Yo me puse a hacer variaciones sobre cosas de Van Doesburg: el Aubette y tal, con sus cuarenta y cinco grados, pero respetando el cromatismo canónico de De Stijl. Es decir: Me saltaba la vertical y la horizontal estrictas de Mondrian, pero usaba los tres colores primarios (rojo, amarillo y azul).
Era un trabajo muy poco creativo, puesto que me limitaba a seguir esas rígidas pautas y a andar sobre seguro, pero me entusiasmé. Hacer un doesburguito-mondrianito de estos (girado 45º) es muy sencillo y muy agradecido. Pero es un vicio. Siempre queda bien, pero al mismo tiempo siempre se puede mejorar. Siempre hay uniones casuales, incontroladas, erróneas, y uno corrige el esquema, y lo vuelve a corregir, y a corregir.
Los rectángulos fueron invadiendo cada vez más pared. El rincón inicial se convirtió en casi toda la pared.
Mi primo estaba muy contento con mis croquis, pero yo seguía perfeccionándolos. Le hacía las maquetas más tontas del mundo: Dibujaba en un papel, lo doblaba en diedro y lo apoyaba en una mesa: Así quedaría el rincón.
Tras un montón de croquis, al final quedó un diseño que nos satisfizo a todos (a mi primo, a sus hermanos y a mí).
Y nos pusimos a ello.
El pintor era Paco, el del pueblo, de toda la vida, pintor "de brocha gorda" muy buen conocedor de su oficio. Yo le tenía que trazar el dibujo y después él lo pintaría con una pintura plástica brillante sobre la pared, que iba en blanco.
Dibujé las líneas con un punzón sobre el yeso, con una larga barra de madera como regla, y una vez terminado el dibujo, puse a lápiz en cada rectángulo Az (Azul), Am (Amarillo) o R (Rojo). Donde no hubiera letra se entendía que era el blanco del resto de la pared. El pintor rellenaría cada casilla. Podría salirse un poquito o quedarse algo corto en los bordes, porque después otro primo mío (hermano del dueño del pub) iba a clavar unos listones de madera de 3 cm de anchura a lo largo de las líneas.
El mural quedó fantástico. La pintura brillaba y toda la composición cromática parecía una explosión. El soso rincón había cambiado completamente. El espacio parecía vibrar.
Fantástico.
El pub estaba muy bien. Era una cosa "moderna". No sólo el sitio era agradable, sino que iba a servir buenas y selectas marcas de cerveza, buenos licores, sángüiches a la plancha... Todos le augurábamos un gran éxito.
Todo estaba listo el día antes de la inauguración, y me fui a mi casa muy contento.
Al día siguiente fui al pub con mi novia, a tomarnos unas cervezas y a ver aquel rincón con gente. Yo quería sentir si con el barullo ese espacio vibraba o no.
Pero no hubo ocasión. En sólo unas horas los colores primarios de De Stijl se habían convertido en los cuatro colores del parchís. El verde se había colado y lo había alterado todo. Parchís chis chis.
Yo no entendía nada. Le pregunté a mi primo, consternado, qué había pasado, a qué se debía esa mierda.
Mi primo no estaba exactamente enfadado conmigo, pero me dijo de una forma muy adusta que había tenido que cambiarlo deprisa y corriendo porque estaba mal, porque había sido una idea desafortunada y un inmenso error, y que menos mal que había dado tiempo a arreglarlo antes de que nadie lo viera.
La cosa era que el día antes, poco después de que yo me fuera a mi casa, vinieron los amigos de mi primo a pre-inaugurar el pub, y uno de ellos (lo normal de bruto) se fijó en un rectángulo amarillo aprisionado entre dos rojos y lo interpretó como la bandera de España.
En aquella época (hacia 1983) exhibir la bandera de España significaba ser franquista.
