quizás a causa de ello, en el caldo de cultivo de una psicopatía irreversible.
En la historia de Bresson no hay inocentes; incluso las víctimas de una estafa o de un calamitoso error del sistema moral, policial y penal de la sociedad son absolutamente culpables. Todos los personajes resultan realmente odiosos por una u otra razón, exceptuando a Elise (Caroline Lang), la desgraciada esposa de Yvon, la mayor sufridora de todos, y quizá a la anciana del tremendo capítulo final del filme (Sylvie van den Elsen). Los adolescentes del comienzo encarnan a la ociosa juventud producto de la sociedad del bienestar que sus padres les han regalado; internamente carecen del concepto de esfuerzo, de trabajo, de sacrificio, de ganarse su situación privilegiada. Lo tienen todo hecho y al alcance de la mano, les basta con pedirlo, o exigirlo, dado que en su mentalidad creen que tienen derecho a todo. De hecho, la película se inicia con uno de ellos abriendo la puerta del despacho de su padre para pedirle la paga, y es la circunstancia de que ésta no colme sus expectativas, de que no llegue a la cantidad que compañeros suyos de escuela reciben de sus padres y de que su madre no lleve suelto en el bolso, el detonante de que, en compañía de un amigo que le da la idea, la espiral de desgracias de Yvon dé comienzo con el cambio del billete falsificado en la tienda. Estos adolescentes, lejos de afrontar su responsabilidad, huirán como cobardes, en la escuela eludirán dar la cara (uno de ellos escapa literalmente de clase), mientras qne en casa su propia madre, amante protectora inconsciene de que el efecto de este hecho en su hijo será fatal, evita poner al padre en conocimiento de lo ocurrido, con lo que la trampa de Yvon comienza a cerrarse: ni siquiera la contemplación de cómo un inocente va a sufrir las consecuencias despierta la humanidad del muchacho o de su madre, ni su piedad ni sus remordimientos. Los dueños de la tienda de fotografía no son mejores; son las víctimas, y sin embargo Bresson los carga de sospecha: su comportamiento no resulta claro, diáfano, sus movimientos, sus diálogos, las situaciones que viven parecen fruto de algún tipo de maniobra turbia, de ocultamiento, de clandestinidad, de secreto inconfesable. Se mueven en silencio, apenas hablan, y cuando lo hacen se refieren a hechos crípticos que el espectador desconoce pero que quizá encierren algo no del todo admisible. Su comportamiento, su forma de actuar, resulta en todo momento culpable, hasta el punto de manipular a su joven ayudante Lucien (Vincent Ruiterucci) para que dé falso testimonio en el juicio de Yvon y forzar su condena, a pesar de que ellos saben que es inocente porque desde el principio han identificado a los chicos como autores de la estafa. Lucien tampoco es ejemplar, ni mucho menos: aprovecha cada venta en la tienda cuando sus jefes no están para cobrar sobreprecios a los productos que se embolsa directamente en su billetero; cuando es despedido por esta razón, se guarda su odio y su rencor dentro, y junto a dos amigos no solo roba la caja fuerte de la tienda, sino que incluso le clona la tarjeta de crédito a su jefe y le “indemniza” con sus propios fondos en un aparente ejercicio de petición de perdón. Todos son culpables, todos están embrutecidos a causa del materialismo de una sociedad excesivamente preocupada por lo accesorio, que crea autómatas o zombis inconscientes o desconocedores de su propia humanidad.
El estilo cinematográfico de Bresson ilustra este punto a la perfección. El estilo es seco, las imágenes están desnudas, despojadas de cualquier artificio o movimiento de cámara accesorio, incluso de música más allá de algunas piezas de Bach que suenan en algún momento del breve metraje (82 minutos). Los intérpretes se expresan de manera lacónica, siempre sobrios, sin permitirse cualquier demostración de emociones o sentimientos, haciendo alarde de seriedad, hieratismo y una conducta casi de androide, tanto en sus movimientos como en sus conversaciones. Incluso cuando Yvon, despedido de su trabajo, se abraza a la delincuencia como forma de vida, primer escalón decisivo para su hundimiento en la miseria, los movimientos de la policía durante el atraco, los sucesivos juicios y estancias carcelarias parecen transcurrir en un frío espacio de ciencia ficción, en un planeta lejano, en una nave espacial perdida en los confines del universo. Esta frialdad, esta distancia de Bresson incorpora su visión casi científica, quirúrgica, de una sociedad enferma, deshumanizada, desnaturalizada, sin esperanza ni redención posible. Bresson nos habla de la brutalidad presente en la sociedad pero elude mostrarla, utiliza las elipsis y las sugerencias o los énfasis en pequeños y reveladores detalles incluso en la criminal eclosión final.
