Ya hemos dejado atrás el tramo más riguroso del invierno, y comienzan a brotar por distintas ciudades las maratones y las medias maratones.
Esforzados atletas salen a la calle a pelearse contra el asfalto y contra ellos mismos, emulando a Filípides, aquel insigne griego que fue corriendo desde Maratón hasta Atenas para anunciar a sus ciudadanos que habían vencido a los persas, y que apenas si le quedó aliento para pronunciar una palabra antes de morir exhausto: Niké (victoria).
Desde que en el año 393 el emperador Teodosio abolió los Juegos Olímpicos por considerar que fomentaban las creencias paganas, la práctica del atletismo había caído en picado, hasta que a partir de la segunda mitad del siglo XIX comenzaron de nuevo a surgir sociedades atléticas y deportivas por todo el mundo.
El 23 de junio de 1894 se celebró en la Universidad de la Sorbona un congreso internacional de deporte amateur, en el que surgió el debate sobre el restablecimiento del movimiento olímpico. Se eligió como primer presidente del COI a Demetrius Vikelas, un empresario y escritor griego, y se decidió la organización de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, que tendrían lugar en Grecia dos años más tarde.
El barón Pierre de Coubertin, impulsor de la idea, trabajó duramente para superar todos los obstáculos que iban surgiendo. Así, tuvo que mediar con Alemania y el Reino Unido, que se negaban a participar, y convencerles de que asistieran a los Juegos.
Aunque la principal oposición la encontró en la propia Grecia. Allí, la situación política era inestable, y ninguno de los partidos estaba interesado en la organización del evento. Les preocupaba sobre todo los gastos que ocasionaría.
Cuando Georgios Averoff, un multimillonario armador griego, dijo que él sólo sufragaría la reconstrucción del estadio olímpico, todos los impedimentos económicos se disiparon, y los griegos solo tuvieron que centrarse en realizar un buen papel en lo deportivo.
Los helenos cosecharon numerosos éxitos en el medallero. Esto se debió, en unos casos, a que se habían preparado a conciencia para los Juegos que se iban a celebrar en su tierra; en otros casos, porque su participación era muy superior a la del resto de países (223 griegos de un total de 301 deportistas); y también porque había pruebas exclusivas para ellos, como la prueba de natación de los ‘100 metros libres para marineros griegos’.
Sin embargo, tenían una espina clavada con las pruebas de atletismo. De las 11 pruebas que se habían disputado, en 9 de ellas había vencido un estadounidense, y en las 2 pruebas de fondo, los 800 y los 1.500 metros, el primer puesto había sido para el australiano Edwin Flack.
Sólo quedaba la prueba de la maratón, pero las esperanzas de los griegos de ver a un compatriota suyo en el cajón eran nulas. El podio de los 1.500 metros, la prueba de mayor distancia que se había disputado, lo habían ocupado, además de Edwin Flack, notable empresario australiano, el estadounidense Arthur Blake, estudiante de Harvard, y Alvin Lermusiaux, un joven aristócrata francés.
A esta tripleta de aspirantes se unía Gyula Kellner, descendiente de una familia de editores austrohúngaros. Estaba claro que los atletas extranjeros, todos ellos cachorros de buenas familias, y con una excelente preparación física que podían permitirse por su regalada existencia, constituían unos rivales casi imposibles de batir para atletas amateurs que debían destinar todo su tiempo y esfuerzo a trabajar duramente para sobrevivir.
De esta forma, a las 14 horas del 10 de abril de 1896 (29 de marzo en Grecia en aquella época), el coronel Papadiamantopoulos dio el pistoletazo de salida de la prueba desde un puente de la ciudad de Maratón. La carrera discurriría por el mismo recorrido que en su día siguió Filípides, hasta llegar al estadio olímpico.
Desde un principio, los 4 extranjeros se pusieron en cabeza, poniendo tierra de por medio respecto al resto de participantes, 14 griegos que habían superado dos pruebas de selección, celebradas 30 y 15 días antes del comienzo de los Juegos.
Transcurridos 20 kilómetros, el francés Lermusiaux lideraba la prueba, seguido del australiano Flack, el estadounidense Blake y el húngaro Kellner, mientras que se iba incrementa la brecha con los maratonianos griegos, que comenzaban a sufrir las consecuencias del poco tiempo de recuperación que habían tenido desde la disputa de las pruebas clasificatorias. Mientras tanto, jinetes a caballo cabalgaban rápidamente hasta el estadio para informar a los 70.000 espectadores de cómo se iba desarrollando la competición.