El amigo de mi primo hizo muchos aspavientos y le llamó facha (que además lo era). Había bocadillos rojo-amarillo-rojo por todas partes. Y mi primo se aterrorizó. Su negocio se venía abajo antes de despegar. El pueblo iba a rechazar ese pub como "el del facha", y no iba a ir nadie.
Así que llamó urgentemente a Paco el pintor y le hizo poner verdes por aquí y por allá, sustituyendo rojos que formaran la maldita bandera o la insinuaran. Así, todos los rojo-amarillo-rojo pasaron a rojo-amarillo-verde.
Cuando me explicó esto me quedé pasmado. No podía creer que para mucha gente toda esa teoría cromática se viera reducida a una lectura de banderas. Pero incluso, puestos a leer banderas, había tantas o más rojo-amarillo-azul que rojo-amarillo-rojo. No había morado, pero el azul se le parecía algo, y el rojo-amarillo-azul podría evocar también, ya puestos, la bandera republicana, la de los rojos. Y, por supuesto, también había muchos amarillo-azul-rojo colombianos.
En definitiva, la lectura rojo-amarillo-rojo, y de ahí la de "el dueño del pub es facha" era bastante retorcida y rebuscada.
Pero era lo que había. Vaya nivel. Vaya categoría de discurso plástico.
Mondrian, apóstol del tricromatismo primario, odiaba el verde. Supongo que odiaría igualmente el naranja y el morado, pero no me consta. Lo que sí me consta (y hay testimonios) es que era viridífobo. Tenía cerradas las ventanas de su apartamento para no ver el verde de los árboles de la calle, y en la entrada de su estudio tenía un jarrón con tulipanes siempre frescos y rozagantes, cuyos tallos y hojas pintaba concienzuda y maniáticamente de blanco.
Me sentí igual que Mondrian: viridífobo perdido. En el lógico, racional, moderno discurso de los tres colores primarios y de sus cualidades y tensiones, el verde era más que un intruso: Era un traidor y un impostor; y en el paleto, retrógrado y maledicente ambiente de mi pueblo era algo más. Era mucho más. Era el eterno aviso a navegantes, era el inacabable grito cerril y bestial contra la modernidad y contra el progreso. Eran las pedradas a los maricas, los eructos contra rojos, fachas, ateos, melenudos, frescas, poetas, machorras, beatas, músicos, estudiantes... Era la brutalidad misma y la obligación estricta de ser tan machote y tan bruto como todos ellos. Era la prohibición de aspirar a cualquier cosa y de intentar ser algún día alguien distinto a ellos: Fumadores aburridos de domingo gris y triste; jóvenes viejunos y amargados con mierda en la cabeza y en el horizonte.
El desprecio hacia mi trabajo era casi lo de menos. Tampoco había sido un trabajo valioso. Yo había hecho algo trivial, pero lo había hecho con mucha ilusión, y desinteresadamente. Mi único interés había sido ver hecha esa obra que había imaginado, y comprobar su efecto en el mundo real, y ver cómo interactuaba con el espacio y con los usuarios, y cómo envejecía. Pero no pudo ni nacer siquiera. El choque de mi estúpida panfilez con el muro de la realidad me hizo mucho daño. La constatación brutal de que las cosas que yo estudiaba en la escuela eran tonterías y mariconadas, y que lo que de verdad contaba en el mundo eran otras cosas muy distintas me obligó a un gran esfuerzo. Todavía me estoy cayendo del maldito guindo.
Y, lo que es peor, todavía me estoy recriminando mi cobardía. Mi cobardía por adaptarme a ese mundo como un pastueño, sin luchar, sin defender lo que una vez amé. Sin haber tenido fuerzas para destruir el adulterado aborto verde en que transformaron mi rincón, como Howard Roark destruye Cortlandt cuando ve lo que han hecho con ella. "No pido nada: ni dinero, ni reconocimiento ni nada. Sólo pido que se me deje trabajar, que se haga como yo lo he pensado. Es mi trabajo. Eso no me lo puede quitar nadie".
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