No le quedaban lágrimas, ni una sola, o eso creía. Tanto tiempo aguantándolas, creando una presa para que no desbordasen sus ojos… Pero nada había funcionado. Reteniendo su tristeza solamente había conseguido retrasar el temido momento en el que explotaría, hipando y sollozando, entre convulsiones y espasmos, un caudaloso río con origen en sus lacrimales deslizándose por sus mejillas.
Se dirigió al baño casi de manera automática porque quería secarse los ojos, sí, con el secador, como una tonta, como hacía cuando era pequeña. Y mientras el aire despejaba su cara y se introducía en sus cavidades, una serie de imágenes y recuerdos le vino a la mente, como cuando su madre la regañaba de niña. Nada había cambiado, al parecer. El cálido aire, que en un principio le había resultado reconfortante, ahora le parecía molesto, incluso doloroso. El secador no hacía su función, no paraba el río que surgía de sus ojos.
Sabía que algo iba mal, ese lloro no era normal en ella. Solo cuando se miró al espejo comprobó la transformación. Nunca había llorado tanto, tantas horas seguidas. Ese cúmulo de desolación, rabia, tristeza e impotencia había aflorado en sus ojos. Unos ojos que ahora estaban inyectados en sangre, o peor aún, eran sangre. No quedaba iris ni pupila en ellos. La rabia la había cegado. Parecían los ojos de un monstruo, en lo que se había convertido. Las lágrimas no habían sido como las de siempre, estas le escocían, la hacían sufrir y llorar todavía más, le quemaban, eran lava surgiendo de un volcán y el aire del secador lo había empeorado. Profundos surcos recorrían su cara y su cuello de cisne, las marcas del odio, que la corroía por fuera y por dentro.
Su historia acabaría mal, como todas las que escribía. Ella no iba a ser menos y tenía imaginación suficiente. ¿Una sobredosis de pastillas? ¿Una cuchilla bien afilada? También podía meterse en el coche, dentro del garaje, con la calefacción puesta, y solamente esperar a que un dulce e inocuo sopor la envolviese… Pero no, ella era una dramática, una histérica, como él solía llamarla tarareando aquella canción de los Chikos del Maíz, aquella canción con la que ella tantas veces se había masturbado, antes de ir a dormir, con los auriculares puestos y la visión borrosa. Sí, definitivamente, a ella le iba el drama y siempre había querido volar, o eso es lo que pedía todos los años en la carta a los Reyes Magos. La azotea al atardecer le pareció un buen lugar desde donde empezar a volar. Y teatralmente gritaría: Adiós mundo cruel. Mientras tanto, el telón se bajaría.