A la vista de los acontecimientos, y animada por el ‘pedigrí’ de los integrantes del grupo de cabeza, una rica heredera norteamericana ofreció casarse con el ganador de la competición, convirtiéndose de esta forma en la única persona de todo el estadio que estaba ilusionada por el devenir de la maratón.
El primero en rendirse fue el francés que lideraba la prueba, aquejado de calambres en las piernas por no haber regulado bien sus fuerzas. Aún quedaban los otros tres favoritos en carrera, y con bastante ventaja sobre el resto. Ahora era el australiano Flack el que comandaba la carrera, seguido del estadounidense Arthur Blake.
Mientras tanto, un corredor griego llamado Spiridon Louis alcanzaba la tercera posición, aproximándose poco a poco a los dos primeros.
Spiridon era un joven humilde procedente de una pequeña aldea a unos 14 km. de la capital. Su oficio consistía en transportar agua a la ciudad de Atenas, ya que las casas aún no disponían de agua potable, llevando barriles de agua fresca con su viejo carromato tirado por su también viejo caballo, mientras que él corría al lado de la carreta. Había participado en la segunda prueba de clasificación disputada hacía 15 días, obteniendo una discreta marca que no le permitía participar en los Juegos.
Sin embargo, había sido reclutado a última hora por el coronel Papadiamantopoulos, que conocía sus cualidades atléticas desde que Spiridon había hecho el servicio militar. El coronel era su superior, y un día que iba a realizar un discurso, vio que se le habían olvidado las gafas en casa. Así que envió a Spiridon a por ellas, quedando gratamente sorprendido por el escaso tiempo que tardó en volver corriendo con las lentes.
El caso es que ‘Spyros’ empezó a sentir que las fuerzas no le acompañaban, así que entró un bar del camino a reponer energía. Dicen que mientras le informaban de los participantes que le precedían y de la ventaja que le sacaban, se tomó un buen vaso de vino (según otras fuentes, una naranja y una copa de coñac), y se conjuró para darles caza.
Primero alcanzó a Arthur Blake, que abandonó cansado y abatido. Y poco a poco se fue aproximando a Flack, que lideraba la prueba. Faltando escasos kilómetros para la llegada, al australiano le entró una pájara, y empezó a dar tumbos. Un espectador se acercó a socorrerle, pero Flack le agredió en pleno delirio, lo que le valió la descalificación.
Quedaban pocos metros para llegar al estadio, y la organización lanzó un cohete que, según habían convenido previamente, servía para avisar a las autoridades de que los atletas se acercaban a la meta y de que el primero era un griego. De esta forma, el príncipe Constantino bajó de las tribunas para acompañar al campeón en sus últimos metros.
El resto de espectadores del estadio Panathinaikos no sabían nada, así que el júbilo se apoderó de todos cuando vieron entrar en el recinto al primer corredor, y descubrieron que se trataba de un griego. Todos, excepto una dama, que abandonaba discretamente el estadio al comprobar la identidad, nacionalidad y condición del vencedor de la prueba.
Habida cuenta de la innoble conducta de la ciudadana nortemericana al romper el compromiso adquirido, que incluso derivaría posteriormente en un serio conflicto diplomático entre Grecia y Estados Unidos, y presto a solucionar dicho agravio, el armador griego y promotor de los Juegos, Georgios Averoff, se dispuso a ofrecer la mano de su hija al vencedor de la prueba.
Pero éste ya tenía novia, Eleni, con la que se casaría unos meses más tarde, así que declinó amablemente la oferta. Entonces el rey Jorge le pidió que dijese qué quería como recompensa de su hazaña, además de la copa y la medalla de plata que le correspondían por su triunfo (entonces no se otorgaban medallas de oro, sino que había una de plata para el vencedor, y una de cobre para el segundo clasificado).
Louis respondió que lo único que quería por haber salvado el orgullo heleno y convertirse en un héroe nacional era que le comprasen un carro nuevo y un caballo más joven, para poder seguir desempeñando su oficio de aguador de forma más cómoda.
Poco a poco su gesta fue cayendo en el olvido, y él retornó a su trabajo. Tuvo tres hijos, y más tarde consiguió un trabajo como agente de policía. Finalmente, en 1936 fue nombrado invitado de honor de los Juegos Olímpicos de Berlín, donde recibió un merecido homenaje, 4 años antes de fallecer.
En cuanto a sus paisanos, le brindaron un magnífico tributo a su persona en el 2004, cuando en los Juegos Olímpicos de Atenas decidieron poner su nombre al estadio olímpico.
Sirva esta historia como homenaje a este singular personaje, y a todos esos corredores anónimos que nunca pasarán a la historia del deporte, pero que engrandecen con su esfuerzo la llama del espíritu olímpico y los valores que ésta encarna.
Buen finde a todos!
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