El único paréntesis que se permite Bresson es el momento en que Yvon y la anciana se conocen y comparten unos días juntos. Él está solo; su matrimonio se ha roto, su familia ya no existe, y acaba de salir de la cárcel y de cometer un horrendo crimen; ella, que parece la próxima víctima -al menos él la sigue con propósitos nada alentadores- se convierte sin esperarlo en quizá la única oportunidad para que Yvon recobre su humanidad, recupere la inocencia perdida hace mucho -antes incluso de que lo conozcamos al inicio del filme-. Junto a la anciana, Yvon despierta a pequeñas vivencias que creía perdidas, el sabor de los alimentos, la compañía en un entorno tranquilo, plácido, la efervescencia de la naturaleza (bellísima secuencia de Bresson la que retrata a ambos recogiendo frutos secos en el campo), la sencillez de una vida plácida y tranquila… Pero, como hemos dicho, es solo un paréntesis, porque la naturaleza brutal y despiadada de Yvon, su Mr. Hyde particular, se impone más feroz y terrible que nunca antes.
La interpretación de Christian Patey es magnífica. En su personaje la historia vuelca toda la carga metafórica del film, su condición de víctima y de psicópata es clave para encarnar en él todo el simbolismo de los elementos de la naturaleza humana que Bresson quiere señalar. No sabemos nada de Yvon al principio de la película, de su forma de ser, de su comportamiento con su esposa y con su hija. Solo lo vemos en un breve momento cumpliendo con su trabajo de suministro y, de inmediato, convertido ya en reo de la justicia más injusta concebible (y más incompetente, en lo que constituye la debilidad principal del guión: la condena, por más que ese asunto no interese narrativamente a Bresson, hubiera sido fácilmente eludible en lo jurídico dados los datos que existen para el espectador); asistimos a su caída moral, emocional e intelectual, a su bajada a los infiernos, pero la habilidad de Bresson al ocultarnos su vida anterior nos obliga a hacernos una pregunta: ¿Yvon se ha convertido en psicópata a causa de su desgracia, o ya manifestaba anteriormente rasgos y comportamientos de esta índole? ¿Fracasa su matrimonio a causa de su condena o venía ya roto con antelación? Bresson esconde el pasado de Yvon, nos presenta su actualidad horrible y fatal, pero la relación causa-efecto aparente se deja a la libre aceptación del público.
Por último, un detalle más en la conformación escénica de la película por parte de Bresson; quizá sea el filme en el que mayor cantidad de puertas se abren y cierran. Los personajes, todos ellos, atraviesan constantemente puertas, pasan de una estancia a otra a través de puertas cerradas. Bresson se recrea en esos momentos, la apertura, el ruido del pestillo, de los goznes, del golpe de la puerta en los topes, el cierre… Bresson sugiere así la imagen de la vida como una constante sucesión de etapas, el paso continuo de uno a otro de los compartimentos estancos -afectivos, formativos, profesionales o vitales- en los que esta sociedad ha convertido la experiencia vital en contraste con los días vividos en el campo, al aire libre, sin muros ni puertas, del hombre junto a la anciana, mientras que, en los breves y lúcidos momentos en los que los personajes quedan enmarcados en los umbrales de cada puerta, Bresson parece sugerir la fotografía de un tipo humano, de un perfil, de un comportamiento, congelar por un breve momento la instantánea de la decadencia de la especie. Quizá, no obstante, haya un lugar para la esperanza, para reconducir la situación: la aceptación final por Yvon de su nueva condición y su disposición a afrontar las consecuencias -cosa que no han hecho ni el adolescente del comienzo, ni su madre, ni los dueños de la tienda de fotografía, ni Lucien, ni la pobre anciana, ni su esposa, ni los jueces que le condenaron injustamente ni los policías que lo detuvieron la primera vez- quizá sea otra puerta abierta, esta vez a la confianza en un futuro en que la sociedad como suma de seres humanos adquiera finalmente la madurez y la responsabilidad necesarias para construir un futuro habitable, digno, decente, humano.