Es tiempo de calabazas. No me refiero a las que se merecen los políticos, ni a las cabezas huecas de los que les votamos, ni a la simpática Ruperta del Un-Dos-Tres, sino a las de Halloween.
Ésta es una costumbre celta que poco a poco va arraigando cada vez más en nuestra tierra, de la misma manera que se extienden fuera de nuestras fronteras los sanfermines, las tomatinas y otros festejos varios.
Los pueblos celtas habitaron el noroeste de Europa desde el siglo XII a.C hasta el IV d.C. Al frente de sus distintos clanes se hallaban los druidas, que además de ser los jefes espirituales de las tribus hacían las veces de poetas, cantantes, médicos, astrónomos, filósofos o astrólogos.
Los celtas pensaban que el espíritu de las personas residía en sus cabezas, y además creían en la supervivencia del alma tras la muerte. Por ello, a los guerreros británicos, galos y celtíberos les gustaba cortar las cabezas de sus adversarios, y exhibirlas colgadas en sus caballos, según nos cuentan cronistas romanos como Posidonio, Estrabón o Tito Livio.
Al cortarles la cabeza, y utilizarla como amuleto, impedían que el alma pudiese seguir su camino hacia el más allá, y retenían de esta forma al espíritu de los bravos luchadores cerca de ellos, haciéndose con su fuerza, coraje y valor. Se cuenta que incluso llegaron a pagar inmensas fortunas por las cabezas de algunos guerreros de gran prestigio.
Los cráneos, conservados con aceite de cedro, y a veces cubiertos de oro, los exhibían como adornos en las puertas de sus casas, en sus templos, y en otros lugares comunes de sus poblados.
El 31 de octubre celebraban la fiesta del Samhain (fin del verano, en gaélico). Durante dicha noche se abrían las puertas que separan el mundo de los vivos del de los muertos, y éstos regresaban a sus casas.
Con el fin honrar a los difuntos más queridos, los celtas dejaban algo de comida fuera de las casas para agasajarles, mientras que encendían unas velas en el interior de las calaveras para guiar su camino desde el otro mundo. Pero como podían venir acompañados de malos espíritus, solían disfrazarse con trajes y máscaras para protegerse de éstos últimos.
Según otros cronistas, los druidas aprovechaban esa noche para hacer su propia cosecha. Como aún no se había inventado la declaración de la renta, se paseaban esa noche por todo el poblado exigiendo sus impuestos, en forma de ofrendas para los espíritus.
De ahí el truco o trato: si había trato, y los habitantes de la casa se avenían a pagar sus tributos, el druida realizaba sus encantamientos para proteger a la casa de los espíritus malignos que la rondarían esa noche.
De lo contrario, efectuaba un truco o conjuro para maldecir la vivienda ante la visita de los espíritus de los ancestros a sus antiguos hogares, de forma que tuviesen la entrada libre para realizar todo tipo de fechorías.
Al parecer, los druidas iban de casa en casa iluminando el camino con unas linternas hechas con nabos huecos en los que esculpían un rostro grotesco en su parte frontal y en cuyo interior colocaban una vela. A quienes pagaban el tributo les regalaban uno de estos faroles, con el que prevenían la visita de los demonios.
Así es cómo les describen los historiadores romanos, aunque ya sabemos la fiabilidad que podemos otorgar a las historias contadas por los vencedores. Pues si bien los druidas sabían leer en latín e incluso griego, sin embargo optaron por transmitir sus conocimientos y cultura de forma oral, ya que desdeñaban los textos escritos. Tan sólo a partir del siglo VI, los monjes celtas irlandeses comenzaron a transcribir todas sus leyendas y tradiciones.
Pero si le preguntamos a un irlandés, seguramente nos contará un origen muy distinto de este rito ancestral: la historia de Jack-o’-lantern. Parece ser que hace mucho tiempo vivía un personaje extraordinariamente avaro, mezquino y engreído, llamado Jack el Tacaño.
Entre sus bravuconadas, un día, mientras tomaba unas cervezas en un bar, fanfarroneó que era más listo que nadie, incluso que el diablo. Al momento se presentó éste, para llevárselo consigo y hacerle pagar sus pecados. Jack le convenció de que tomase unas pintas con él antes de acompañarle al infierno, y al ir a pagar, dijo que no tenía dinero.
Retó entonces a Lucifer a ver si era capaz de convertirse en moneda, para así poder pagar al mesonero. Y cuando ést aceptó, se echó la moneda al bolsillo, en el que tenía un crucifijo de plata. El diablo no podía salir de allí, así que no le quedó más remedio que aceptar el trato que le propuso Jack: no vendría a por él hasta pasado un año.
El año de tregua pasó rápido, y nuevamente se presentó el demonio ante Jack. Éste le pidió un último deseo antes de morir: comer una suculenta manzana situada en la copa de un árbol. Satanás accedió a cogérsela, y mientras trepaba, Jack talló una cruz en el tronco del árbol.
Nuevamente el diablo no podía bajar, así que tuvo que acceder a un nuevo trato. No vendría a por él hasta pasados otros 10 años.
Pero Jack murió antes de ese periodo. Cuando llegó al cielo, San Pedro ni se lo pensó, le echó de allí con cajas destempladas por su vida pecaminosa. Se acercó al infierno, pero en virtud del pacto que había hecho con el diablo, y queademás éste aún se sentía dolido y humillado por Jack, tampoco pudo entrar allí.
Estaba condenado a vagar eternamente por el limbo. El diablo se apiadó de él, y le regaló una linterna hecha con un nabo hueco en cuyo interior depositó unas brasas del fuego eterno, para que con su luz no se perdiera en su vagar por la oscura frontera entre el cielo y el infierno hasta el día del juicio final. Desde entonces Jack-o’-lantern, o Jack el de la linterna, vaga sin rumbo fijo, y los lugareños colocan nabos iluminados en sus casas para evitar que se acerque a ellas.
De ahì la palabra Halloween, que no es sino una contracción de la expresión ‘víspera de todos los santos’, All Hallows’ Eve, en inglés.
Este rito celta saltó al nuevo continente con la primera oleada de emigrantes irlandeses y franceses. Allí en el nuevo mundo descubrieron un vegetal nativo, las calabazas, que les daban mucho mejor juego para ahuecarlas que los tradicionales nabos, y además resultaban mucho más vistosas.
La reciente tradición no resultaba del agrado de las autoridades luteranas norteamericanas. pero con la segunda oleada de inmigrantes irlandeses de finales del siglo XIX, la fiesta se acabó por imponer.
Así que si esta noche oís algún ruido fuera de vuestras casas, seguramente se tratará de Jack-o'-lantern, el único hombre que consiguió burlar al diablo un par de veces, en su eterno deambular entre el cielo y la tierra buscando su salvación…
xxx Resumen de la página xxx