La tortuga es un animal pacífico, que se refugia en su caparazón cuando le acecha algún peligro, y que asoma cabeza y extremidades cuando éste ha pasado de largo.
Parece ser el modelo de muchos ladrones de guante blanco en la actualidad. Una vez que sus fechorías quedan expuestas al dominio público, evitan aparecer en los medios de comunicación durante unos días, los suficientes para que surja un nuevo escándalo que silencie el anterior, y sacan de nuevo la cabeza para seguir cometiendo sus ignominias, sabedores de que ya nadie les vigila.
Y es que las tortugas y los amigos de lo ajeno han estado siempre muy relacionados, desde que los bucaneros se establecieron en la isla de la Tortuga, un islote a escasos 8 km. de la Isla de Santo Domingo.
En un principio, la Isla de Santo Domingo o Isla Española pertenecía en su totalidad al imperio español. Su mayor actividad económica se concentraba en la parte más occidental, en torno a su capital Santo Domingo.
La parte oriental estaba más despoblada, y la lejanía de la capital hacía que en ella se concentrasen los personajes proscritos y las actividades ilícitas, como el contrabando. Éste fue inicialmente consentido por todos, ya que de esta manera los colonos eludían el monopolio de comercio con la metrópoli y obtenían así ciertos artículos que de otra forma escaseaban o resultaban muy caros.
Era de esperar una reacción por parte de la corona española, solo que ésta no se produjo porque se le estuviese escapando una fuente de ingresos vía impuestos que dejaba de recaudar la Casa de Contratación, sino por motivos religiosos.
Parece ser que junto con los artículos de contrabando se incautaron más de 300 Biblias luteranas, traídas por los comerciantes holandeses. Y eso sí que era algo que Felipe III no estaba dispuesto a tolerar. Así que ordenó despoblar las comarcas orientales, trasladando a sus habitantes a las cercanías de la ciudad de Santo Domingo.
Una vez desalojado un tercio de la superficie de la isla, y como no encontraban oposición alguna, a estas zonas abandonadas comenzaron a acudir nuevamente gentes de todo tipo, especialmente franceses, ingleses, holandeses, indios, esclavos fugados, desertores y criminales, que habían sido expulsados de otras islas, como la de San Cristóbal, por la armada española.
Allí encontraron unas buenas tierras para asentarse, y numeroso ganado sin dueño vagando por los campos. Éste último les iba a proporcionar una nueva forma de subsistencia: la venta de bucán.
Así llamaban a la carne ahumada de los animales salvajes (cerdos, vacas e incluso tortugas) que cazaban en la región. Consistía en una técnica aprendida de los indígenas arawaks o taínos, que permitía conservar mucho más tiempo la carne que no era consumida al instante, y que podía ser comida incluso sin cocinar, por lo que era muy valorada por los numerosos barcos que surcaban aquellos parajes.
Pero las tropas españolas seguían efectuando sus periódicas ‘Devastaciones’, esto es, sus incursiones para perseguir y expulsar a todos los comerciantes de ‘bucán’ o ‘bucaneros’ y resto de gentes de mal vivir, que finalmente huyeron a refugiarse a la Isla de la Tortuga, en la que los piratas habrían construido una fortaleza casi inexpugnable.
Fue aquí donde los bucaneros se unieron a los piratas, constituyendo la Cofradía de los Hermanos de la Costa, que se convertiría en la organización pirata más temida que haya existido nunca, una terrible pesadilla para los navíos que surcaban la zona (en especial para los españoles, que eran quienes les habían echado de su tierra), ya que los bucaneros eran extremadamente diestros en el uso de las armas, dada su antigua actividad cazadora y la excelente puntería que habían desarrollado debido a la escasez de municiones con las que contaban.
