Isidre ("Sidru") Vinyas es un hombre que llega a la tierra y a los viñedos por causas muy distintas a las que me llevaron a conocerle. Nació muy cerca de ella (en Navàs), su infancia y sus recuerdos se hicieron en ella. Pero su conocimiento íntimo de ese trozo histórico de la Catalunya central (entre Manresa y Berga, "els replans", los rellanos del Berguedà) viene de que lo ha recorrido palmo a palmo. La vida y sus circunstancias favorables (en este caso y para los que amamos el vino sin retrancas), llevaron su cabeza y su cuerpo al deporte de élite. Muchos los practicados y siempre en posiciones muy destacadas. Pero dos de ellos (Murakami...) le dieron una visión única de esta tierra y un conocimiento (me atrevo a decir) íntimo: las carreras a pie y la bicicleta todo terreno. Son deportes que, en el caso de Isidre, me atrevo a llamar "no intrusivos". Yo no estaba, claro..., pero no tengo dudas: había tanta atención y ojos puestos en el camino, en los pies y en los pedales, como en todo lo que su vista y su cerebro iban grabando.
Porque lo grabaron todo. Todos los caminos. Todo el patrimonio fuera del tipo que fuera: las piedras más características; los lagares excavados en el suelo desde el siglo VIII-IX hasta los más recientes (ya excavados en vertical y con cerámica esmaltada en las paredes) del XIX y XX; Las prensas sobre la piedra, también, horizontales y verticales (desde el siglo XII-XIII hasta el XIX); las iglesias románicas; las necrópolis...Todo. Todo. Con amor, con pasión, con minuciosidad. Por supuesto, también los viñedos históricos, los muros de piedra seca, las cabañas en el viñedo: la memoria, los recuerdos vivos, aunque por el suelo, de una tierra que vivió por y para el vino. Los agros perdidos de Antonio Saborido venían sin cesar a mi memoria. Cuánta tierra preparada, cuántos miles de toneladas removidos para rellenar terrazas, cuántos muros de piedra seca centenarios...Para acabar llegando a una mirada nueva, la de Isidre, ingenua, que todo lo ve, que todo lo imagina, que todo lo indaga, que todo lo reconstruye. Primero en su mente, después (por desgracia para él, por suerte para nosotros, y tras duros momentos en que el cuerpo dice basta y le aparta del deporte de alto nivel) sobre el terreno.
Recupera los viñedos más antiguos de macabeo (de 1901...); limpia y pone al descubierto las terrazas más adecuadas, orientadas al sur y al este: cientos de toneladas de desperdicios (homo homini lupus...) son recicladas; pacta con amigos y vecinos el cuidado de cepas ancestrales de la zona (mandó, picapoll blanco, garrut, macabeo, turbat...). Empieza una vida nueva y se convierte en un hombre nuevo. Llega a la tierra y la tierra le atrae, se lo hace suyo. Practica ya la biodinámica y toda aquella atención y cuidado que ponía en conocer parajes y caminos, se vuelca ahora en los viñedos. No hay dogmatismos ni apriorismos porque no ha habido escuela: sólo amor y observación, cuidado y paciencia. Ha aprendido, sin que nadie le enseñe. Su maestra ha sido la naturaleza: la tierra y las cepas, cuanto más las observes y menos las toques, mejor. Atención personalizada a cada viñedo. Un camino de futuro se abre ahora. Eso dice la maestra. Le acompaña su familia entera, pero sobre todo sus hijos Gerard y Berta. Berta es muy joven. Veremos por dónde va aunque sus primeros pasos son interesantes.
Gerard es el complemento no buscado de su padre, el contrapunto imprescindible para que el conocimiento intuitivo, las sensaciones, las energías que la tierra manda se conviertan en acciones con cordura, tanto en el campo como en la bodega. Isidre es un hombre que llega a la tierra. Gerard nace de la tierra, es ya tierra. Su manera de hablar, de moverse por ella, sus reacciones fuera de ella, me recuerdan el barro bíblico: Gerard lleva la tierra en sus entrañas y la vive como se viven las cosas en carne propia. Su pasión por la biodinámica, su idea clara de que el mejor vino es el que nace de la mejor uva (una frase tan manida, tan fácil de pronunciar o de escribir y tan difícil de llevar a la práctica), su voluntad de acabar haciendo en la bodega lo mismo que ya hacen en el campo, acabará dando entidad nueva a una tradición que estuvo a punto de morir en la zona. ¿Tierra de nadie? No... Tierra de todos, tierra de paso, tierra de un sinfín de variedades locales. Tierra que ellos conocen como nadie y que está ya dando vinos que hacen ladear la cabeza y pensar "¿pero qué está pasando aquí...?
No los he bebido todos, pero creo que no me hace falta. Sé bien por dónde van las cosas e intuyo que Vinyas d'Empremta es una de esas bodegas que formarán parte de mi felicidad vínica. Ya han dejado bonitos recuerdos en mi memoria y en mi paladar: un excelente Sucamulla 2014 (70% macabeo de 1901 y 30% picapoll blanco, sin filtrar ni estabilizar), que es una vibrante tarjeta de presentación, un vino lleno de campo verde, de energía, de amargores nobles, de presencias sutiles... Y una meta o, por lo menos lo que yo considero ya una primera meta: Rusc 2013. Un vino monovarietal de "turbat" (así lo escriben en la zona, aunque también podria ser "torbat": Favà i Agud, en su libro fundamental de ampelonimia, lo identifica con el "trobat", francès "troubat", sardo "trobadu", italiano "torbato", pero con seguridad no se trata de la misma uva porque para Favà es tinta...). Y este turbat del Rusc 2013 es una uva blanca que, vinificada con muy poco ruido por los Vinyas, recuerda mucho a algún tipo de malvasía del Collio (la de los Skerlj, por ejemplo). Es un vino vibrante pero discreto, de matices muy extensos y que llegan poco a poco: seco y con volumen, punzante y amable. Un cesto lleno de membrillos algo verdes y de cidras. Aires metálicos y minerales, de arena granítica. Sólido y ligero al tiempo. Pomelo rosa y toronjil. Recuerdo lejano de los hollejos al cabo de unas horas. Flor de azahar muy discreta: pasó ya la floración pero ese aroma flota todavía en el fresco de la noche... El membrillo empieza a madurar y se enamora del sol de la tarde en la cocina. Austeridad y atracción. Flor de retama. Aromas del arbusto de hierbaluisa. A lo lejos, el recuerdo vago del Peloponeso: aire puro, agua azul y profunda, sequedad y amabilidad, oscuridad y profundidad, luz y fruta al sol. Energía. Paciencia. Longevidad. Con los días, el sol del membrillo se apodera de la piel del vino y llegan, también, la intensidad y los aromas del primer aceite. Un gran vino. Unos Vinyas que tienen todo por mostrar (apenas cinco años de historia tiene la bodega), pero que ya me han dejado una huella profunda por su compromiso con la tierra, con su patrimonio, con sus cepas, con el fruto que sale de ellas. Nos seguirán dando alegrías.