La Cofradía se regía por una serie de normas, transmitidas de forma oral, que eran las siguientes: no existía la propiedad individual de la tierra; se prohibía todo tipo de prejuicio por motivo de patria, idioma, pasado o religión; la Cofradía respetaría la libertad personal de cada uno; no había obligaciones, castigos ni impuestos; las cuestiones personales se dirimían de forma personal, sin leyes ni tribunales; se establecía un sistema de indemnizaciones para los piratas heridos o lisiados; se podía abandonar la Hermandad en cualquier momento; y no se admitían mujeres blancas libres en la isla.
Esta última prohibición, que no se extendía a las mujeres negras y a las esclavas, las cuales sí estaban permitidas, se imponía con el fin de evitar discusiones y odios entre los hermanos cofrades, y de que se pusiera en peligro la libertad de sus miembros más ‘débiles’ que podrían quedar sometidos por ellas a realizar tareas domésticas ‘indignas’ de un pirata.
Al amparo de estas leyes, convivían en la isla personas de muy diversa condición o procedencia. Pero los habitantes de origen inglés poco a poco comenzaron a emigrar hacia Jamaica, una vez que los piratas ingleses se apoderaron de la isla y fundaron la ciudad de Port Royal.
Fue entonces cuando el rey de Francia Luis XIV nombró gobernador de la isla a Bertrand d’Oregon. Éste era un antiguo cofrade de la Hermandad, así que fue aceptado de buen grado por los piratas, que suponían que podrían sobornarle como a sus antecesores.
Pero con D'Oregon las cosas iban a ser distintas. Su primer cometido era el de afianzar la ocupación francesa de la parte occidental de la isla de la Española, por la que España no parecía mostrar ningún interés. Para ello promovió la instalación de colonos franceses en la misma, incentivando y ofreciendo créditos a los que quisieran establecerse allí, que pronto hicieron de aquella fértil tierra, el territorio de la actual Haití, la más rica y prospera del continente, esto es, ‘la Perla del Caribe’.
El problema era que a los nuevos terratenientes, cultivadores de cacao, maíz, tabaco y café, y servidores fieles de las leyes e instituciones de la metrópoli, les empezaba a incomodar la molesta presencia de piratas y bucaneros en las proximidades de sus haciendas.
Y aquí es donde entra la segunda misión que el rey había encomendado a D'Oregon: acabar con la piratería, o cuando menos, civilizar a los bucaneros. Para eso contaba con un magnífico plan. Importarían 100 mujeres libres blancas a la isla, con el fin de que se casasen con los piratas.
Si bien eran todas de dudosa reputación, tampoco es que sus pretendientes tuvieran un currículo inmaculado. Es más, eso les aseguraba una más pronta adaptación a la ruda vida del lugar. Y si en algún momento un pirata las maltrataba, podían romper su matrimonio y unirse a otro de los hermanos cofrades.
Y el plan funcionó. A diferencia de las cónyuges de los actuales ‘piratas’, que afirman desconocer de dónde provienen todas las prebendas de las que disfrutan, y que no colaboran en apartar a sus esposos del mal camino, aquellas virtuosas mujeres sí que consiguieron que sus maridos dejasen de actuar al margen de la ley, que fuesen aburguesándose, y que diesen un mejor ejemplo a sus vástagos. ¡Para que luego digan que la historia siempre se repite!
Y así fue cómo la Cofradía de los piratas quedó herida de muerte definitivamente. Cuando la efímera república de los bucaneros desapareció, a principios del siglo siguiente, la isla se convirtió en un lazareto, para finalmente quedar condenada a un estado de abandono como el que parece acompañar desde entonces a todo el estado de Haití.
¡Que paséis un buen finde! Y dado que es Carnaval, no está de más rebuscar en nuestro armario el disfraz de bucanero y lucirlo con orgullo.
Agradecimientos: A Don José Antonio Ramos Lozano, por sugerirme tan extraordinario tema.
Y si os gustó la historia, puedes difundirla a través de cualquiera de las redes que te propongo a continuación: